Hoy en día, el mundo en su totalidad está dominado por el signo del capitalismo global, sometido a la oligarquía internacional que lo regenta y sujeto a la abstracción monetaria como única figura reconocida de la universalidad. En este contexto desesperante se escenifica una especie de representación histórica engañosa. Sobre la trama general de «Occidente» […]
Hoy en día, el mundo en su totalidad está dominado por el signo del capitalismo global, sometido a la oligarquía internacional que lo regenta y sujeto a la abstracción monetaria como única figura reconocida de la universalidad.
En este contexto desesperante se escenifica una especie de representación histórica engañosa. Sobre la trama general de «Occidente» -patria del capitalismo dominante y civilizado- contra «el Islamismo» -referente del terrorismo sanguinario- aparecen, de un lado, bandas asesinas o individuos armados hasta los dientes que esgrimen, para hacerse respetar, el cadáver de algún Dios; del otro, en nombre de los derechos humanos y la democracia, salvajes expediciones militares internacionales que destruyen Estados enteros (Yugoslavia, Irak, Libia, Afganistán, Sudán, Congo, Mali, República Centroafricana) y causan millares de víctimas sin conseguir nada más que negociar, con los bandidos más corruptos, una paz precaria en torno a pozos, minas, recursos alimenticios y enclaves donde prosperan las grandes empresas.
Es falso presentar estas guerras y sus repercusiones criminales como la contradicción principal del mundo contemporáneo, aquella que iluminaría el fondo de las cosas. Los soldados y policías de la «guerra antiterrorista», las bandas armadas que reivindican un Islam mortífero y todos y cada uno de los Estados pertenecen hoy a un mismo mundo: el capitalismo depredador.
Dentro de este mundo unificado, diversas identidades artificiales, cada una creyéndose superior a las otras, construyen sus pequeños territorios de dominación local. Hay diversas versiones de un mismo mundo real donde los intereses de los agentes siempre coinciden: la versión liberal de Occidente, la versión autoritaria y nacionalista de China o de la Rusia de Putin, la versión teocrática de los Emiratos, la versión fascistoide de las bandas armadas… En todas partes las poblaciones son llamadas a defender unánimemente la versión que el poder local sostiene.
Esto será así hasta que el verdadero universalismo -la toma de las riendas del destino de la humanidad por la propia humanidad y, por tanto, la nueva y decisiva encarnación histórico-política de la Idea comunista- despliegue su nueva potencia a escala mundial, anulando de paso el sometimiento de los Estados a la oligarquía de los propietarios y sus siervos, la abstracción monetaria y, finalmente, las identidades y contra-identidades que desatan las pasiones y desembocan en la muerte.
Identidad francesa: la «República»
En esta guerra de identidades, Francia intenta distinguirse con un tótem de su invención: la «República democrática y laica», o «el pacto republicano». Este tótem refuerza el orden parlamentario establecido en Francia -al menos desde su acto fundacional, a saber: la masacre, en 1871, por los Adolphe Thiers, Jules Ferry, Jules Favre y otras vedettes de la izquierda «republicana», de veinte mil obreros en las calles de París.
Este «pacto republicano» al que se han sumado tantos ex-izquierdistas, entre ellos Charlie Hebdo, siempre ha sospechado que se tramaban cosas espantosas en los suburbios, en las fábricas de las afueras, en los bares sombríos de los arrabales. La República siempre ha llenado las prisiones, bajo incontables pretextos, de los sospechosos jóvenes mal educados que allí vivían. También ella, la República, ha multiplicado las masacres y nuevas formas de esclavitud que requiere el mantenimiento del orden en el Imperio colonial. Un Imperio sanguinario que habría encontrado un referente fundamental en las declaraciones del propio Jules Ferry -decididamente un activista del pacto republicano- y su exaltación de la » misión civilizadora» de Francia.
Ahora bien, hay que resaltar que un número considerable de jóvenes que habitan nuestras banlieues, más allá de sus actividades sospechosas y su falta flagrante de educación (es extraño que la famosa Escuela republicana no haya podido, según parece, obtener nada, aunque no llega a convencerse de que es por su culpa y no por culpa de los estudiantes), tienen padres proletarios de origen africano o ellos mismos han venido de África para sobrevivir y, en consecuencia, a menudo profesan la religión musulmana. A la vez proletarios y colonizados, en suma. Dos razones para desconfiar y tomar serias medidas represivas al respecto.
Supongamos que es usted un joven negro o un joven con aspecto árabe, o incluso una joven mujer que ha decidido -queriendo ser rebelde, porque está prohibido- cubrirse el pelo. Pues bien, tiene usted entonces nueve o diez veces más posibilidades de ser frecuentemente detenido en la calle por nuestra policía democrática y ser retenido en una comisaría que si usted tuviera el aspecto de un «francés», lo que quiere decir, tan solo, tener la fisionomía de alguien que no es probablemente ni proletario, ni ex-colonizado. Ni musulmán.
Charlie Hebdo, de algún modo, no hacía más que seguir el juego a estos usos policiales, con el estilo «divertido» de los chistes con connotación sexual. Tampoco esto es demasiado nuevo. No hay más que ver las obscenidades de Voltaire sobre Juana de Arco: su Doncella de Orléans es, sin duda, digna de Charlie Hebdo. Por sí solo, este poema guarro dirigido contra una heroína sublimemente cristiana permite decir que las verdaderas y sólidas luces del pensamiento crítico no están en absoluto ilustradas por este Voltaire de baja estofa.
