Hace algunos años el fallecido filósofo Norbert Lechner, cartografiando el mapa sociopolítico y cultural de la historia reciente, señalaba (cito de memoria) que los procesos políticos se asemejaban a un viaje a la deriva, sin mapa y sin brújula. En ellos el viajero requeriría de medios e instrumentos que le permitieran fijar y reorientar el […]
Hace algunos años el fallecido filósofo Norbert Lechner, cartografiando el mapa sociopolítico y cultural de la historia reciente, señalaba (cito de memoria) que los procesos políticos se asemejaban a un viaje a la deriva, sin mapa y sin brújula. En ellos el viajero requeriría de medios e instrumentos que le permitieran fijar y reorientar el rumbo para moverse en el océano social e histórico, con mínimas certezas acerca de donde viene y hacia donde va. Como síntoma de estos tiempos se insiste y señala, sin duda extremando lo afirmado por Lechner, con demasiada frecuencia, que los jóvenes transitan a la deriva, en un interregno donde no hay domicilio conocido, ni horizonte por conocer. Jóvenes lanzados a la marea eterna y tormentosa que no permite sosiego en la búsqueda de tierra firme.
Por cierto que la lectura de Lechner sobre la realidad de estos tiempos muestra la cara de una comunidad golpeada por los latigazos sobre los cuerpos físicos y simbólicos, mapas y sueños, destruidos y aplastados. Quizás estos años, de costas, horizontes y arribos esperados largamente, se han encargado de dar severos golpes en el rostro, a los ingenuos soñadores que buscaron y buscan encontrar la brújula, precisar el mapa y por cierto enmendar el viaje. Aquellos, jóvenes cronopios, han pagado caro la osadía; ilustrativo es el caso de quienes fueron encaminados a los helados hierros del encierro ejemplificador o a los jóvenes militantes rebeldes que cayeron en los primeros años de la transición sin concitar la preocupación de quienes durante la década de los 80 les habían convocado a construir proyectos colectivos con todas las formas de lucha.
Múltiples lecturas de estos tiempos nos hablan, de una vida juvenil sin rumbo. Los jóvenes aplanando calles y plazas durante los años ochenta y noventa integraron el ejército de los sujetos-problema. Sujetos ahora en largo viaje por la alucinación angustiante y sin retorno de la pasta base y otras pastas igualmente inmovilizantes que circulaban en el mercado poblacional y cultural del neoliberalismo. Esos años, fueron de políticas intervencionistas, rectificadoras y rehabilitadoras de la incómoda existencia juvenil, en particular de la poblacional.
Estos énfasis se manifestaron en un contexto global, marcado por lo que se tendió a llamar la crisis de los metarelatos y la aparición de cierta subjetividad envuelta en un placer superfluo y carente de preocupación por su entorno. El despliegue de cierta verbalización juvenil, identificada con el «no estoy ni ahí», situó y afianzó una mirada de los jóvenes como desentendidos de los otros así como de sus propios contextos sociales y políticos. De tal manera que se recreo un imaginario colectivo de jóvenes desapegados y desalentados.
Acercamientos sociológicos recientes se tentaron (como plantea el sociólogo Fredy Urbano) con este sujeto desaprensivo, en busca de su particular autorrealización, de su propia y solitaria búsqueda de identidad, batallando socialmente por identificarse y ser integrados a sus contextos relacionales. Sin duda se trata de un proceso sacudido por mutaciones culturales de largo alcance que han condicionado la acción social de innumerables jóvenes en Chile, permeables a los temporales que azotan las matrices culturales en proceso de cambio.
Los noventa, nos revelan un sujeto joven en muchos casos desnudo ideológicamente y desprovisto de doctrina protectora, lanzado a medio mundo a vivir como se pueda circulando en un presente eterno, sin darle un vistazo al futuro en el sentido que lo hicieron las generaciones pasadas (los ejes de la temporalidad que posibilitan radicar los proyectos en el tiempo vital, fueron desalojados junto a ellos con el inicio de la transición para no perturbar el presente de acuerdos). Se señala, por parte de algunos expertos, que los jóvenes de aquel tiempo eran la generación de los descuentos, una camada de jóvenes sobrevivientes sin nada que contar, sin nada que decir. En este sentido la generación de los noventa transitó entre una mirada juvenil desde la óptica del problema hacia una de la vivencia sin sentido. El carácter excluyente o utilitariamente inclusivo de algunas miradas, irrumpió decretando la ausencia de aquel imaginario juvenil que comenzaba a juguetear con aquel sistema político que lo invitaba a la modelación de cierto tipo particular de ciudadano.
Como contexto representacional, en los últimos dieciséis años es recurrente la alusión a la muerte de los referentes paradigmáticos de los proyectos de cambio global y estructural de las sociedades occidentales. Se ha hablado con demasiada facilidad de la desventura y desconcierto de las masas ciudadanas, que pululan por los espacios públicos cargados de anemia política, sólo causando estragos y desbordes sin contenidos en la vía pública. En tal escenario de representaciones, elegantes pero angustiantes, la acción que los sujetos despliegan en el borde, las disonantes irrupciones desde la periferia de las reflexiones y las decisiones políticas, únicamente tienen espacio en la lógica analítica de la patología social, asentados en la incomprensión y paternalismo de la voluntad bienhechora de los grupos que habitan y se solazan en las entrañas de poder.
