Los deseos y la apariencia ganadora no son suficientes para ganar. Es necesaria la amplia participación democrática y popular . El estímulo de aparecer con los ganadores es insuficiente y a la larga contraproducente. La motivación para la participación cívica y democrática debe estar incrustada en la mejora de la situación real de la mayoría […]
Los deseos y la apariencia ganadora no son suficientes para ganar. Es necesaria la amplia participación democrática y popular . El estímulo de aparecer con los ganadores es insuficiente y a la larga contraproducente. La motivación para la participación cívica y democrática debe estar incrustada en la mejora de la situación real de la mayoría social, en las aspiraciones ciudadanas de libertad e igualdad. A veces, el optimismo histórico y cierto utopismo son positivos y necesarios, siempre de forma comedida y como complemento de dos criterios básicos para definir una estrategia política emancipadora: el realismo analítico y la voluntad transformadora fundada en las demandas cívicas y una ética de los derechos humanos.
La subjetividad popular, con sus aspiraciones e ilusiones, es fundamental para el cambio. El problema viene cuando la pertenencia al campo ganador o su simple apariencia sustituye a la activación cívica, fundamentada en las demandas populares, como motor de cambio, realista y justo.
Esa inevitabilidad ganadora de la estrategia o la teoría propias se ha utilizado por todas las corrientes políticas e ideológicas, particularmente por el marxismo, al menos hasta el derrumbe del bloque soviético, para ganar credibilidad y cohesión. Tiene efectos de generar creencias e identidad colectiva en torno a un liderazgo, ofrecer garantías de acceso al poder y conquistar (o prometer) ventajas. Pero esa actitud tiene poco recorrido, justo hasta la presencia de dificultades e incoherencias, con el riesgo de pérdida de confianza popular.
El problema adicional hoy es el rellenar esa imagen ganadora a través de la pertenencia a una dinámica histórica común, el populismo (o el nacionalismo), donde se integran tendencias antagónicas, desde la derecha extrema hasta la izquierda, pasando por corrientes nacionalistas, junto con otras con objetivos democrático-igualitarios o, simplemente, centristas y populares. Esa particular pretensión de avanzar a través de la apariencia ganadora, sumando tendencias contradictorias por su sentido político, tiene una base frágil y no sirve para el objetivo deseado de fortalecer la dinámica de un cambio de progreso.
Es el objeto de esta reflexión, todavía más pertinente ante los síntomas de estancamiento de las fuerzas del cambio y, en todo caso, de la necesidad y la dificultad de una colaboración crítica con el Partido socialista, cuya disposición estratégica y de alianzas no está clara, y afín de poder garantizar el cambio político y gobiernos de progreso. A pesar de que el concepto de ganar se va desplazando a un ganar compartido con otras fuerzas progresivas, o sea, el sujeto político y su representación institucional se complejiza, la cuestión a debatir es la inconsistencia de algunos argumentos deterministas sobre quién, en base a qué y por qué va a ganar y sus efectos contraproducentes.
Ampliar la base social del cambio, pero democrático y de progreso
En su origen, en el siglo XIX y primeros del XX, así como en general en Latinoamérica y en EE. UU. (con Roosevelt y recuperado por Sanders), esa palabra populista conllevaba una base social más amplia (campesinado, autónomos, pequeño-burguesía y clases medias) que la clásica clase obrera industrial, así como un sentido social liberal-progresista, anti-oligárquico y popular-nacional antiimperialista. Es el significado menos restrictivo que todavía tiene allí ese significante.
Es bueno dirigirse y representar a las amplias mayorías sociales… aunque no necesariamente en todo y siempre. El totalitarismo y el nacionalismo excluyente también han gozado de mayorías ciudadanas. Por tanto, no es el criterio único. Influye también el contenido ético-político de las decisiones mayoritarias, su actitud ante los valores universales que podemos definir como los derechos humanos. Es una tensión entre ética (con deliberación compartida) y democracia (participativa y pluralista).
No obstante, en la cultura europea y tras la experiencia nazi-fascista y de la actual extrema derecha, el populismo tiene una connotación autoritaria y todavía es más importante la diferenciación y el antagonismo con esa corriente política. Y la pugna del populismo de izquierdas por la resignificación y/o apropiación del auténtico sentido de populismo no tiene mucho interés frente a la confusión interpretativa y política generada por esa palabra polisémica.
