En las negociaciones que sobrevendrán en los próximos meses sobre el anunciado nuevo Pacto Educativo hay que exigir que se replantee muy en serio el asunto de las asignaturas de Filosofía en las enseñanzas medias y el bachillerato. Y lo malo es que, a este respecto, hay que cuidarse tanto de los enemigos como de […]
En las negociaciones que sobrevendrán en los próximos meses sobre el anunciado nuevo Pacto Educativo hay que exigir que se replantee muy en serio el asunto de las asignaturas de Filosofía en las enseñanzas medias y el bachillerato. Y lo malo es que, a este respecto, hay que cuidarse tanto de los enemigos como de los amigos. Porque uno se queda estupefacto al ver las cosas que dice nada menos que el decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, en su artículo de El País Cómo no defender las Humanidades .
En primer lugar, Jesús Zamora Bonilla cae en la trampa de integrar la enseñanza de la Filosofía en el área de Humanidades, una barbaridad que habría que comenzar por poner fuera de juego. El artículo continúa con otra sarta de jocosas barbaridades sobre el tema, que luego comentaremos (es verdad que el autor anuncia una segunda parte que esperamos que sea menos nociva).
Repasemos algunos sucesos recientes. El 22 de diciembre de 2016 se presentó en la Asamblea de Madrid una proposición no de ley en defensa de la asignatura de Historia de la Filosofía en las enseñanzas secundarias. La proposición, impulsada por el PSOE, fue apoyada también por Podemos y Ciudadanos y rechazada por el PP, siendo, por consiguiente, el resultado de la votación 78 votos a favor y 47 en contra. Este éxito incuestionable no tendrá ningún efecto, ya que se trataba, precisamente, de una proposición no de ley. Pero es un resultado significativo y simbólicamente muy importante para los que estamos intentando defender las asignaturas de Filosofía en secundaria. Llama la atención lo difícil que resulta de entender el discurso con el que el diputado del PP HYPERLINK «http://mediateca.asambleamadrid.es/library/items/sesion-plenaria-2016-12-22?part=2&start=6129»Luis Peral Guerra defendió la decisión de votar en contra, porque da toda la impresión de que a ese pobre hombre le tocó justificar algo en lo que él mismo no creía, de tal manera que tuvo que hacer una especie de críptico malabarismo para no decir nada de nada. Habló, eso sí, cómo no, a favor de las Humanidades, alegando lo importantes que son para poder cenar en Nochevieja, puesto que en ese tipo de reuniones, no suele hablarse de negocios, sino de temáticas humanas en las que conviene saber quién fue Alejandro Magno.
En verdad, esto merece una reflexión. Durante las luchas contra el Plan Bolonia escuchamos a menudo a las autoridades académicas (normalmente «de izquierdas» en esa época) decir que las facultades de Filosofía y, en general, de Humanidades, no debíamos asustarnos tanto por la mercantilización de la enseñanza (o como solía decirse, por la «economía del conocimiento»), porque las empresas cada vez eran más conscientes de que necesitaban asesores culturales y filosóficos. A ninguna compañía le conviene, se nos dijo una vez, tener ejecutivos patanes que no saben entender las diferencias culturales y que, por ejemplo, no caen en la cuenta de descalzarse al entrar en la casa de un empresario japonés para firmar un contrato millonario. Los directivos de una empresa no pueden hacer el ridículo en las cenas de negocios, exhibiendo su ignorancia sobre quién es Kant o sobre el Padre Feijoo. Así pues, la filosofía -pero no sólo la Filosofía, sino, como decía el diputado del PP, las Humanidades en general- tienen que ser respetadas y protegidas en secundaria. Lo de menos es ya el misterio por el que este razonamiento le llevó a votar no en esa ocasión. Lo malo son las razones por las que podría haber votado que sí. Porque, mucho me temo, pues demasiado lo hemos comprobado ya, estas razones a veces son también esgrimidas por parte de la izquierda. Las Humanidades son muy importantes, se dice, y por lo tanto, la Filosofía también. Esto es lo que subyace también al artículo de Zamora Bonilla.