Al respecto, es reveladora la sensatez de Robespierre cuando condenaba a todos aquellos que llevaban a cabo violencias antirreligiosas en el seno de la Revolución, no obteniendo así más que deserción popular y guerra civil. Ello nos invita a considerar que lo que divide a la opinión democrática francesa es estar -sabiéndolo o no- o bien del lado constantemente progresista y realmente demócrata de Rousseau, o bien del lado del negociante pícaro, del rico especulador escéptico y hedonista que estaba, como el genio malvado, alojado dentro de aquel Voltaire, por lo demás capaz de auténticos combates en otras ocasiones.
El crimen de tipo fascista
¿Y qué hay de los tres jóvenes franceses que enseguida fueron abatidos por la policía? Yo diría que cometieron lo que hay que denominar un crimen de tipo fascista. Con ello me refiero a un crimen que tiene tres características.
En primer lugar está dirigido, no es arbitrario, porque su motivación es ideológica, de carácter fascistoide, es decir estrictamente identitaria: nacional, racial, comunitaria, tradicionalista, religiosa… En estas circunstancias, los asesinos son antisemitas. A menudo el crimen fascista apunta a publicistas, periodistas, intelectuales o escritores que los asesinos consideran representantes del bando contrario. En estas circunstancias, Charlie Hebdo.
En segundo lugar, es un crimen de una violencia extrema, asumida, espectacular, porque aspira a imponer la idea de una determinación fría y absoluta, que por lo demás incluye, de forma suicida, la probabilidad de la muerte de los propios asesinos. Es el aspecto «¡Viva la muerte!», el rasgo nihilista de estas acciones.
En tercer lugar, el crimen tiene la intención -por su enormidad, su efecto sorpresa y su carácter de excepción- de crear en el Estado y la opinión pública una sensación de terror que alimente, a su vez, reacciones incontroladas, totalmente volcadas en una contra-identidad vengativa, que a ojos de los criminales y sus jefes justificarán, por simetría, el atentado sangriento. Esto es precisamente lo que ha ocurrido. En ese sentido, el crimen fascista ha supuesto una especie de victoria.
El Estado y la opinión
Desde el principio, el Estado se ha volcado en una utilización desmesurada y extremadamente peligrosa del crimen fascista, porque lo ha inscrito en el registro de la guerra mundial de identidades. Al «musulmán fanático» se ha opuesto sin vergüenza el buen francés demócrata.
La confusión ha llegado al colmo cuando hemos visto que el Estado convocaba, de manera perfectamente autoritaria, a manifestarse. Es casi como si Manuel Valls hubiera pensado en encarcelar a quienes no fueron a las concentraciones o como si se hubiera exhortado a la población, una vez manifestada su obediencia identitaria bajo la bandera tricolor, a esconderse en sus casas o a desempolvar el uniforme de reservista y partir hacia Siria a toque de corneta.
Tanto es así que, en el momento más bajo de su popularidad, nuestros dirigentes han podido, gracias a tres fascistas descarriados que no hubieran alcanzado a imaginar tal victoria, desfilar ante más de un millón de personas al mismo tiempo aterrorizadas por los «musulmanes» y alimentadas por las vitaminas de la democracia, del pacto republicano y de la soberbia grandeza de Francia.
En cuanto a la «libertad de expresión», ¡hablemos de ella! La manifestación afirmaba, al contrario, con gran refuerzo de banderas tricolores, que ser francés es que todos tengan, bajo la batuta del Estado, la misma opinión. Era prácticamente imposible, durante esos días, expresarse sobre lo que sucedía de un modo que no consistiera en complacerse con nuestras libertades, con nuestra República, en maldecir la corrupción de nuestra identidad por los jóvenes proletarios musulmanes y las chicas horriblemente cubiertas por el velo, y en prepararse virilmente para la «guerra contra el terrorismo». Incluso llegó a escucharse el siguiente grito, admirable por su libertad expresiva: «todos somos policías».
En realidad, es muy normal que la norma en nuestro país sea la del pensamiento único y la sumisión timorata. La libertad en general, incluyendo la de pensamiento, expresión, acción, la de la vida misma, ¿consiste hoy en devenir unánimemente auxiliares de policía para batir a unas decenas de reclutas fascistas, en la delación universal de sospechosos barbudos o con velo y en la sospecha constante sobre las sombrías banlieues, herederas de los arrabales donde antaño se masacró a los partidarios de la Comuna? ¿O bien el esfuerzo central de la emancipación, de la libertad pública, debe ser actuar en común con el mayor número posible de jóvenes proletarios de estos barrios, con el mayor número de chicas, con o sin velo, eso no importa, en el marco de una política nueva, que no se refiera a ninguna identidad («los proletarios no tienen patria») y que anticipe la figura igualitaria de una humanidad que finalmente se haga cargo de su propio destino? ¿Una política que aspire racionalmente a desprendernos, al fin, de nuestros verdaderos y despiadados amos, los adinerados regentes de nuestro destino?
Desde hace mucho tiempo ha habido en Francia dos tipos de manifestaciones: unas bajo la bandera roja, otras bajo la bandera tricolor. Créanme: incluso para acabar con las pequeñas bandas fascistas identitarias y asesinas -ya sean las que reivindican formas sectarias de la religión musulmana, la identidad nacional francesa o la superioridad occidental-, las banderas tricolores, dirigidas y utilizadas por nuestros amos, no son eficaces. Son las otras, las rojas, las que hay que traer de vuelta.
Este artículo apareció en el diario Le Monde el 27 de enero. Se publica ahora en eldiario.es gracias a la amable autorización de su autor. La versión completa, publicada por primera vez en Mediapart, puede leerse también en castellano en este PDF.
Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/Charlie_Hebdo-roja-tricolor_6_353174694.html
Traducción: Pablo La Parra Pérez
Sobre la filosofía política de Alain Badiou, en el diario.es puede leerse «Un tiempo de revueltas», por Amador Fernández-Savater