Según parece, después de Japón España es el país con la tasa más alta de esperanza de vida. Dato que paradójicamente está empezando a dar problemas a los depredadores del marco neoliberal y especialmente a los de la sociedad española. El incremento de ancianos longevos en este país alarma a los necios del sistema. Me […]
El caso es que, pese a quien pese, España alberga una enorme nómina de longevos que debiera enorgullecernos cuando en numerosos países del orbe no se alcanza la cincuentena. Pero está visto que alcanzar los 80 años ha dejado de ser un honor. O sigue siéndolo, pero ultrajado por esos y esas que maldicen la ancianidad por lo que sea, sin pensar que también ellos y ellas desean llegar a viejos aunque no lo merecen y sí en cambio por malnacidos merecen el infierno de los injustos…
Yo soy anciano. Tengo 80 años. Y puedo atestiguar que la ancianidad es un privilegio doble que vale la pena vivirse y que, naturalmente, no se puede disfrutar sin llegar a ellos. Porque pese a la alta esperanza de vida entre nosotros, el hecho de llegar a la vejez por sí solo lo es. Y porque a condición de no tener muy quebrantada la salud, lo primero que descubre el anciano es que poco a poco ha ido desapareciendo en él la idea angustiosa de la muerte que le ha asaltado a lo largo de su vida por cualquier motivo, en la medida que ha ido perdiendo la capacidad de asombro. Es más, el anciano termina encariñado con la idea de la muerte. Pues en ella ve una liberación de las tribulaciones de la vida: aun la más grata. Y por otro lado, ha cedido ya el deseo, tanto de lo material como de lo inmaterial. Al menos el deseo de lo que razonablemente no es deseable bien porque es imposible conseguirlo, bien porque es absolutamente enfermizo. (La ambición desmedida de poder y la codicia que en otro caso atacan a algunos ancianos generalmente varones, en lugar de hacerles más placentera la vida se la hace más insoportable que al anciano común).
Así es que, desaparecidos el miedo a la muerte y el deseo causante de sinsabores y desgracias, ya está el anciano en condiciones de encontrarse con dos valores inestimables: la esperanza y la confianza. La esperanza en una vida ultraterrena cuya forma y naturaleza no vale la pena esforzarse inútilmente en descifrar pero en todo caso feliz, y, en otro caso, la confianza en la nada en cuyo caso nada tiene uno que perder. Esas dos alternativas disipan en el anciano la angustia de la muerte y la incertidumbre del después, potenciadas por algunas religiones, unas veces, por el nihilismo que lleva al espanto ante el vacío, otras, por la ignorancia del saber a medias, otras, o por la «ignorancia» extraña, en fin, que encierra el mucho saber: cuatro generadores de pavor y de angustia, mil veces más perturbador es para el espíritu que la ignorancia absoluta del ser vivo que no ha sido todavía amaestrado…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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