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Derechos y coherencias de una transición. Apuntes (5)

La banda de los 13 mil

Fuentes: Rebelión

Quizá estemos ante uno de los capítulos más importantes en la lucha por los derechos humanos y la paz con justicia en Colombia. *** «…el señor Fiscal General de la Nación ha venido recibiendo miles de procesos, miles de informaciones que han dado todos los paramilitares que han venido dando sus testimonios sobre muchísimos empresarios, […]

Quizá estemos ante uno de los capítulos más importantes en la lucha por los derechos humanos y la paz con justicia en Colombia.

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«…el señor Fiscal General de la Nación ha venido recibiendo miles de procesos, miles de informaciones que han dado todos los paramilitares que han venido dando sus testimonios sobre muchísimos empresarios, muchísimos ganaderos, muchísimos colombianos de muchas empresas nacionales y extranjeras que ayudaron a financiar el conflicto (…) Si dejamos eso abierto y solamente cerramos el capítulo de Farc y militares pues vamos a ver durante los próximos 5, 10, 15 años a la justicia llamando uno por uno a cada uno de estos empresarios, a cada uno de esos ganaderos, a cada uno de esos bananeros, a cada uno de esas empresas que han sido señaladas -con pruebas en muchos casos- de haber participado del conflicto (…) Qué haría un ganadero que financió unos paramilitares. Pues ir y decir: ‘eso es cierto, yo di esta plata y yo estoy dispuesto a decir la verdad, ya sea con verdad y reparación por ejemplo. Y yo voy a dar la plata para reparar el daño que causé’ Queda totalmente limpio con la justicia y así podemos cerrar el capítulo completo… cuando uno ve y hablando con el Fiscal hay más de 13 mil procesos iniciados o por iniciar contra los llamados ‘no combatientes’ y eso para la justicia, para la impunidad y para el país pues tiene un costo altísimo si lo dejamos así, abierto, a que cada uno de estos procesos prospere (Palabras del Presidente Juan Manuel Santos el 18 de febrero de 2015 en la conmemoración de los 24 años de Bancóldex. Cfr. http://wp.presidencia.gov.co).

13 mil puede ser apenas la punta del iceberg. Pero quedemos en que al menos es esa cantidad la de «procesos iniciados o por iniciar».

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1. El debate acerca de la «justicia transicional»

El ex presidente y ex secretario de la OEA César Gaviria desencadenó con su propuesta una performance muy inteligente, propia de una diestra y siniestra clase política que planea y representa sus escenarios con provocación e intención.

Junto a otras voces del poder dominante que se le suman, indicó una ruta de impunidad, metiendo a todos en el mismo bulto. Para ello usa inapropiadamente no sólo el concepto de «sociedad civil», sino, más grave aún, el término «no combatientes», trasladando arteramente con éste, del derecho penal al derecho humanitario, la responsabilidad de unos criminales de «cuello blanco», que ni son combatientes ni tampoco «no combatientes», sino unos delincuentes que hallaron en el conflicto armado nada más que el ambiente propicio para hacer negocios a base de sangre y dolor.

Ahora bien, con ello el expresidente tuvo forzosamente que reconocer que existe una responsabilidad más allá del autor material de un crimen. Que detrás de quien dispara, desaparece o tortura para defender con su misión el status quo, está esa minoría de miles de «pudientes» que se ha beneficiado de la acción del sicario.

Gaviria y los ecos que le secundan con interés en esa iniciativa, se refieren a actores económicos, políticos, ideólogos y funcionarios judiciales, buscando para ellos y para personas VIP como Uribe y él mismo, los suficientes blindajes legales a fin de no ser penalizados. Lo que quiso ser una foto de otros, y un aprovechamiento de rebajas en la feria del conflicto y su resolución, terminó siendo por fuerza de la realidad un «selfie» de muchas caras: las de evasivos máximos responsables, en los que hay que contar, insisto, según recoge Gaviria de la realidad, a miembros de las instituciones que estaban encargadas de hacer «justicia». Esto traduce en parte algo ya evidente: «aclaración no pedida, confesión manifiesta». Ya no puede haber vuelta atrás en esto: ¿cómo se puede hablar de que la «justicia colombiana» es idónea para conocer de crímenes internacionales, al estar gran parte incursa en graves delitos y en hechos de corrupción? (ver http://www.eltiempo.com/politica/justicia/corrupcion-en-la-corte-constitucional-analisis-de-las-consecuencias/15321875, sobre el último escándalo de tráfico de decisiones judiciales).

