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Respuesta a Olafo Montalbán

La bancarrota del bipartidismo y la suerte de la revolución social en Colombia

Fuentes: Rebelión

¿Cuál es el problema del sistema político colombiano? Creemos que la guerra es el talón de Aquiles del sistema. Si seguimos el análisis desde la reforma constitucional de 1991 veremos una particularidad fundamental: la Constitución que buscó refundar un orden a favor del bipartidismo se vio enfrentada a un reto que no pudo solucionar: la […]

¿Cuál es el problema del sistema político colombiano? Creemos que la guerra es el talón de Aquiles del sistema. Si seguimos el análisis desde la reforma constitucional de 1991 veremos una particularidad fundamental: la Constitución que buscó refundar un orden a favor del bipartidismo se vio enfrentada a un reto que no pudo solucionar: la subjetividad del trabajo social había cambiado radicalmente hasta alcanzar la guerra civil. Ahora las luchas del trabajo, legales y extralegales, habían potenciado su independencia del capital. El sistema político tuvo que reconocer, incluso con la guerra, que la representación política de los partidos Liberal y Conservador había caducado. Si se observa detalladamente estos 15 años forzosamente se advierte un hecho: el bipartidismo se ha convertido en un estorbo. Sólo que tal conclusión tiene una profundidad histórica que no es fácil visualizar: las clases dominantes se alinearon alrededor de los dos partidos luego de la muerte de Simón Bolívar y la disolución de Colombia. Por eso es que la crisis orgánica del orden se nos presenta con la posibilidad de la revolución social. Porque lo cierto es que el sistema político colombiano se ha reproducido contando con los dos partidos como hegemónicos. ¿Qué pasa cuando los dos partidos más oligárquicos de América Latina demuestran que no pueden ganar solos la presidencia de la República? ¿Podrán seguir gobernando cuando los mismos partidos han naufragado estrepitosamente en el campo de batalla? Sin embargo, el que estén en retirada no significa que han dejado de existir: a los partidos ahora le suceden los políticos. La crisis se manifiesta por la acción de múltiples formas de lucha, activas o pasivas, y ellos, los que gobiernan, son conscientes de que de ésta no se levantan. La agonía durará unos años más. Por lo cual las luchas proletarias deben continuar con más fuerza. El reto es buscar nuevas formas de subversión que solucionen la guerra a su favor. Esto sólo se ganará con democracia. ¡Astucia, astucia y más astucia!

Sabemos también que los partidos políticos son asociaciones de representación. Es justamente la representación política lo que ha caído en desgracia. La cauda electoral del bipartidismo se ha visto forzada a enfrentarse con la independencia partidista: fundan partidos o movimientos siendo que son liberales o conservadores; cambian de nombre y se llaman radicales o sociales; anuncian la finalización de la guerra y el arribo del maná divino. No más veamos lo que pasa con la farsa sangrienta de la reelección presidencial: el movimiento patria nueva que encabeza la propuesta de reelección no es tan nueva: al frente está Julio César Turbay Ayala, tal vez el más clientelista y corrupto de los expresidentes sinvergüenzas que ha tenido este país. Porque en periodos de gran crisis histórica, como bien enseña Marx en El 18 brumario de Luís Bonaparte, los más conservadores se visten con las prendas más revolucionarias. Si estamos políticamente con las tendencias bonapartistas anotadas, la crisis del orden se manifiesta en el pilar de la dominación: el régimen presidencial. ¿Por qué reelegir a un mediocre que con su accionar político violenta el código penal? ¿Por qué contar con él otros cuatro años si es y ha sido un defensor público de familiares y amigos mafiosos? A lo mejor porque también él es un criminal. Pensamos que la reelección se impone por un hecho contundente: ante la crisis de representación política el establecimiento oligárquico no cuenta con otra figura que encarne un programa de seguridad burguesa. La seguridad de la estructura hacendataria. No puede haber sistema político colombiano sin la soberanía del presidente. Él es quien gobierna el sistema y más cuando urge darle seguridad a los negocios. Pero para llegar a tal posición debe sortear un reto: el sistema electoral y el sistema de partidos le son funcionales si y sólo si los votantes se reclaman liberales o conservadores. O últimamente «suprapartidistas». El nervio político está en que los gobernantes no pueden seguir gobernando como antes. Ellos cada vez más deben de recurrir a lo social autovalorizado.

En el campo militar sucede otro tanto: con el Plan Patriota la guerra ya no la gana el Estado colombiano: requiere del apoyo financiero, logístico y tecnológico del Imperio para no perderla. Pero el Imperio no es sólo la Casa Blanca. Es todo el capital colectivo del sistema global capitalista. No creemos ir contra la corriente al reconocer que la guerra civil en Colombia hace parte de las guerras justas del sistema imperial. Así pues, cuando la representación política del capital ha hecho metástasis el sistema recurre a la guerra para seguir dominando. La guerra cumple la tarea de reproducir el sistema político tanto nacional como globalmente. Con todo, para la izquierda revolucionaria se ha abierto una posibilidad única: el trabajo vivo se ha reconocido como independiente del capital. No decimos imperialismo porque en el orden global la función de los Estados ha perdido centralidad y autonomía: los Estados en sus territorios no deciden la suerte del trabajo social. Salta pues el problema de la soberanía: los Estados no son soberanos: hay un orden más allá del ellos. Un sistema político imperial. Una cosa es el Estado y muy otra el sistema político. Por lo cual, tampoco creemos que sea el nacionalismo un buen consejo. No puede ser nacionalista ningún movimiento social: hay que pensar y actuar en la globalidad. Será aplastada toda insurrección o revolución que tenga por objetivo el poder del Estado. Lo nacional es un límite al trabajo viviente. Pensemos un momento: las fronteras fueron creadas por los gobernantes del Estado; los límites patrios fueron una suerte de espacio para la acumulación originaria del capital y también para la producción y reproducción del mismo. Pero el capital ha aprendido a ser global. El trabajo tiene que reconocer ese dato siendo también global. Ni Marx ni Engels abogaban por nacionalismos. ¿Luego no decían: «¡Proletarios de todos los países uníos!»?

En ese sentido la cuestión del socialismo no está en el orden del día. ¿Para qué socialismo si el capital sabe ser socialista? ¿No encontramos en el Marx de los Grundrisse análisis al modo de producción tecnológico en tanto capital social? Socialismo no, comunismo sí. El socialismo es el capital reformado; el comunismo es el procedimiento para la destrucción del antagonismo entre el capital y el trabajo. El antagonismo no se reforma: se combate, se elimina. Socialismo no, democracia sí. La democracia, acaso la palabra más prostituida en los últimos cinco siglos, es el objetivo de la lucha proletaria contra el capital colectivo. En la guerra imperial la respuesta está en la democracia absoluta por parte de las multitudes. Democracia como revolución, como expresión de las muchas diferencias, como constitución de lo común. Si lo burgués es unicidad, según entendimiento de Hegel, lo común es pluralidad y diferenciación, como en Marx. No al nacionalismo en tanto trampa de lo burgués. Pero sí al internacionalismo de las luchas proletarias siempre y cuando sean en el orden global imperial y no por fuera de él. Por fuera la derrota es lo que les espera. Al antagonismo hay que enfrentarlo de modo directo con democracia y más democracia. Se requiere estar dentro del sistema imperial, jamás por fuera de él.

Por todo lo anterior consideramos que Lenin hoy es más actual: a la guerra le debe seguir la revolución.

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