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La administración de los ilegalismos

Fuentes: Rebelión

La apuesta estratégica y política de la estructura del poder y del tipo de control social que se ha venido implementando en Colombia, conlleva a la ascensión de lo que podría llamarse desde Michel Foucault la administración de los ilegalismos [1] , es decir, la gestión ya institucionalizada de todo aquello que estaría en contra […]

La apuesta estratégica y política de la estructura del poder y del tipo de control social que se ha venido implementando en Colombia, conlleva a la ascensión de lo que podría llamarse desde Michel Foucault la administración de los ilegalismos [1] , es decir, la gestión ya institucionalizada de todo aquello que estaría en contra de o por fuera de lo legal. Y es que para que se haya visto justificada la necesidad de una política de seguridad, no sólo habría que hablar de la existencia de «grupos armados al margen de la ley», sino que es necesario considerar además la creación y gestión –al lado de los sistemas de vigilancia y control- de ilegalismos que son ejecutados por ciertos «enemigos» de la sociedad a los que habría que mantener para garantizar cierto funcionamiento social. En el fondo, se propendería, no por su erradicación definitiva -como lo ha argumentado el gobierno-, sino por el mantenimiento de individualidades y grupos «peligrosos» que justificarían la necesidad de desplegar determinados dispositivos de control y vigilancia.

 

Según Foucault, la administración de los ilegalismos se da desde dos frentes. El primero tiene su preámbulo en lo que él llama los ilegalismos populares [2] , aquellos que en primera instancia se dan desde una dimensión política en aras de cambiar un tipo de gobierno y por ende la estructura misma del poder que se muestra como algo intolerable para las clases populares; se generan entonces diferentes movimientos que van desde las luchas campesinas y obreras con sus huelgas y reivindicaciones concretas, hasta la insurgencia armada con sus esperanzas revolucionarias. En segunda instancia, estos ilegalismos populares pueden llevar además su combate frente al ámbito mismo de lo que es legal, pues se trata de afrontar a la ley, a la justicia que está encargada de aplicarla y a quienes la han impuesto, justificando y argumentando así su propio estatus de legalidad frente a un poder que es ilegítimo en tanto va en contra de los intereses de las mayorías. Pero mientras las luchas políticas -armadas y no armadas- y las batallas jurídicas se llevan a cabo, la astucia del poder institucionalizado ha podido recurrir a los «marginados» que él mismo ha creado en su fomento de la desigualdad social -cuestión que evidentemente multiplica las ocasiones del delito-; esos marginados que han desatado una lucha social contra un medio que les ha sido hostil son un instrumento sumamente aprovechable, pues ya se han especializado en determinados delitos, ya han establecido sus vínculos y ya han sido incluso inventariados por el sistema penal y carcelario. Y en este sentido, son aprovechables al menos en dos aspectos:

 

1. Para filtrar -mediante informantes-, contraatacar, caotizar [3] , bloquear y quebrar toda posible continuidad de los ilegalismos populares.

 

2. Para constituir luego grupos de vigilancia que permitirán la gestión global de los ilegalismos; grupos de delincuentes ya profesionalizados que no sólo se podrán insertar en las fuerzas armadas legales, sino que además podrán actuar como elementos de apoyo a las instituciones legales.

 

Con el primer aspecto se va cerrando el primer frente de la administración de los ilegalismos, pues se logra amalgamar los ilegalismos populares de la insurgencia armada y los movimientos sociales, y a su vez los diferentes ilegalismos populares se amalgaman con la «delincuencia» propia a la lucha social de los marginados y se termina por criminalizar tanto las luchas políticas como cierta clase social [4] . Se extrae entonces un gran provecho político de la delincuencia y de la criminalización antes mencionadas: a través de ellas se logra la gestión del miedo y de la guerra.