Verdaderamente, las defensas de las filosofías las carga el diablo. Porque lo primero que habría que denunciar es la inclusión de la Filosofía en el área de las Humanidades. De hecho, este es el motivo por el que la LOMCE ha convertido la Historia de la Filosofía en una asignatura opcional para las ramas de «letras». Los que defendemos las asignaturas de Filosofía tenemos mucho que objetar a que sean englobadas en las Humanidades. Si hubiera que comenzar por algún sitio, habría que partir de la idea de que sin la historia de la filosofía es imposible comprender la idea misma de nuestras aspiraciones políticas, nuestra mismísima pretensión de vivir en un orden constitucional. Y esto es algo que atañe tanto a los humanistas como a los científicos, lo mismo que a los artesanos o profesionales de toda índole, porque tiene que ver con aquello que les convierte en ciudadanos, es decir, en agentes políticos de pleno derecho en una democracia.
La Filosofía es el testigo de que en este mundo, además de multitud de cosas que pueden ser estudiadas por las distintas ciencias y disciplinas, existen tres cosas muy raras que no está muy claro ni siquiera que sean cosas: la verdad, la justicia y la belleza. Son tres luces que, igual que el sol, iluminan este mundo y que, desde los tiempos de Sócrates y Platón, han generado una tensión política sin la cual no sería comprensible el modelo político al que llamamos «estado de derecho», «orden constitucional» o «imperio de la ley». Ante la verdad, somos todos iguales, porque, como sentencia el dicho: la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Ante la justicia, nos descubrimos como libres, porque una persona que dice que hace lo que hace porque es justo, en realidad, está diciendo que su decisión no depende más que de la justicia y, por lo tanto, que es independiente de todas las cosas que se mueven e interactúan en este mundo: eso es lo que llamamos libertad. Y ante la belleza, descubrimos una dimensión a la que se llama fraternidad. Pues quien dice «esto es bello», no dice tan sólo «esto me gusta», sino que dice algo más: que siente que los demás están experimentando lo mismo que él, que tiene la percepción de que está sintiendo con el corazón del otro, que nota cómo la humanidad está unida por una misma sangre y por un sólo corazón. Verdad, justicia y belleza, tienen, por lo tanto, un correlato muy conocido por nosotros: igualdad, libertad, fraternidad. Nuestro mundo político es incomprensible sin estos referentes. Estos referentes son la brújula del ordenamiento político que todos -desde la izquierda y desde la derecha- decimos defender.
No es lo que, al parecer, piensa Zamora Bonilla, que tiene muy claro que «la inmensa mayoría de los grandes filósofos habrían levantado la ceja con asombro al escuchar que la formación humanística (y por tanto, la Filosofía) es un pilar de la democracia, pues casi ninguno de ellos consideró que la democracia (en nuestro sentido de completa igualdad de derechos, sufragio universal, concurrencia de partidos políticos, etcétera) fuese algo distinto de una pésima idea». Decir esto es una ignominia que hace el juego a una estupidez popperiana muy difundida, según la cual, ya desde el principio, Sócrates y Platón son enemigos de la democracia y, por lo tanto, según parece, simpatizantes de tendencias totalitarias. Está muy lejos de ser así. Sócrates (como luego, en general, todo el pensamiento de la Ilustración) eran enemigos de la (pura) democracia exactamente en el mismo sentido exacto que cualquier persona bien pensante actual. Cuando Platón dice que el mayor delito que se puede cometer contra la ciudad es el de «entregar las leyes al poder de los hombres», está, sin duda, hablando no sólo contra el despotismo tiránico, sino contra el despotismo democrático. En esto coincide punto por punto con Kant. Las leyes tienen que estar por encima de los hombres incluso si se trata de todos los hombres, es decir, de eso que solemos llamar el pueblo. Pero esto no es porque debamos entregar las leyes a, por ejemplo, una casta de sacerdotes, que, al fin y al cabo, no son también, más que hombres. Que «nadie tiene derecho a ocupar el lugar de las leyes», ni siquiera «el pueblo», no significa otra cosa que la democracia tiene que estar en «estado de ley», en «estado de derecho», como solemos decir nosotros. Es decir, que ningún poder ejecutivo puede ocupar el parlamento y esclavizarlo a su favor. Que si no hay «separación de poderes» la democracia es un despotismo exactamente lo mismo que cualquier tiranía.