Estamos en presencia hoy, de sujetos jóvenes de diversa laya, de aspiraciones diferentes y de gustos distintos. Sin embargo, hay algo que los sintoniza y los coloca en una misma frecuencia: su vaivenezca posición frente al sistema; Jóvenes comprometidos con una idea, pero jabonosos en su relación con los otros ajenos. En este sentido nos encontramos con sujetos con sentido, pero no con el sentido externo y tradicional en que se trata de ubicarlos. Quizás la idea que dejan traslucir estos jóvenes sea la de no buscar la brújula perdida o el mapa extraviado, sino la invitación a la invención de un mapa nuevo y la creación de una nueva brújula.
Cargarles la pesada mochila de la trasformación social, puede provocarnos -en la lógica tradicional- la sensación de una seria irresponsabilidad o utopismo, pero tampoco podemos negarnos históricamente y arrebatarles la posibilidad que puedan darse a sí mismos signos de esperanza. Son sujetos de carne y hueso a quienes con facilismo se les ha tildado de sujetos apáticos, distantes, sin compromiso social, individualistas, etc. Los patrones socioculturales y económicos neoliberales de estos años, han alentado una manera de ver y de observar a sujetos socializados en un mundo que les niega el prójimo. Lo único evidente es que la subjetividad juvenil, se han distanciado -en identidad y sentido compartido- de la política tradicional o simplemente, como muchos de las generaciones pasadas que han reciclado sus esperanzas, dejan ser y esperan que gobierne el mal menor. Aquello, sin embargo, no es indicativo de pura indiferencia y despreocupación. Las últimas manifestaciones en los espacios públicos nos entregan señales en el sentido contrario.
El escenario de la llamada transición política chilena en estos años, ha encasillado amplios sectores de la sociedad en la jaula de los términos y límites que los actores políticos institucionales, han delineado sobre la forma de afrontar la participación en el espacio público. A pesar de que se ha tendido a desvanecer una transición política más institucional y regulada en la mirada y sentir de la opinión pública, hay una transición política que sobrevive en el subsuelo todavía. Los sujetos de hoy y especialmente los de estos años, han vivido en esta transitividad de fuerte condimento cultural y social donde una parte importante de ellos han sido permeados con la ambigüedad del sistema instalado en estos dieciséis años. Ahí frente a nosotros, surge el rostro del sujeto periférico, mirando en retrospectiva los caminos que nos han traído – a ellos y a nosotros- hasta este tiempo de encrucijada.
Observamos en el presente una tendencia cada vez más frecuente hacia la ocupación de los espacios públicos y por cierto que junto esa emergencia, vemos el temor y el pavor creciente de la institucionalidad cada vez que aquello sucede. Estos emergentes movimientos de actores en la vía pública, no sólo han tenido que batallar con la vigilancia y la tutela del control gubernamental, además han debido luchar con un sistema que los encasilla en la carencia de contenido histórico y en un sinsentido social.
Nos interesa destacar el caso de distintos grupos de jóvenes, no solo porque permite establecer relaciones comparativas con décadas anteriores, sino porque muchos de ellos, despliegan una práctica política que dialoga y se articula poderosamente con otros sujetos sociales. La acción de los jóvenes, como en épocas anteriores, no se encierra en los intramuros de los campus y liceos, aunque ellos sean más visibles y aceptables, que los eternos ocupantes de las caletas y esquinas periféricas. Existe una memoria histórica en muchos de ellos, no solo del conflicto local sino además de la necesidad de acompañar y ser acompañados por la acción y reflexión de otros sujetos, jóvenes y viejos especialmente en el caso de los pobladores.
A falta de mega-referentes políticos, los jóvenes aún se buscan en su diferencia y diversidad, los que pueden se leen, otros hablan, muchos se coordinan, todos se critican, varios dialogan con la memoria de otros que fueron ayer jóvenes y que hoy se debaten entre la subsistencia de las utopías y la pesadumbre e inestabilidad de la supervivencia cotidiana. Sin duda la configuración de una subjetividad periférica obliga a una reconceptualización amplia y al reconocimiento de que no hay una juventud, un solo tipo de joven conveniente y necesario. Parece reeditarse la figura de los sujetos parciales que comportando la diferencia, dialogan y se refieren entre si como los depositarios de un malestar compartido.
El tramado de la ciudad sostiene muchas pisadas y voces: la experiencia de los colectivos, de los jóvenes universitarios y pobladores que con ellos se articulan en los espacios de construcción común, la ocupación de casas y plazas para el arte y la cultura de algunos jóvenes son parte de esa constelación subjetiva periférica. Pero hay otras formas que también hablan de otros mundos jóvenes que, desde experiencias más dramáticas como la marginalidad cruda, la delincuencia o la dependencia, desordenan la simetría del silencio y la pasividad en el espacio público de la ciudad. Ellos no solo habitan márgenes físicos, patios traseros y pasillos laterales, también se miran desde lejos con aquellos que no saben o que no les importa saber que en la ciudad, en el país y en este tiempo, pueden ser algo más que consumidores u objetos blandos de campañas publicitarias y electorales.
Esos jóvenes, esos locos sospechosos, nos emplazan a rejuvenecer la mirada y la palabra, abriéndonos en su calle y en su esquina un lugar para habitar.
Pedro Rosas A. (Magíster Historia y Ciencias Sociales – Arena Pública, plataforma de opinión de Universidad ARCIS)