 

Con el segundo aspecto del provecho que se saca de la delincuencia -el de utilizar a los delincuentes para un control más global-, se abre el segundo frente de la administración de los ilegalismos: el del ilegalismo profesional. Se trata del ilegalismo «secretamente útil, reacio y dócil a la vez», un ilegalismo «que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o que se deben tolerar» [5] . Estos ilegales profesionalizados son los que pueden servir para componer los grupos que tienen como tarea la vigilancia: policías, vigilantes, militares y paramilitares, que han sido útiles en la protección de propiedades y propietarios. La presencia de dichos grupos llega a naturalizarse entre la población, pues en un Estado en el que precisamente se tiende a mantener e incrementar la delincuencia (lo que en el párrafo anterior llamamos la gestión del miedo y de la guerra), es con urgencia y beneplácito que la población aceptará la vigilancia. En esto tienen además un papel preponderante los medios de comunicación que hacen redundar los actos de la delincuencia y del «terrorismo», poniendo cerebros a cooperar [6] , cerebros que naturalicen la vigilancia y que justifiquen la implementación de una política de seguridad y la necesidad de la guerra.

 

La presencia de los grupos de vigilancia ha terminado por incrustarse y aferrarse en las profundidades de una gran parte de la sociedad, consintiendo incluso la creación y el mantenimiento de una estrategia como la del paramilitarismo, con su estructuración en tanto forma de control y en tanto criminalidad específica o profesional al servicio de algunos poseedores. El efecto más importante de los sistemas de vigilancia es entonces el de lograr que la sociedad los acepte, naturalizándolos y legitimándolos, haciendo crecer el umbral de tolerancia, borrando lo que puede existir de exorbitante en el accionar de esos grupos. Tras la naturalización de la vigilancia, se llega así hasta la «legitimidad» de la desaparición de quienes representan un «peligro». Esa naturalización y generalización de la vigilancia termina por transmitir su efecto hasta lo más visible/invisible de la cotidianidad, haciendo pesar sobre la menor «infracción», y hasta en el discurso y sus enunciados, la amenaza de la desaparición.

 

«La paranoia del poder, aquella de la policía, la vigilancia y la justicia, desatan los innumerables delirios privados que los grandes acontecimientos han reprimido y luego afirmado. De ahí en adelante la vida cotidiana cambia. La policía está en la calle, sin nada que la distinga ya, esto quiere decir: está por todas partes, mucho más visible en tanto busca ser invisible… y finalmente la policía es usted, pues lo que falta por ocurrir es que cuando la policía se viste de civil, los civiles, aquellos que están vinculados al poder, que son constituidos por él y que se reconocen en él, terminan por convertirse en policías.» [7]

 

En una sociedad de la vigilancia y la seguridad como la nuestra, los límites se van confundiendo y borrando poco a poco. La difusión de la vigilancia se ha ido engranando con lo policivo, lo militar y lo paramilitar, hasta en lo más recóndito de lo cotidiano: un batallón, un bloque o varios por región, por departamento, por ciudad, por pueblo o por vereda, un CAI en cada barrio o sector, una patrulla en las calles, un paramilitar en la esquina y un informante en cada uno de nosotros. Una red de vigilancia (¡y de informantes!) sutil, múltiple, difusa -pero continua y compacta-, con una forma de poder institucionalizado ha ido configurando poco a poco nuestras vidas. Se trata pues de una forma de poder que tiende a fabricar, gestionar y mantener vigilantes, policías, militares, todos para garantizar y conservar el status quo de algunos que poseen -así fuesen propiedades obtenidas por desplazamientos-, esos que necesitan no solamente «una mano de obra», sino además «la mano que haga el trabajo sucio»: el trabajo que va desde limpiar, desherbar, lavar el carro, hasta sacar del camino a quien moleste… Este segundo aspecto encierra un provecho económico que incluso es explotado ya por los mismos paramilitares que han comprendido el poder del dinero conjugado con las armas y el terror.

 

Tanto la política como la economía que se ha ido configurando en este país ha hecho vivir en lo más cotidiano la desaforada fuerza de la vigilancia, de lo policivo, lo militar, lo paramilitar, en la que se ha anudado la complicidad entre un ilegalismo profesional -o una criminalidad específica- y el poder.

 

 

La penalidad en la administración de los ilegalismos

 

Sería preciso suponer que la pri­sión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infracciones, sino más bien a distinguirlas, a distri­buirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quie­nes están dispuestos a transgredir las leyes, sino que tienden a organizar la trasgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos. La penalidad sería entonces una manera de admi­nistrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos y hacer presión sobre otros, de ex­cluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquellos. En suma, la penalidad no «reprimiría» pura y simplemente los ilegalismos; los «diferenciaría», aseguraría su «economía» general. Y si se puede hablar de una justicia de clase no es sólo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirvan a los intereses de una clase, es porque toda la gestión diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte de esos mecanismos de dominación. Hay que reintegrar los cas­tigos legales a su lugar dentro de una estrategia legal de los ilega­lismos [8] .