Me he explicado despacio a este respecto en mi libro ¿Para qué servimos los filósofos? , pero es algo que queda sentado perfectamente desde el primer texto un poco extenso con el que contamos en la historia de la filosofía: la Apología de Sócrates. Ahí Sócrates recuerda al tribunal un episodio crucial que marcará toda la herencia de la Filosofía. Cuando los generales victoriosos regresaron a Atenas sin haber recogido los cadáveres, fueron juzgados en bloque contra lo que dictaban las leyes. Sólo Sócrates se empeñó en que había que juzgarles, según la ley, uno por uno. «Estamos todos de acuerdo en juzgarles en bloque», se le respondió airadamente, «¡nadie tiene derecho a decir al demos lo que tiene que hacer!» Sócrates no opinaba lo mismo: «muy bien, cambiad entonces las leyes, pero no procedáis contra ellas». El pueblo puede cambiar las leyes, sin duda, pero no creerse por encima de ellas. Por supuesto, esta aseveración tenía sus implicaciones: «Si ahora cambiáis las leyes para juzgar en bloque, la próxima vez, cuando a lo mejor haya que juzgaros a vosotros, se os juzgará también en bloque» (eso sin contar con que no se podría legalmente juzgar en bloque con carácter retroactivo a los generales en cuestión). Es decir, el pueblo por sí mismo no tiene ni mucho menos la última palabra. La última palabra la tienen las leyes. Y aunque el pueblo pueda cambiar la ley, tendrá luego que ser coherente con ello.
La idea es que la democracia, sin imperio de la ley, es un puro despotismo, es tanto como instituir el linchamiento como procedimiento legal inapelable. El pueblo sólo es soberano a condición de obligarse a sí mismo con un imperativo de coherencia. Entregar las leyes a un pueblo caprichoso que las administra sin coherencia alguna, es tanto como permitir al pueblo dar un continuo golpe de Estado contra el poder legislativo. Denunciar esto no es estar en contra de la democracia, es estar a favor de que la democracia esté en estado de derecho. Es la esencia misma del pensamiento republicano. Que yo recuerde, en la historia de la filosofía, sólo al idiota del Foucault de los años setenta -y no siempre fue tan idiota- se le ocurrió defender el linchamiento democrático contra la separación de poderes. Zamora Bonilla puede muy bien arremeter contra él si quiere, pero no diciendo de paso barbaridades sobre Sócrates, Platón y todo el pensamiento de la Ilustración que, hasta Kant, fue la piedra angular sobre la que se levantó después todo la reflexión del constitucionalismo moderno. De hecho, la frase anteriormente citada de Platón, «quien esclavice las leyes sometiéndolas al poder de los hombres, debe ser considerado el peor enemigo de la ciudad», se convirtió sin más en el artículo 27 de la constitución jacobina: «Quien usurpe el lugar de la soberanía, sea de inmediato ajusticiado por los hombres libres».
Mañana continuaremos comentando esta especie de tragedia por la que, en la defensa de la Filosofía, a veces son peores los amigos que los enemigos.