En la siguiente semana al escrito de Gaviria, arribó a Colombia el ex secretario de la ONU Kofi Annan, quien luego fue a La Habana, sede de los diálogos de paz. Al lado de analistas de la justicia transicional y en reuniones con sectores políticos y de opinión, recalcó en Bogotá elementos ya conocidos relativos a los derechos de las víctimas, a la verdad, a la reparación, a la justicia y a las garantías de no repetición (ver: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=196009&titular=la-paz-de-colombia-y-la-desafortunada-rueda-de-prensa-de-kofi-annan-en-la-).

Del cúmulo de intervenciones oficiales en esos días de «debate nacional» en torno al tema, entre ellas las del Presidente Santos y del Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, se desprenden algunas verdades que nos aproximan a la cuestión fundamental, anticipada como el meollo o núcleo del problema de la (in)justicia y la paz en el caso colombiano.

2. Aprendiendo de otros

Si bien debe trabajarse por un modelo nacional, por una solución política propia en materia de «justicia transicional», rechazando que se nos impongan maquetas externas fundadas en lineamientos que aíslan dicha «justicia» de la necesaria transición democrática que se demanda en otras dimensiones, no obstante esa prevención ante algunas experticias o implantes, sí es cierto que determinados principios de derecho sustantivo del orden internacional deben ser tomados en cuenta, por el valor que representan en favor de los derechos de los pueblos y de su memoria histórica, y quizá sólo por eso. También para ello deben considerarse los fracasos o limitaciones de experiencias que se nos quieren vender como ejemplares, sin serlo. Ninguna encaja plenamente en Colombia y ninguna deja de decirnos algo importante sobre lo que no podemos repetir en términos de error. Para eso sirve el estudio de muchas comisiones de la verdad, así como de derroteros referidos a las vías de justicia, reparación y no repetición: para avanzar, no para retroceder copiando.

Si bien tenemos que aprender del caso de Argentina, que fue importante por el signo de la prisión para algunos genocidas, es más útil o interesante fijarnos en la necesidad de buscar más verdad, como allí hizo falta, sobre quiénes auspiciaron y se beneficiaron de sus crímenes. Y tendremos que aprender del caso surafricano, donde no sólo se trataba de una lucha contra el apartheid, sino contra un sistema de injusticia más sofisticado, y que a la verdad, siendo como fue allí más develada que en otras latitudes de conflicto, le hizo falta más sanción, más castigo, no sólo en términos de juicio certero contra los responsables, sino remoción efectiva de ignominiosos privilegios que hoy comparten círculos de blancos y negros. Suráfrica sigue siendo un país con hambre, con derechos sociales y económicos burlados para amplias mayorías.

Si en un caso como el argentino el acento estuvo en la mirada a los «perpetradores» y su «procesamiento», y en el surafricano en las «víctimas» y su demanda de «esclarecimiento», al menos retóricamente; y si otros ensayos lo que han hecho es oscilar entre esos dos «conceptos», el caso de Colombia nos pone de presente un camino arduo y nuevo, que nuestra realidad más apabullante clama como principio de solución. Y ella es posible sólo si se asume y encara por el Establecimiento su responsabilidad en el pa-ra-mi-li-ta-ris-mo.

3. El distintivo nacional

En el proceso de salida política pactada y en el sistema de balanzas que es la llamada «justicia transicional», puede o debe haber otra negociación (una resolución dentro de otra), que tiene como objeto no ya la desmovilización de los rebeldes, sino, para el otro lado, la desmovilización previa de los contra-rebeldes y con ello la remoción paulatina de apenas una parte de las causas de injusticia e inequidad que dieron origen a la confrontación. Por eso debe vincularse la mirada de justicia social en general a la de la justicia en relación con hechos y estrategias (para)militares. Ahí está gran parte del pasado y el presente. Y es donde está incubado el futuro.

