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Editorial de Punto Final

La basura que esconde el sistema

Fuentes: Punto Final

La huelga de los recolectores de basura que afectó a Santiago y otras ciudades, puso en evidencia las horribles condiciones en que trabajan esos compatriotas y que se repiten en otras áreas del sector privado. Una mirada atenta a este conflicto, gracias al despliegue que esta vez le otorgaron los medios -en especial la televisión-, […]

La huelga de los recolectores de basura que afectó a Santiago y otras ciudades, puso en evidencia las horribles condiciones en que trabajan esos compatriotas y que se repiten en otras áreas del sector privado. Una mirada atenta a este conflicto, gracias al despliegue que esta vez le otorgaron los medios -en especial la televisión-, mostró a lo vivo los inhumanos efectos que tiene sobre la sociedad la aplicación -por ya casi cuarenta años- de un modelo desregulado de economía de mercado. No se trata solo de bajos salarios, sino también de jornadas de trabajo extenuantes y de condiciones laborales humillantes para el ser humano. A los salarios miserables se suma una desprotección social y de salud que debiera ser considerada una violación de derechos humanos básicos. Jornadas de 15 o más horas, carencia de baños e instalaciones mínimas de descanso para proteger la salud de esos trabajadores, caracterizan esas labores.

Escenas estremecedoras de superexplotación del ser humano fueron vistas en esta ocasión por millones de espectadores de la TV. La solidaridad natural que produjo en la población, obligó a las autoridades a buscar una apresurada solución en la forma ya clásica del régimen binominal-neoliberal que nos gobierna: un bono de 80 mil pesos para salir del paso y acallar a los huelguistas, y una mesa de negociación de las demandas que, seguramente, se diluirán hasta que los trabajadores vuelvan a la carga con más bríos.

Los recolectores de basura paralizaron sus actividades por demandas muy elementales: reducción de la jornada laboral desde 70 a 40 horas semanales, aumento y unificación de sueldos con los funcionarios municipales de las comunas que se encargan directamente de la extracción de basura. Estos últimos ganan más que los trabajadores de las empresas concesionarias privadas, muestra de cómo los servicios básicos se han transformado en un negocio carente de toda ética en la relación con trabajadores y usuarios. Como en otros sectores de la economía, la recolección de desechos se ha entregado al sector privado mediante licitaciones a veces muy oscuras, en las cuales suelen predominar intereses políticos y personales de caciques electorales. Las faenas están concentradas en unas pocas empresas que en su propósito de lucrar, recurren a todo tipo de reducciones de costos mediante la explotación brutal de sus trabajadores. La huelga fue calificada por el gobierno de «ilegal» y de «un asunto entre privados». Lo mismo que ocurrió hace unos años, cuando 33 mineros quedaron dos meses atrapados bajo tierra debido a las inexistentes medidas de seguridad en la mina, cuyos responsables han resultado libres de polvo y paja. Idéntico también a lo ocurrido con las explosivas protestas que estallaron en Aysén, Magallanes, Freirina, Calama y ahora en Tocopilla. Todos y cada uno de estos conflictos derivan de un modelo económico e institucional que privilegia el lucro y protege a todo evento a los dueños del capital por sobre los derechos de trabajadores y consumidores. Mientras unos cuantos privilegiados se llenan los bolsillos y mantienen en rodamiento el sistema político, a los chilenos que protestan se les envían las Fuerzas Especiales de Carabineros. En los hechos, el Estado neoliberal está asumiendo cada vez más un rol pretoriano para enfrentar la protesta social y la demanda de una Asamblea Constituyente que proponga al país una Constitución Política democrática.