II
Discutíamos en nuestro artículo de ayer la idea por desgracia demasiado habitual (y sugerida por el Decano de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, en un artículo reciente ) de que la historia de la filosofía no ha sido precisamente amiga de la democracia, manteniendo que si, en efecto, así es, es porque el proyecto político que pone en marcha la Filosofía hay que ligarlo a la idea de una democracia bajo el imperio de la ley, es decir, con lo que solemos llamar hoy en día «estado de derecho». Las tres famosas luces del mundo inteligible platónico, verdad, justicia y belleza, son el correlato exacto de nuestro referente constitucional más genuino: igualdad, libertad, fraternidad.
Por eso, suprimir la Historia de la Filosofía del currículum de bachillerato es tanto como dejar a oscuras nuestro proyecto político más irrenunciable, apagar las luces de la verdad, la justicia y la belleza, que son los únicas luces que pueden guiar la dignidad ciudadana de nuestros alumnos. En esto que podríamos llamar un desastre civilizatorio se puede desembocar por distintos procedimientos complementarios y la situación actual los ha ensayado todos a la vez. El primero de ellos es suprimir sencillamente la asignatura del bachillerato, dejándola, como ocurre ahora, como una optativa marginal y secundaria, como si los fundamentos de nuestro orden constitucional y nuestro proyecto político más genuino fueran algo ornamental y periférico al que la enseñanza secundaria no tendría por qué prestar atención.
Otra manera de desembocar en el desastre es la de sustituir la enseñanza de la Historia de la Filosofía por un sin fin de asignaturas para «formar en valores», «educar personalidades», fomentar -como suele repetirse ad nauseam-– el «espíritu crítico», etcétera, palabras muy bien intencionadas, pero que hacen creer que el mundo de la Filosofía pudiera ser reducido a una inmensa tertulia asistida por manuales de autoayuda y entrenadores vitales. La Filosofía no es eso. Platón, Aristóteles, Kant o Hegel no son un sustituto del prozac. Representan la herencia de algo que ya dijo Sócrates ante el tribunal que le condenó: «En la vida hay algo que es tan importante, que es más importante que la vida misma, porque es algo, sin lo cual, la vida no merece ser vivida». Ese algo, se llama, en la historia de la filosofía, dignidad. Los seres humanos no se empeñan en vivir a cualquier precio y de cualquier manera, porque saben muy bien que hay algo más importante que la vida: aquello por lo que merece la pena vivir la vida. Los seres humanos no quieren solo vivir, quieren llevar una vida digna. Y la historia de la Filosofía, la de los griegos, los romanos o los cristianos, es la mejor demostración de que para llevar una vida digna hay que comprometerse con un modelo político irrenunciable, al que a veces llamamos «estado de derecho», o también «orden constitucional» o vida «ciudadana».
Si nuestro currículum de bachillerato desprecia esta brújula de nuestro ordenamiento político no podremos extrañarnos después de que los alumnos desprecien también el ordenamiento político constitucional. Como muy bien recordó el diputado HYPERLINK «http://mediateca.asambleamadrid.es/library/items/sesion-plenaria-2016-12-22?part=2&start=5630»Eduardo Fernández Rubiño en la Asamblea de Madrid, en las primeras líneas de nuestro Constitución se dice algo que explica muy bien por qué la Historia de la Filosofía debe ser tratada con el mayor respeto y admiración: «Todos los artículos contenidos en esta Constitución deben ser interpretados en referencia a la Declaración de los Derechos Humanos». Esta declaración, dictada en la ONU en 1948, es herencia de aquellas revoluciones, la americana y la francesa, que fueron, en cierta forma, como dijo en su momento Hegel de forma taxativa, «obras de la filosofía». Hay muchos motivos para reconocer que en esos inmensos acontecimientos históricos confluyeron muchas otras fuerzas materiales, algunas de las cuales salieron triunfantes por desgracia, acabando, de paso, con la posibilidad de una revolución ilustrada de la humanidad . Pero el sentido de lo que se pretendía es y sigue siendo patrimonio de la Filosofía. Lo que no cabe duda es de que sin la Historia de la Filosofía perdemos el tesoro de todas las reflexiones que permiten entender por qué determinadas sociedades decidieron un día no conformarse con poner el derecho en estado de sociedad, sino que se empeñaron en la tarea insólita, increíble y enigmática de poner a la sociedad en «estado de derecho». Sin la verdad, la justicia y la belleza, podemos, sin duda, tener sociedad, pero no un ordenamiento constitucional que confiera dignidad a la sociedad. Por eso no nos conformamos con tener sociedad, sino que la queremos en «estado de derecho». Desde la izquierda, y desde la derecha también, aunque por ello haya resultado tan inexplicable el voto del 22 de diciembre, al que aludíamos en la primera parte de este artículo.