Dicho planteamiento es más concreto: los perpetradores del paramilitarismo en sus diversas facetas, lo son no sólo de una estrategia de por sí criminal, rechazada en el derecho internacional de los derechos humanos y de los conflictos armados al violar en sí misma principios esenciales de la regulación de la contienda bélica, sino autores y cómplices de una empresa criminal común, de unos aparatos organizados de poder, de unas cadenas de órdenes y beneficios, que llevaron a cabo una sistemática, masiva, deliberada, planificada y protegida secuencia de lógica económico-política probada en el saqueo, el despojo, el pillaje, la rapiña e implementación de proyectos de depredación múltiple.

El propio Alto Comisionado de Paz, Dr. Jaramillo, lo reconoció públicamente en Bogotá el miércoles 25 de febrero de 2015: es absurdo negar que el paramilitarismo ha existido y desconocer la violencia que entraña.

La cuestión está en que dicho fenómeno ha vivido un eficiente reciclaje y empoderamiento en diferentes niveles, lo que ha sido demostrado no sólo en el continuum de sufrimiento por centenares de comunidades a lo largo y ancho del país, sino en la desconcertante conclusión negacionista de funcionarios del actual Gobierno, que siguen afirmando, contra toda evidencia, que ya no se presentan nuevas arremetidas paramilitares de la mano diligente de las fuerzas armadas oficiales o prevalidas de la «omisión» eficiente de estructuras militares en los territorios codiciados. Con esa posición, está lejos de ser reconocido entonces el verdadero problema que el paramilitarismo supone, y remota está todavía la declaración de responsabilidad acerca del aseguramiento estructural de los dividendos de décadas de su triunfante trayectoria.

Desde esa comprobación de otro ciclo de complicidad, está lejos también al parecer la asunción de medidas para impedir en el presente que el paramilitarismo embista contra el proceso de paz. Una simple ojeada al posicionamiento nacional y regional permite concluir que se prepara no sólo para nuevos asaltos sino para acometer la tarea de atentar sostenidamente con alto potencial contra los acuerdos que se deriven de las conversaciones de La Habana. Ya Uribe Vélez, cabeza de esa estrategia, lo avisó con disimulo al ex senador Leyva: «Suponemos que el Gobierno está enterado de la creación de grupos de justicia privada en varias regiones» (carta del 9/11/2014).

El ex provincial de los Jesuitas en Colombia, conocido analista del conflicto, Francisco de Roux, señaló hace unos meses: «cómo se va a encontrar la manera de que los empresarios y la clase dominante acepten los cambios estructurales que se necesitan para construir una paz duradera / Eso implica convencer de los beneficios de firmar la paz a quienes él llama la ‘extrema extrema derecha’ del país, que «continuamente piensan ‘déjenlos, déjenlos que firmen y vengan que acá los matamos'» («Las preocupaciones de ‘Pacho’ de Roux sobre la paz». En www.reconciliacioncolombia.com). El hoy parlamentario de izquierda Alirio Uribe expresó: «Lo digo eufemísticamente, esperamos que no nos maten en paz, es decir que mañana haya teóricamente paz, pero que las formas de violencia se mantengan intactas» (Cfr. En www.kienyke.com).

Si eso es así; si la verdad inocultable, no ya del pasado sino del presente, es la que nos revela un accionar impune en lo sustantivo de la estrategia, hoy algo dormida en unas áreas pero latente con su instalada capacidad mortífera, no hay más camino coherente para el Gobierno Santos que cumplir lo pactado como obligación en la agenda de La Habana.

4. Médula en el eje de lo firmado

Nos referimos al Punto 3 (Fin del conflicto), sub-puntos 4 a 7, parte de la verdadera matriz implícita de justicia transicional:

«(4) En forma paralela el Gobierno Nacional intensificará el combate para acabar con las organizaciones criminales y sus redes de apoyo, incluyendo la lucha contra la corrupción y la impunidad, en particular contra cualquier organización responsable de homicidios y masacre o que atente contra defensores de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos / (5) El Gobierno Nacional revisará y hará las reformas y los ajustes institucionales necesarios para hacer frente a los retos de la construcción de la paz / (6) Garantías de seguridad / (7) En el marco de lo establecido en el Punto 5 (Víctimas) de este acuerdo se esclarecerá, entre otros, el fenómeno del paramilitarismo».