Hacia donde se mire existe el mismo esquema. Desde las farmacias coludidas para abusar de los enfermos hasta los bancos que hacen enormes utilidades (más de 802 mil millones de pesos en el primer semestre de este año) estrujando con la usura las economías familiares. Tanto en el comercio al detalle como en el mayorista, en el sector inmobiliario y la construcción, en la salud y la educación, la explotación desmesurada de trabajadores y usuarios es la regla. Lo mismo ocurre en el transporte público entregado a grandes consorcios subsidiados, en los puertos y carreteras concesionadas, en el agua, la electricidad y las comunicaciones, entregadas a consorcios internacionales. Así es también en la basura, un negocio que movió el año pasado más de 208 mil millones de pesos y que registra una fuerte concentración. Una empresa, KDM, controla el 58 por ciento de ese mercado, cuyas posibilidades de ganancias crecen cada día con la incorporación de nuevas tecnologías de reciclaje y subproductos. Un ex intendente de Santiago, Marcelo Trivelli, acuñó una frase que lo dice todo: «En el negocio de la basura, lo más limpio es la basura». En efecto, es un sector que registra todo tipo de prácticas turbias, desde rebajas inexplicables en las multas a las empresas de aseo, hasta cobros excesivos a los vecinos por la recolección de basura, contrataciones directas de servicios que deberían ser licitados, etc. Abierta corrupción que va desde cambios repentinos en las bases de licitación para favorecer a un determinado competidor, hasta cohecho de altos funcionarios.

Bajo la montaña de ganancias de las empresas concesionarias, están los sueldos miserables de los trabajadores. La misma suerte corre más de medio millón de trabajadores que en Chile ganan el salario mínimo. Después de meses de tira y afloja en el Congreso, se ha aprobado un salario mínimo de 210 mil pesos. Algunos sectores políticos se han autoelogiado por esta «conquista», que más bien es una burla descarada de diputados que ganan casi diez millones de pesos mensuales y de senadores que reciben 15 millones y medio. La diferencia en los ingresos es la gran grieta que divide Chile. Esta desigualdad deriva de un sistema político y económico que extiende la injusticia y que se exacerba con los más pobres. La institucionalidad impuesta por el terrorismo de Estado, ha legitimado una feroz anomalía social a favor del más fuerte e inescrupuloso. La «clase política» que se ufana de la reducción de la pobreza y de los reconocimientos del Banco Mundial, que sitúa a Chile entre los países de altos ingresos, oculta la verdad: en nuestro país son pobres aquellos que viven con menos de 72 mil pesos per cápita. Una familia de cuatro personas que reúna más de 288 mil pesos, se considera fuera de la línea de pobreza y pasa a ser considerada «clase media».

Por cierto estas cifras complacen el egoísmo de quienes gozan de los privilegios del libre mercado. En otros países de altos ingresos, también miembros de la OCDE, los cálculos para determinar la pobreza se apoyan en un punto medio de los ingresos totales, y no en el valor absoluto de una canasta familiar. Así las cosas, incluso en Estados Unidos la medida de la pobreza arroja resultados más elevados que en Chile. Si la encuesta chilena, felizmente desprestigiada, señaló en 2012 que la pobreza afecta al 14,1 por ciento de la población, en Estados Unidos supera el 15 por ciento. ¿Alguien puede creer en las estadísticas de nuestro país? ¿Sirve realmente la Casen para medir la superación de la pobreza? Sin duda, no es más que un instrumento de medición de la arrogancia de tecnócratas y burócratas. La huelga de los recolectores de basura, en definitiva, puso en horario prime al verdadero Chile, segregado y humillado. Esos trabajadores -que han tomado conciencia de su poder- no son una excepción. Aproximadamente el 30 por ciento de los trabajadores chilenos perciben el salario mínimo, y más del 50 por ciento se encuentra bajo la cota de los 250 mil pesos mensuales. Así, el ingreso promedio de los trabajadores está en un rango de 300 mil pesos. El primer quintil más pobre no percibe ni el cuatro por ciento de los ingresos totales, mientras el más rico obtiene casi el 60 por ciento. Esto determina la capacidad de consumo en una sociedad que ha puesto todas sus actividades y servicios bajo el signo del libre mercado.

La abismal brecha en los ingresos ha creado una cúpula económica, social y política, conformada por los empresarios, ejecutivos de empresas y la clase política. Ellos gobiernan el país. Se trata de una elite que actúa en función de sus privilegios, sin amor verdadero por su patria ni respeto por el bien común. Una minoría que hace y hará todo lo posible, incluyendo el uso de la fuerza, para bloquear cualquier cambio. Esa minoría poderosa está obstruyendo la posibilidad de alcanzar la justicia social y la democracia en Chile. Por eso, a sus representantes políticos les asusta tanto comprobar cómo va creciendo la conciencia de que es hora de poner fin a este periodo de abusos, abierto por el golpe de 1973, mediante el más democrático de los procedimientos: una Asamblea Constituyente que proponga una nueva Constitución.

Editorial de «Punto Final», edición Nº 787, 9 de agosto, 2013