Desde luego, la Filosofía no es una droga infalible y garantizada para formar a la ciudadanía. Pero produce estupor escuchar a Zamora Bonilla burlarse tan alegremente de la idea de que su conocimiento (que el confunde, además, con el de las Humanidades) «contribuye a nuestra realización como personas». Es muy chocante escuchar -y más en un decano de Filosofía- que, para las personas no tiene importancia recordar o no, estudiar o no estudiar, aquellas condiciones políticas que conforman su ciudadanía. Ninguno nos hacemos ilusiones pensando que bastará leer a Platón, Montesquieu, Kant, Hegel o Marx para asumir más conscientemente la condición de ciudadanos, pero hace falta haber avanzado mucho en la senda del nihilismo para pensar que la cosa, más o menos, da igual. Zamora Bonilla dice que no ha conocido a mucha gente condenada a una miserable existencia alienada por no haber leído a Kant. Yo tampoco. Pero es que la cosa hay que plantearla al revés. Mis colegas y yo, al menos, sí tenemos todos los años a muchos alumnos sorprendentes que estoy seguro de que no cambiarían por nada el hecho de haber tenido la ocasión de estudiar a Platón, a Kant o a Hegel. A lo mejor resulta increíble, pero así es.
No puedo extenderme más ahora sobre el dislate que supone englobar las asignaturas en el área de Humanidades. Lo que nos estamos jugando con la Filosofía es algo que concierne a la condición misma de la ciudadanía, sin la cual, se pierde la posibilidad de entender el proyecto político en el que decimos estar comprometidos.
Pero no sólo eso. En cuanto a la relación de la Filosofía con las asignaturas científicas, ya me he extendido en otros artículos . También la citada intervención de Fernández Rubiño hacía referencia a ello con toda la razón. Algunos cuentan las cosas como si hubiera un Descartes filósofo y un Descartes científico. El primero, al parecer, en una especie de ataque paranoico, habría llegado a pensar que el mundo exterior no existía, aunque, menos mal, acababa por concluir que por lo menos él mismo sí existía, puesto que pensaba. Y que como reflexionaba sobre la idea de Dios, una idea que conlleva la perfección de existir, esa noche pudo acostarse tranquilo, pensando en que también existían sus zapatillas y su gorro de dormir. Preocupaciones de filósofos. Mientras tanto, el científico Descartes revolucionó la matemática, inventando un instrumento -las coordenadas cartesianas- capaces de convertir las imágenes en números y la geometría en álgebra. En absoluto es así. El famoso Discurso del método de Descartes es la introducción a tres obras que nosotros consideramos «científicas» (Geometría, Óptica, Meteoros), pero que para él eran, precisamente, su Filosofía. Conviene recordar que cuando Descartes tiene que identificar un verdadero filósofo en su época, piensa, precisamente en Galileo, el padre de la física moderna: «Encuentro que filosofa mucho mejor de lo que es común, pues trata de examinar las cosas físicas mediante razonamientos matemáticos. En esto coincido enteramente con él y sostengo que no existe otro procedimiento de alcanzar la verdad», escribe a Mersenne el 11 de octubre de 1638.