El presidente Santos ha dicho rotundamente que ni el modelo económico ni las fuerzas militares son negociables. Pero firmó su Gobierno ese trascendental compromiso consignado en esos sub-puntos transcritos, que, digámoslo sin tabús, son decididamente la vía más eficaz que quedó pactada, para revelar y afrontar el carácter criminal de una violencia sistémica incompatible con la paz social más básica, al hacer parte no de rasgos secundarios sino de la esencia de la administración y dirección económico-política del país.

Es muy probable que sea por esa razón que el Gobierno y sobre todo el ministro de defensa, Pinzón, elude sus responsabilidades directas, deducidas de la ley que juró obedecer y de la agenda de conversaciones que no comparte, al dejar de enfrentar con contundencia al paramilitarismo y romper los vínculos que existen con la fuerza pública, quedando en entredicho hoy que quiera combatir ese monstruo que enmascara un medio eficaz en la guerra sucia, pues siguen ocurriendo impunemente sus crímenes en las propias narices de unas fuerzas institucionales que se ufanan de tener control territorial en toda la geografía nacional.

Por supuesto que los efectos del paramilitarismo en Colombia no son sólo de control violento (los que debería por definición de su función ministerial, atacar Pinzón, de clara ineptitud o incompetencia para ello junto al grueso de sus tropas); son ya estructurales más allá de la coacción de turno; indisociables del narcotráfico y de otros circuitos y actividades empresariales legales objeto de protección, que rodean y permean a grupos políticos de la derecha y del centro que han camuflado, normalizado o validado a sus vez las ganancias y racionalidades paramilitares sin las cuales no hubiera sido posible arribar al actual estadio, desde el que se dictan dos líneas: la necesidad de acabar de una vez con la guerrilla, «a las buenas» mediante una «paz barata», o «a las malas»; y, para sí, un mayor blindaje de los derechos de esa exitosa nueva clase social, que incluya garantías de definitiva impunidad e inmunidad de la propiedad privada obtenida.

Eso es lo que no han afectado ni podrán alcanzar las leyes de Santos referidas a víctimas y restitución, de escasísimos o lánguidos resultados, apenas para una ínfima parte de la población victimizada, mientras una contra-agenda legislativa y portafolios de negocios salvaguardan los intereses dominantes causantes del desplazamiento y otras estrategias impunes de violencia y despojo brutal.

5. La vergüenza de un país

Sea éste el momento de mencionar una dimensión «cultural-espiritual» que el paramilitarismo acrecentó y atravesó en toda Colombia, signada por múltiples violencias directas o materiales y también mediatas y simbólicas, con una cara tenebrosa y oscura propia del hampa gris, pero también con un imagen pública ampliamente dispensada, tejida por esa convergencia inter-clasista en el ámbito de un nuevo conglomerado social, exitoso por quedar impune del experimento de casos puntuales que descubrieron apenas un poco el armazón paramilitar en los últimos años.

Se trata de una variopinta composición social no de 13 mil sino de cientos de miles de seres y su correspondiente producción de relaciones sociales, que comparten contenidos contra-insurgentes de fondo. Una gran masa que interiorizó, forjó y aprobó ideas de enriquecimiento y competencia como «sobrevivencia» del más fuerte, justificando para ello cualquier medio.

Es la gran «capa» más allá de capos y «capitos» y sus respectivos enjambres. Su común denominador son los métodos transversales para acabar con ese «enemigo» insurgente, contagiados los logros anti-guerrilleros en la diversidad de franjas o estratos. Esa «clase-mosaico» maneja en todos sus niveles una verdadera «lavandería» del usufructo político y económico, por supuesto siendo más fuerte o de mayor peso el resorte decisor entre más se ascienda en esa pirámide. No es sólo un hallazgo sociológico, sino una configuración con relevancia en posibles intervenciones jurídico-políticas y en la demanda de compromisos y transformaciones básicas en pos de bienes públicos o comunes.