Dividir los campos sociopolíticos entre, por un lado, populistas, metiendo en él esas reacciones oligárquicas de extrema derecha y xenófobas y los nuevos-viejos nacionalismos junto al llamado populismo de izquierdas, y, por otro lado, no populistas o tradicionales (liberales, conservadoras, socialistas o de izquierdas) genera confusión analítica y desorientación política. Es mejor identificar a esas corrientes con la denominación de derecha extrema o neofascistas (o, en su caso, centristas y nacionalistas) y no llamarles populistas con la connotación embellecida de que son ‘populares’. Abundaría en la diferenciación del llamado populismo de izquierda o progresista, aunque, evidentemente, ya no se podría presumir de pertenecer a una tendencia histórica ganadora.
Cabe el interrogante: ¿Por qué algunos autores prefieren ostentar el perfil ganador, adscribiéndose a un espacio o momento -populismo- tan problemático y contradictorio, y subordinar a ello el sentido político sustantivo del proyecto de cambio, democrático y de progreso? En el terreno político concreto la dirección de Podemosy sus aliados han evitado esa implicación. En España, al considerar, con todas sus contradicciones, socio preferente a la propia socialdemocracia. Y en Cataluña, al diferenciarse claramente del etnopopulismo de Puigdemont y el neo-nacionalismo españolista de Ciudadanos y Partido Popular.
Una débil fundamentación teórica
En el terreno teórico y de la supuesta supremacía intelectual y analítica a nivel general todavía algunos analistas defienden el simbolismo de la pertenencia a esa supuesta corriente ganadora, compartiendo trayectoria ascendente con las fuerzas emergentes de derecha extrema y nacionalistas xenófobas, ambas autoritarias e insolidarias. A la hora de la identificación política con un campo común de populistas frente al resto, así como la clasificación de las fuerzas políticas, los objetivos y las alianzas, priman un aspecto secundario, la lógica del idealismo dialéctico (antagonismo discursivo), por encima de su contenido sustantivo y su enraizamiento social. No diferencian claramente entre la dicotomía nosotros / ellos de corte nacionalista, supremacista, dominador y autoritario y la oposición abajo / arriba de carácter popular, democrático, igualitario y anti-oligárquico (similar al convencional conflicto social renovado).
Además, hay que clarificar una dinámica con apariencia intermedia: movimientos populares de supuesta defensa nacional, con un sentido ambivalente, anti-establishment (pero para recomponer el poder) y reaccionario (para garantizar mayor dominación y división de la mayoría popular). Así, dentro de su diversidad, tienen ese componente doble: frente al poder establecido (neoliberal) u otras potencias y frente a otros segmentos más vulnerables: inmigrantes, extranjeros, diferentes… Ese nacionalismo más o menos excluyente es lo que hay que evaluar en concreto.
La motivación de la insistencia en la garantía de ganar es reforzar el liderazgo a través de representar lo ganador. Su argumento: su lógica o su técnica es la ganadora, no tanto la justeza de su proyecto. Así, el antagonismo es lo que gana; sin reparar en qué tipo de antagonismo y entre qué actores. Y el discurso es lo que construye realidad; sin valorar adecuadamente la base de poder, relaciones sociales y culturales, existente en unos y otros. La capacidad articuladora del pueblo se le da al discurso, o sea, a la élite que lo elabora.
No es un simple error coyuntural, es una arraigada deficiencia teórica y política que lastra las capacidades prácticas y estratégicas de la emancipación popular. Es normal la tentación desde los establishments de desprestigiar las dinámicas progresistas metiéndolas en el mismo saco que todos los ‘ismos’ (populismo, extremismos… antes, comunismo o radicalismos, etc.). Lo que no tiene mucha explicación es revalorizarlo desde posiciones de progreso y no construir una posición política nítida y diferenciada. Pero, veamos los precedentes histórico-teóricos.
Ya Laclau, en los años setenta, reconociendo la existencia del populismo de clases dominantes y el populismo (socialista) de clases dominadas, justificaba esa actitud de sumar y mezclar bajo la misma palabra ambas corrientes antagónicas. Su interés era hacer valer la supuesta supremacía histórica ganadora del conjunto populista frente al bloque de poder neoliberal tradicional. Para él el populismo de izquierdas superaba y subsumía a las corrientes socialistas y comunistas, definidas como perdedoras; es decir, el populismo de izquierdas sería posmarxista y reflejaría el estadio superior de la lucha por la democracia y el socialismo, como recuerdan ahora autores como M. Monereo.
Así, a la dialéctica en abstracto le añadía no solo la confrontación democrática sino también la pugna por el socialismo. Pero eso puede definir al populismo de izquierdas en su lucha por la igualdad, no al populismo en general, ambiguo o incompleto en su definición política. Para justificar la supremacía aplicativa de su populismo como lógica de antagonismo no se queda en esa interpretación del populismo de izquierdas, sino que incorpora la confrontación de las derechas (y centristas) y de los nacionalismos; es decir, recupera el esquema identitario de la dialéctica antagonista de nosotros / ellos de C. Schmitt, ideólogo del nacionalismo supremacista totalitario.