Convendría recordar estas palabras sobre lo que significa «hacer Filosofía» cuando vemos que actualmente existe tanto empeño en ligar la Filosofía con las Humanidades. Porque, para empezar, Descartes, puestos a localizar algo de Filosofía en nuestro triste currículum de bachillerato, lo identificaría en las asignaturas de matemáticas o de física. Y es muy chocante esto de comenzar a defender la filosofía llevándole la contraria a Descartes. Como planteó perfectamente Eduardo Fernández Rubiño, la ciencia, sin la filosofía, sencillamente, se entiende mal, se entiende peor. No se entiende bien lo que es integrar sin pensar un poco en Eudoxo, ni lo que es derivar sin pensar en Leibniz, que inventó el cálculo infinitesimal, ni lo que es la física sin pensar en Aristóteles o en Einstein, que también fue un gran filósofo. O lo que pretende ser la sociología sin pensar en Max Weber. Todo esto no son «Humanidades», ni tiene que ver con esa «cultura general» que necesitan los ejecutivos para no dejar a su empresa en ridículo en Nochebuena. Tiene que ver con recordar que la ciencia es un asunto muy serio que merece reflexión por sí mismo, independientemente de sus aplicaciones técnicas o mercantiles. La Historia de la Filosofía no tiene que servirnos para compensar con un poco de humanismo nuestra mierda de vida, y mucho menos para reforzar nuestra autoestima, estimular nuestro sentido crítico de tertuliano o educar nuestros valores y hacernos un poco más felices. Si tiene que servirnos para algo es para lo que siempre ha servido: para salvar a la humanidad de la barbarie política, científica y moral. La perspectiva de una humanidad que haya perdido el sentido de sus objetivos políticos, armada hasta los dientes con armas técnicas capaces de destruir el planeta, incapaz de recordar que la verdad, la justicia y la belleza tienen sus propias exigencias, es la perspectiva de una humanidad que navegará sin brújula por un océano nihilista y suicida. Y que, además, sí, hará el ridículo en las cenas de negocios, algo que algunos consideran más importante (cfr. la ya citada intervención del diputado del PP ).
Zamora Bonilla terminaba su artículo denunciando lo que a su entender es una «falacia que se comenta por sí sola»: «La educación no debe tener como objetivo la empleabilidad, y por eso el Estado debe crear muchísimos más empleos para los titulados en Humanidades». Por más vueltas que le doy, no veo dónde esta la falacia. Sólo un alma podrida por el nihilismo mercantil puede entender que esta consideración se refuta por sí sola. Y me parece muy grave que gente tan impía ocupe los decanatos de las facultades de Filosofía. La educación no debe tener como objetivo la empleabilidad, es decir, el sometimiento a las necesidades imprevisibles de un mercado laboral demente y suicida regido por un capitalismo de casino. La educación debe hacernos recordar que en este mundo y en esta vida hay cosas más irrenunciables que el velar por la salud de nuestra cárcel económica. Es la única posibilidad de que haya en este mundo ciudadanos dispuestos a buscar un sistema económico menos demencial e inhumano. Y no logro entender qué puede tener de contradictorio pedir al Estado que trabaje un poco por aquello que el mercado nos sustrae. Tanto más si se pretende, precisamente, un «estado de derecho» y no un «estado de mercado». Porque algunos (gracias entre otras cosas a Platón, Kant o Hegel) aún recordamos lo que significa la pretensión de que en lugar de tener al derecho en «estado de sociedad», tengamos a la sociedad en «estado de derecho». Las asignaturas de Filosofía no son, desde luego, una garantía de nada. Pero algunos tenemos la esperanza de que contribuyan un poco a que no haya personas (y menos aún decanos en las universidades) que hayan olvidado cosas tan elementales como las que ya parece haber dejado tan atrás Zamora Bonilla.
Carlos Fernández Liria es profesor de Filosofía en la UCM
Referencias: https://www.cuartopoder.es/tribuna/2017/01/07/la-batalla-por-la-filosofia-1/9531 y https://www.cuartopoder.es/tribuna/2017/01/08/la-batalla-por-la-filosofia-y-2/9542
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