 

Al conjunto de técnicas de vigilancia y seguridad le es alterna la aplicación generalizada e intensificada del sistema carcelario por la que ha propendido el gobierno colombiano. La ampliación del cubrimiento y el endurecimiento del sistema penal -desde la implementación de nuevas leyes (como aquella de las pequeñas causas) hasta la construcción de más prisiones- es el síntoma de un gobierno ávido de delincuentes, esos que se pondrán a funcionar dentro de una dinámica de control que logrará cubrir campos y calles; pues si la cárcel es la escuela de la delincuencia, el espacio en que se ejercerá dicha profesión está afuera, en campos y calles, promulgando el terror, los asesinatos y el desplazamiento forzado en las zonas rurales [9] , y controlando además todo aquello y a todos aquellos que pasan por las urbes: al de las frutas y verduras, a la que vende minutos de celular, al que cuida los carros, al jíbaro, todos controlados, todos pagando una parcela en la calle para subsistir.

 

(¿Y dónde queda aquel que no está en la cárcel o no ha pasado por ella, aquel que cree estar libre? Pues ese se encierra – ¡eso sí, con un vigilante! – en una finca, en una casa, en un edificio, en una «unidad cerrada», y para el colmo termina siendo informante. Porque en este país la delación paga… pero también se paga por callar… y aun después, el que no calla la paga. He aquí uno de esos enunciados en que la amenaza de la desaparición pesa por todos lados).

 

Una ley como la de las pequeñas causas, haciendo redundar los delitos más comunes, justifica la necesidad de multiplicar y volver más eficientes los sistemas de control jurídicos y policivos que logran descender así a lo más cotidiano. Entre la implementación de una ley como la de las pequeñas causas y el devenir de una ley como la de justicia y paz, más los procesos judiciales de la parapolítica, la lección que queda es que en este país más vale delinquir por lo alto (como el de cuello blanco) y por lo más atroz (como el de la motosierra), que cometer un pequeño delito bien cotidiano. Y eso se puede notar incluso desde la diferencia del confort de las cárceles hasta la ligereza o la pesadez de los procesos; en esto último, casualmente parecen invertirse las cosas: por la ley de las pequeñas causas un gran porcentaje se procesa por preacuerdo dadas las «evidencias contundentes» -como la grabación de una cámara para aquel que roba en un supermercado-, mientras que en la de justicia y paz, los procesos «avanzan» lenta y brumosamente desde hace tres años… Es decir, por lo bajo se aligera y se vuelve más eficaz todo el aparato judicial, mientras por lo alto se trata de bloquearlo, oscurecerlo o desaparecerlo -y dados los evidentes nexos que por ejemplo ha tenido la estrategia paramilitar con el gobierno se puede notar el obstáculo que representa para él toda posible ecuanimidad u objetividad de la justicia (prueba de ello es su conflicto con la corte suprema de justicia).

 

Hasta ahora, lo que ha hecho en Colombia una ley como la de justicia y paz no ha sido tanto la instauración de «la verdad, la justicia y la reparación» respecto a las víctimas, sino la evidente inscripción e institucionalización de un tipo de violencia que no sólo ha estado en el discurso político de los gobernantes, sino que ha sido parte de su política misma. Y es que no habría que hablar de «la penetración de lo paramilitar en la institución política»; lo paramilitar es un producto de cierta política de algunos gobernantes. Ya no cabe duda de que el paramilitarismo ha sido el producto de una estrategia de cierto sector de aquellos que, en las últimas décadas, han gobernado el país; pero son además un instrumento y un engranaje dentro de lo que se ha elaborado como forma de control social que ha servido para coactar -o a la manera de decir de algunos, para «persuadir»-, desterrar y eliminar determinados sectores sociales y/o actores políticos.