Por ello, para el populismo teórico, el carácter ganador lo da no a una tendencia política concreta, reaccionaria o progresista, sino a la suma de todas ellas que apelan a un pueblo indeterminado, es decir, a unos intereses y demandas ambiguos y a definir por el discurso de la élite correspondiente. Su adversario teórico, por un lado, es el consenso liberal tradicional, no el radicalismo nacionalista, reaccionario, autoritario o xenófobo emergente sobre el que prima su afinidad procedimental de la dialéctica de confrontación y la construcción discursiva de la realidad, la política o el sujeto. Pero, por otro lado, combate el determinismo economicista que fijaría los intereses de las capas subordinadas como base para construir el pueblo, cuestión que, según su crítica, limitaría la voluntad constructivista de la élite promotora del discurso y su capacidad articuladora. Y tiene parte de razón, pero se va al otro extremo idealista, sin pararse en el actor concreto y su práctica relacional.
Por tanto, ese enfoque se desliza hacia la irrealidad y el desarraigo popular real, ya que destaca la formación del sujeto de cambio con la infravaloración de sus condiciones materiales y culturales de existencia, de su experiencia sociopolítica, de las relaciones de fuerza existentes, y con la sobrevaloración de la capacidad constructiva de un pueblo a través de la acción política discursiva de un liderazgo o la gestión institucional derivada de la misma, no de la activación cívica del mismo.
Además, esa posición prioriza la validez de su lógica antagónica, complementada por la transversalidad en los campos secundarios, y su construcción idealista arbitraria de su ‘pueblo’, sin profundizar en su contradicción con lo que denomina ‘populismo de clases dominantes’. En el terreno político genera desorientación al desconsiderar lo sustantivo: el sentido político de cada actor y proceso.
La lógica populista define una manera de construir la política y el sujeto pueblo: la dialéctica idealista, el antagonismo de contrarios articulado por el discurso. Es la vuelta a Hegel que ya he criticado en otra parte (ver El populismo a debate, ed. Rebelión). Frente al estructuralismo determinista (económico, biológico, étnico o político-institucional), el posestructuralismo postmoderno no es la solución. Ambos, en realidad, tienen una fundamentación idealista a superar. Es más sugerente otra corriente de pensamiento que denomino de realismo crítico y con hermenéutica social, más multilateral y que pone el acento en la experiencia popular real, las relaciones sociales, los vínculos comunes vividos por la gente y su cultura, así como su adecuada interpretación. Aparte de otros precedentes de la teoría crítica, podemos citar a Gramsci y, en particular, para explicar los procesos de contienda sociopolítica y los movimientos sociales, a pensadores como E. P. Thompson, Ch. Tilly y R. Jessop.
En definitiva, el enfoque populista es incompleto o indefinido en su contenido estratégico y programático. Es decir, para superar su ambigüedad necesita asociarse con una ideología o teoría política sustantiva, encarnarse en unos sujetos concretos. Así, lo que existe son populismos específicos: reaccionarios o progresistas, autoritarios o democrático-republicanos, de derecha extrema, centro o izquierda, nacionalistas o estatistas, segregadores y racistas o inclusivos, etc. Por tanto, hay dos discusiones. Una, sobre los dos fundamentos teóricos o metodológicos: carácter y alcance de la polarización y el antagonismo dialéctico y su combinación con la transversalidad, el consenso o el universalismo, y papel del constructivismo voluntarista, superador del mecanicismo, pero sin llegar al realismo crítico y social. Otra, sobre la función política concreta de un populismo particular, con el sentido sociopolítico y ético de su impacto transformador y su mayor o menor definición política, sincretismo y eclecticismo.
Pluralidad político-ideológica en las fuerzas del cambio
Existe una gran crisis de las izquierdas, incluida la socialdemocracia, pero sería excesivo apropiarse bajo el rótulo de populista todas las heterogéneas tendencias sociopolíticas en los países europeos desde Grecia hasta Portugal, pasando por Francia, Alemania y Reino Unido. Incluso en España el carácter político-ideológico de los partidos políticos o élites asociativas alternativos es muy diverso, considerando el conjunto de Podemos, Izquierda Unida, las convergencias (catalana, gallega, valenciana, vasca…) y las candidaturas municipalistas de los grandes (y pequeños) ayuntamientos del cambio, así como los distintos movimientos sociales progresivos, en particular el movimiento feminista.