Siendo cultural la problemática, requiere por eso, en la perspectiva de sanación, memoria y liberación tácitas en los derechos de las víctimas, que se hable con fundamento, y sin ambages, de esa tragedia colectiva y existencial.

Tal precipicio no sabría cómo transmitirlo y abreviarlo.

Dentro de muchas experiencias constatables y sus insignias, como fueron los hornos en la retentiva del horror nazi (hornos para quemar personas, que también usaron los paramilitares en Colombia), o los «cortes de franela o corbata» en la pupila de la llamada época de La Violencia colombiana en los años 50 principalmente, hay que hacer frente con coraje, lucidez y objetividad a esos emblemas o escudos que recalcan las divisas del paramilitarismo en Colombia, como recurso del terror del Establecimiento. Unas veces fue el «sombrero vueltiao», usado como su distintivo, o la motosierra, empleada en la denuncia gráfica de sus atrocidades, pues fue efectivamente utilizada para mutilar seres humanos (no se olvide el caso de Trujillo – Valle, en 1990, sobre el cual tendría que dar cuenta el entonces general Manuel Bonnet Locarno).

Esta vez entre la saturación de imágenes que taponan, deben enseñarse sus cifras de capital, sus rentas o los réditos de esa violencia inducida con el paramilitarismo como herramienta selectiva en la competencia económica y política, pero también en otro plano la miseria moral plasmada en la extensión de su resultado formativo de sensibilidades y pensamiento, tras el enquistamiento cultural o la vulgaridad cotidiana que captó y fomentó.

Con profundo respeto tengo que resumir de alguna manera la vergüenza posible con una dura parábola que no es ficción. Es la de un hilo que va de un hecho a otro, en un testimonio vertido a quien esto escribe, que impone un cierto deber moral de manifestarla así de crudamente: el mismo dinero de quienes pagaron a asesinos que tajaron senos y vientres de campesinas acusadas de guerrilleras, paga ahora la plástica de la «cultura» de «sin tetas no hay paraíso» o la (des)figuración de otros tratamientos estéticos que nos enrostran éticas de cinismo en las páginas y fotos del jet set. Ese es un modo de nombrar nuestro quiebre y nuestro quebranto colectivo. Pues más allá de casos está el país, millones de personas, que primero miraron para otro lado cuando cercenaban cuerpos, y luego se sentaron frente al televisor para ver la telenovela de exportación. Esa realidad ya no es predicable entonces de unos cuantos capos-paras. Basta coincidir en algún lugar público de concurrencia de políticos y empresarios o en un vuelo a Madrid o Miami desde Bogotá o Medellín para comprobar esos valores (pre)dominantes que conjugan con pasarelas, golf, fútbol y variedades. A ese tipo de neofascismo ha llegado Colombia, habiendo sido esencial en sus pliegues el papel de unos medios de comunicación que mentalizaron a favor de la guerra, la banalidad y la indolencia ¿A ver cuántos periodistas, «creativos», directores de medios y conductores de noticias están en la banda de los 13 mil? Seguramente ninguno. Se han podido mimetizar en la libertad de empresa que envenenó el derecho a la opinión.

Es una sumisión efectivamente colectiva, no exclusiva de la Colombia en guerra sino que encaja en la simulación global del capitalismo como hegemonía sobre las «almas», que se patenta en este país tanto en los imaginarios arraigados y alienantes de quien apretó y aprieta el gatillo o porta hoy la pistola, presuntuoso de sus acumulados materiales pero escondiendo su origen, como en el refinamiento aparente y la burbuja del financiador, patrocinador o cómplice de alto grado que sólo podría asomar algo de arrepentimiento si un Estado decente le instara contundentemente a ello, requiriéndole verdad, reparación y desmovilización integrales.