 

 

Apostilla

 

Se ha pretendido manifestar aquí el proceso mediante el cual un Estado ha ganado su tan proclamada institucionalidad a través del control de los ilegalismos. Lograr controlar y administrar los ilegalismos es lo que ha hecho que exista cierta legalidad o institucionalidad. Y es aquí donde efectivamente se le puede dar la razón a un gobierno y su séquito cuando se ampara y se aferra en la institucionalidad, que supuestamente la otorga la democracia -esa que se logra con la llamada parapolítica, la de los votos comprados, el genocidio y el terror- y la opinión pública -fabricada por los medios de comunicación [10] -, que en realidad no se obtienen a la manera de esos baluartes ideales de la política moderna, sino precisamente por el control de los ilegalismos -que son los que precisamente van a permitir la configuración de un mapa político que luego será confirmado por cierta democracia.

 

En el proceso de la administración de los ilegalismos, las funciones más generales del Estado colombiano poco a poco han sido acaparadas por la gestión exclusiva de problemas como la guerra y el tráfico de drogas mediante un Plan y una Política de Seguridad a los que le son irrefutablemente necesarios elementos como el narcotráfico y el «terrorismo». Pero al mismo tiempo, ya en el marco de la aplicación de políticas neoliberales, puede notarse cómo el Estado se ha ido liberando, poco a poco, de sus funciones públicas y sociales para irse quedando, finalmente, con la gestión de los ilegalismos. Y es que el Estado se va empleando cada vez menos en gestionar ciertos servicios públicos para ocuparse, de un modo más fácil e instantáneo, en vender o cerrar un hospital, o en licenciar, liquidar (hasta en el sentido más literal) a un trabajador, máxime si éste está sindicalizado.

 

Pero en este clima en el que un Estado ha fortalecido su institucionalidad gracias a sus nexos con el ilegalismo de la delincuencia, lo que se busca no es la reivindicación de la lucha social de los delincuentes que han logrado permear, e incluso dominar, al establecimiento oficial -ni tampoco se pretende heroizarlos o mitificarlos, al modo de lo que aconteció con Pablo Escobar-, sino el develamiento de sus vínculos con la legalidad del Estado, y a partir de ahí, entrever la necesidad de la reestructuración política de los ilegalismos populares, es decir, el reestablecimiento de aquel preámbulo en el que el delito se constituye en un instrumento político para el cambio.

 

«Sin el delito que despierta en nosotros multitud de sentimientos adormecidos y de pasiones medio extinguidas, permaneceríamos mucho más tiempo en el desorden, es decir, en la atonía… El veneno, el incendio y a veces incluso la rebelión, son testimonio de las ardientes miserias de la condición social» [11] .

 

El asunto es que, en un gobierno que ya se ha acostumbrado a gobernar desde y bajo la ilegalidad, el caos y el escándalo, a los ilegalismos populares, antes que reestructurarse, les ha tocado además pelearle al Estado el uso difuminado y generalizado de ese instrumento que se denomina «delito», ese instrumento que, como ya lo hemos visto, ha tenido para la institución provechos tanto políticos como económicos.

 

Sólo una ficción de la legalidad -ese cuento que han venido echándonos- podría hacernos creer que nos hemos inscrito de una vez por todas a la «institución» que nos gobierna. Y quizás esa ficción se inscriba en otra más «potente» y globalizada que ha dispuesto para Colombia una ayuda económica y militar que cubre y sostiene el desenfreno de los intereses de otro país. Pero para ello serían necesarios otros análisis; por el momento dejamos la palabra a quien ya ha planteado el asunto:

 

«Al definir al ‘Estado ilegal’ pasa lo mismo que con la mayoría de los términos del discurso político. Sucede igual con ‘propaganda’, que varía si es propia o del enemigo. En Israel se inventó una nueva palabra. Mala ‘propaganda’ es la del enemigo, la propia se traduce como ‘explicación’ y se asume que es cierta. Lo mismo sucede con ‘Estado ilegal’. Por un lado es un enemigo oficial de los Estados Unidos; Cuba, por ejemplo. Pero si tomamos la definición -un Estado que rechaza sus obligaciones internacionales, que actúa unilateralmente, que se abre paso violentamente- Estados Unidos es el ‘Estado ilegal’, por ser de lejos el país más poderoso y extremo en la ley internacional, en su rechazo de las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La posición oficial es que Estados Unidos no está limitado por convenciones internacionales…

 

Colombia ha recibido más ayuda militar estadounidense que ningún otro país del hemisferio. Hay que recordar que sustancialmente, aunque no totalmente, la ayuda va a la gente que perpetra las atrocidades. El Departamento de Estado acepta que los militares les subcontraten sus atrocidades a sus socios paramilitares. En 1999, mientras todos hablaban de la intervención humanitaria en Kosovo, mientras los Estados Unidos era partícipe de enormes atrocidades dentro de OTAN, trasladaba su participación en atrocidades aún mayores en Colombia… Hay una política muy definida de intervenir y sostener atrocidades cuando es en apoyo de nuestros intereses» [12] .