Pues bien, todo ese conglomerado democrático y de progreso hay que diferenciarlo claramente del populismo de derechas, empezando por el nombre. Pero, además, tampoco encaja bajo el nombre de ‘populismo’ de izquierdas, ni se ha conformado discursivamente, sino relacionalmente, con su participación pública, democrática y cívica.
En lo que sí ha tenido un papel más relevante el discurso y el liderazgo de una élite ha sido con la configuración de una nueva representación política –Podemos-, no tanto en sus convergencias y candidaturas municipalistas, más abiertas y plurales . Pero, sobre todo, esa manera populista no ha sido el determinante para la conformación sociopolítica del movimiento popular o las mareas cívicas, desde el movimiento 15-M hasta el actual movimiento feminista o incluso la formación del electorado indignado, ya casi configurado desde el año 2011.
Su activación y su articulación sociopolítica no han dependido tanto de un relato previo, sino de procesos de indignación ante realidades de injusticia o discriminación interpretados desde unos valores democráticos y de justicia social y con un alto nivel participativo y asociativo de base. Ha sido, sobre todo, la experiencia de confrontación con los poderosos por sus políticas regresivas e impositivas en el contexto de crisis socioeconómica y precariedad, que desde 2010, han vivido millones de personas con su articulación sociopolítica y su cultura igualitaria y solidaria. Así, se han reafirmado en ella y han dado paso a su representación político-institucional en las llamas fuerzas del cambio, con credibilidad suficiente para ser cauce institucional de sus demandas.
Ahora, hay una limitada movilización social, aunque se ha reactivado, especialmente, a través del movimiento feminista. Es el último gran ejemplo positivo de una amplia contestación cívica que, enraizada en su lucha por la igualdad de las mujeres y contra la violencia machista, ha desbordado su marco específico y ha supuesto una amplia unidad popular y democrática de demanda de reformas feministas sustantivas, sociales y legislativas.
Hay también una importante presencia institucional de las fuerzas del cambio y un nuevo clima político con el gobierno socialista. Garantizar el avance hacia un cambio de progreso supone una reelaboración estratégica alternativa y unitaria, pero, sobre todo, una amplia participación popular.
La confrontación no es entre populismo (ganador) y no populismo (perdedor)
A nivel europeo, a pesar del giro derechista, también es empíricamente problemático que vayan a ganar las formas populistas (de extrema derecha), hasta el nivel de imposición de regímenes totalitarios y la destrucción de la U.E. liberal. Ese vaticinio desconsidera lo fundamental: que las estructuras de poder neoliberal de EE.UU. y la U.E. siguen siendo dominantes, que comparten algunos objetivos comunes con las presiones neofascistas, en particular para reforzar su capacidad de control operativa frente a la amplia deslegitimación social, aunque con una limitada capacidad de poder progresista o de izquierdas. El reajuste principal viene por la pugna nacionalista (o neo-imperialista) entre los grandes países (o grupos de países) por la nueva jerarquización y control en la estructura mundial de poder geoestratégico y económico.
Por tanto, es contraproducente, desde el punto de visto analítico y estratégico, la posición de aprovechar una supuesta fuente de legitimidad como fuerza emergente ganadora a través de compartir el mismo campo que la tendencia reaccionaria-autoritaria-segregadora y prooligárquica neoliberal. Ese objetivo de aparentar ser fuerza ganadora (cosa habitual en cierta izquierda radical catalana), con esa demostración empírica de supuestos aliados también ganadores tiene poco recorrido. Justo hasta la evidencia social y política de los resultados nefastos de sus políticas y su gestión y el carácter continuista del nuevo proceso de similar dominación oligárquica y subordinación popular.
Pero el mantenimiento de esa idea de compartir un momento o un proceso populista común tiende a no preparar las capacidades políticas para enfrentarse a esa tendencia reaccionaria neofascista o nacionalista neoliberal e idealizar las expectativas propias. Y el riesgo es la adaptación de la actividad a esa prioridad de la apariencia de ganar como reclamo de lealtad y cohesión del proyecto político de cambio. Es lo que también ha ocurrido en sectores de izquierda catalana deslumbrados por la expectativa inmediata de un cambio ganador (frente al Estado), sin valorar su realismo y su sentido.
En definitiva, hay que afinar estos análisis del doble conflicto social y nacional. Son erróneos los fundamentos teóricos y programáticos nacional-populistas que alimentan la polarización identitaria y el idealismo discursivo. Son contraproducentes para una solución progresista en lo social y solidaria en lo nacional, superadora de la confrontación de ambos bloques de poder neoliberal y nacionalistas que es la apuesta que empieza a abrirse camino.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de El populismo a debate, ed. Rebelión @antonioantonUAM
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