6. Una batalla definitiva

Al pensar en esa idea de arrepentimiento del paramilitar de cuello blanco, no me refiero ilusamente al expresidente o senador Uribe, benefactor-beneficiario y cúspide del paramilitarismo, ni a otros semejantes a él, como el ex fiscal Osorio o cientos de regidores de la para-política, a quienes les incumbe esa tipología, que están quizá probablemente fuera de esa posibilidad de pedir perdón y entregar lo indebidamente adquirido, ya consumado en gran medida. Me refiero a alguien capaz de sentirse realmente concernido por haber sido quien pagó o paga todavía, que encubrió o encubre aún, pero supone o teme que no siempre estará impune y está dispuesto a no seguir blindándose con sus chequeras y fortines políticos. El terrateniente de Córdoba que por convicción «o por coacción» apoyó al paramilitarismo (como dijo el Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, el 25 de febrero de 2015). Esa especie seguramente no es más que una lejana excepción, pues sólo puede reproducirse, dentro de esa banda de los 13 mil, si una seria y consistente acción acusadora de la Fiscalía y otros órganos, les pusieran a unos cuantos paramilitares de cuello blanco contra la pared. De lo contrario no saldrán de sus fortalezas.

El desmonte del paramilitarismo por eso no será únicamente responsabilidad del Gobierno, presuponiendo que tiene voluntad de ello, sino que será la de un proyecto emancipador, humanista, democrático, hoy en evidente desventaja; que tenga además de voluntad para una labor pedagógica transformadora, el poder político necesario y el consenso para emprender la vasta tarea cultural de tener un país de mínimos de dignidad común.

No obstante la visión del ejercicio a largo plazo, nada será sostenible como proceso de paz, si no se afectan ya mismo esas articulaciones paramilitares en esta definitiva batalla para intentar erradicarlo como estratagema. Y ello comienza escuchando al otro antagonista: al movimiento guerrillero que señala con pruebas cómo se está atentando con acciones paramilitares contra las corrientes alternativas, y atendiendo las denuncias de las propias comunidades y organizaciones populares y de derechos humanos que informan sobre cientos de hechos criminales que desarrolla el paramilitarismo.

Esa es la base para poder promover incluso desde el Establecimiento más «civilizado» al menos algunas significaciones de rechazo a la barbarie, frente a las escabrosas y fatales consecuencias del paramilitarismo. Se requerirá un trabajo de recomposición-ética, política y cultural a fondo, para que un día se conozca qué empresarios y políticos pagaron para asesinar campesinos/as y obtuvieron con ello el capital que asegura su status y modo de vida. Y qué fiscales y jueces no los investigaron o los absolvieron.

Es una idea nada original ni «revolucionaria», sino apenas una cuestión de «modernización» en los cánones del capitalismo clásico que selecciona la plusvalía «bien habida» y redistribuye algo de lo usurpado. Pero eso no es posible sin delatar el sistema a los máximos responsables en la cadena de la operación (para)militar y su beneficio en la estructura económico-política.

Cuando eso pase, si es que llegara a pasar; cuando salgan de sus haciendas, empresas, mansiones, clubes y oficinas, no por impresión del cálculo sino por presión debida y adeudada por un Estado obligado a ello, que les ha auxiliado en dicha cadena criminal mixta, en tanto conjunción de aparatos organizados de poder, ahí sí, y sólo en ese evento, podría aplicárseles razonables mecanismos de «negociación», llámense «justicia transicional» o simplemente «beneficios por colaboración», a esos mal llamados «no combatientes», en realidad muchos de ellos delincuentes profesionales que usaron como instrumento a militares, policías, paramilitares, mercenarios y sicarios, cientos de los cuales están en la cárcel mientras 13 mil sinvergüenzas no.

En esa eventualidad, en tanto impactaron en el conflicto social, político y armado, y aunque sean delincuentes comunes como tal, deberán ser obligados a comparecer o tendrían la posibilidad de hacerlo, frente a una comisión de la verdad, memoria y no repetición, que tome nota de sus deposiciones, para identificar lazos financieros y políticos y judicializar responsables ocultos.

Si ya es inmenso el sacrificio y el desequilibrio de las víctimas ante el 99 % de impunidad de violaciones de derechos humanos, como es reconocido; y si ya es el Estado el que no puede esconder más la existencia de 13 mil expedientes judiciales abiertos o por abrir, cuyo desarrollo puede apenas significar una leve disminución de ese porcentaje aterrador de impunidad, no hay otro camino que la judicialización efectiva y concentrada de esos pocos miles de casos. Es irrenunciable la demanda de proseguir con ese inventario y tener que dar cuentas.