[1] Esta expresión es utilizada por Foucault, en particular respecto al caso de la prisión que, en su devenir histórico y social, se ha mostrado, no como el lugar apto para la corrección y disciplinarización de los individuos, sino como el medio propicio para el desarrollo y el control de la delincuencia. Ver el capítulo «Ilegalismos y delincuencia» de Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, pp. 261-299.

[2] Foucault, M. Vigilar y castigar, op. cit., p. 278-280.

[3] Caotizar: esto es, hacer aparecer los ilegalismos populares como meros actos de vandalismo y no como movimientos y estructuras de carácter político. Por ejemplo: frente al desencadenamiento de una revuelta popular -como la del Bogotazo, que incluso estaba alcanzando ya la estructura militar del país-, se opta por liberar a los prisioneros de las cárceles para hacer que dicha revuelta se caotice y aparezca como un simple acto de barbarie y no prosiga así un espíritu generalizado de «revolución».

[4] Es de notar el modo en que, en Colombia, el gobierno se ha empeñado en amalgamar los grupos subversivos con la población civil de los diferentes movimientos sociales, señalando que, tras el conflicto armado con la insurgencia, la principal ventaja militar de ésta son los vínculos -en forma de complicidad u ocultamiento- que mantiene con esa población civil. Ya a comienzos de los años 80, el entonces ministro de defensa, el General Landazábal Reyes, había emitido el siguiente enunciado: «Si la guerrilla se mueve entre el pueblo como el pez en el agua… hay que quitarle el agua al pez». La idea de asociar la criminalidad, o lo que ahora ponen a proliferar bajo el nombre de «terrorismo», no sólo con el tipo de sujeto subversivo, sino además con lo que supuestamente serían sus bases -los movimientos sociales- ha producido la bien provechosa polarización de la sociedad, negando la multiplicidad de los actores políticos, estigmatizándolos y borrándolos de la escena pública y terrenal, tal y como ocurre además en el manejo de los medios de comunicación imperantes donde sólo se escucha el orden y la orden de un discurso .

[5] Ibíd., p. 282.

[6] Esta expresión es de Gabriel Tarde, sociólogo francés de finales del siglo XIX, y es utilizada por el filósofo italiano Maurizio Lazzarato para explicar cómo se controla la opinión dentro del objeto social denominado «público». Ver Lazzarato, M. «Biopolítica y control de la opinión pública» en La filosofía de la diferencia y el pensamiento menor, Bogotá, Fundación Comunidad-Iesco, 2007, p. 114.

[7] Traducción de un texto anónimo aparecido en la revista francesa Lignes, Nº 33, marzo de 1998, p. 182-183.

[8] Foucault, M. Vigilar y castigar, op. cit., pp. 277-278.

[9] A diferencia de las cruzadas cristianas que a su paso iban sembrando de iglesias la tierra reconquistada, las cruzadas de este país, con mecanismos igual de atroces o quizás aun más, van sembrando a su paso palma africana, hatos de ganado… esas empresas que hacen de esta tierra «un país de propietarios».

[10] Podríamos decir que la «información» o la «comunicación» que pasa por nuestros medios -que por cierto no son «nuestros»- no es ni una cosa ni otra; en realidad, estos no han hecho más que fabricar y realizar una opinión pública, homogeneizándola, codificándola, poniendo cerebros a colaborar.

[11] Foucault citando un extracto de la revista La phalange del 10 de enero de 1837, en Vigilar y castigar, op. cit., p. 296.

[12] Chomsky, Noam. El control de nuestras vidas, entrevista «EE.UU. es el Estado ilegal por antonomasia». Cali: Fica (Fundación para la Investigación y la Cultura), 2002, pp. 82-86.