A cambio de verdad completa y contrastable, a cambio de reparación material directa y re-distributiva, y de efectivas garantías de no repetición que el Estado en recomposición debe hacer valer recuperando tierras y bienes para los desposeídos, los perpetradores del paramilitarismo podrían obtener beneficios judiciales en lo relativo quizá a privaciones o restricciones de la libertad. No es como lo proponen el ex presidente Gaviria y el presidente Santos, olvidando en sus intervenciones una etapa fundamental, el juicio penal, como si fuera una cuestión de trámite administrativo. No se trata tampoco de multas mientras se mantienen cuentas en Panamá, Nueva York, Islas Caimán o Suiza. Se trata de verdaderos procesos de extinción de dominio para reparaciones integrales, fruto de juzgamientos públicos.

7. Sanción histórica

El complejo quehacer de un ¡nunca más! o un ¡basta ya! respecto al paramilitarismo exige haber comenzado ya su desarme. Su sanción no debe ser una realidad meramente penal referida por lo tanto al pasado, sino que es condición o materia vital actuante y de congruencia elemental en el proceso de paz y en los requisitos mismos de seguridad para todos en la perspectiva de reivindicaciones primarias, en particular para quienes deberán participar con nuevas formaciones populares en la vida política legal. Sin paramilitarismo hay lugar para pensar un país meritorio. Mientras persista, por el contrario, la paz se desvanecerá con los primeros disparos.

Aun así, sabemos, la inmensa mayoría de la riqueza acumulada tras el funcionamiento de la guerra sucia; las ganancias obtenidas tras la desaparición de sindicatos, organizaciones campesinas y movimientos realmente beligerantes; las gigantescas rentas y propiedades de elites cuyos lazos con el paramilitarismo no podrán ser probados por muchos factores; la explotación asegurada por multinacionales que hicieron y hacen del Estado colombiano un gendarme servil; todo ello no será judicializable en el escenario y la dosimetría de unas operaciones de derecho penal.

Eso quedará largo tiempo en la impunidad, que es correlativa a la condición de un orden social injusto, de violencia sistémica. Para esa justicia obra de generaciones se requiere poder con todos sus componentes esenciales. Digamos que para ello se requiere otra correlación de fuerzas histórica.

Lo mínimo, sin lo cual no será posible que el proceso de paz sea sostenible, es que los autores intelectuales, determinadores, autores mediatos, jefes, financiadores, beneficiarios, etc.; es decir que la gran banda (empresa organizada de naturaleza criminal) de los 13 mil expedientes sea debidamente procesada. Y convendría para ello se le detenga hoy la mano bestial, que sigue haciendo de las suyas matando pobres y preparando listas de rebeldes desarmados.

Para eso hace falta que el sistema obligado a ese paso elemental se mire al espejo. Un Estado de Derecho o demoliberal debería hacerlo.

Los millones de víctimas de la violenta tradición oligárquica que ha inducido al paramilitarismo como recurso para la defensa y acrecentamiento de privilegios, no sólo tienen derecho a la verdad y a la reparación moral, sino a una efectiva justicia territorial transformadora más que restaurativa, de orden re-distributivo que perfectamente se puede concebir y desenvolver con parte de lo usurpado.

El país debería saber qué patrimonios, haciendas, fortunas, caudales, cuentas, van a ser ya mismo objeto de investigación rigurosa. Y debería también establecerse un sistema de alerta y situación del paramilitarismo dada la actualidad de su amenaza. Los grupos de «justicia privada» con que alardea Uribe Vélez parece los conoce él pero no el Gobierno Santos. ¡Desconcertante!

Esa sanción, inmovilización y desmovilización terminante del paramilitarismo como lógica criminal, tiene mayor alcance. Su título no es punible sólo, sino de restablecimiento o redención del papel y la dignidad del Estado que se pretende democrático, ante perpetradores privilegiados del sistema (políticos, empresarios, jueces, fiscales, medios de comunicación) que lo pervirtieron.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.