En 1961, cuando Ediciones El Puente era solo un proyecto, Gerardo Fulleda León estudiaba en un seminario de Dramaturgia en la Plaza de la Revolución. Allí estrechó por primera vez la mano de algunos de los integrantes del grupo. Y fue justo en ese instante, sin tener conciencia de ello, que su vida cambió para […]
En 1961, cuando Ediciones El Puente era solo un proyecto, Gerardo Fulleda León estudiaba en un seminario de Dramaturgia en la Plaza de la Revolución. Allí estrechó por primera vez la mano de algunos de los integrantes del grupo. Y fue justo en ese instante, sin tener conciencia de ello, que su vida cambió para siempre.
Después vendrían las pruebas de galera, la publicación de sus poemas, cierta foto en la calle Obispo, los libros, los paseos por la Rampa, el feelling, los jardines de la UNEAC, la Cinemateca, los versos arrojados al mar desde el Malecón de madrugada, la sonrisa cómplice de Virgilio, los duelos a tinta y siempre, a pesar de todo, la poesía.
Hoy, luego de cinco décadas, en su casa de sobrio decorado y motivos afrocubanos, mestiza como él mismo, Fulleda (dramaturgo, investigador y director teatral, Premio Casa de las Américas en 1989) accede a conversar sobre aquellos cuatro años, quizá los más intensos de su vida. Sobre lo que fue, más que un sello editorial, un grupo de jóvenes que tuvo una voz común, por diversa; autónoma, por comprometida; y, por su mirada diferente de una realidad convulsa, en muchos casos incomprendida.
¿Existía una conciencia de grupo entre los miembros de El Puente?
Creo que se fue formando. Había una necesidad de expresión de sus dos principales fundadores: la narradora Ana María Simo y el poeta José Mario Borrero. Por otra parte, una necesidad de dar voz y espacio a los jóvenes creadores. No quería decir que no existían otros lugares que estaban propiciando esto, como Prensa Libre, donde yo había publicado poemas, y el suplemento Lunes de Revolución, donde estaban a la cabeza, entre otros, Cabrera Infante y Virgilio Piñera, quien creó un espacio para el cual publiqué sin conocer todavía El Puente. El periódico Hoy había comenzado a interesarse también por los jóvenes, mientras que, Emma Pérez, una intelectual antiizquierdista, lo hacía también desde Bohemia.
En ese momento yo limpiaba pisos en la Estación Experimental Agrónoma, mi primer trabajo con el estado, pero escribía poemas y, embullado por unos amigos los envié a Lunes. Cuando me publicaron la obra de teatro, estaba muy contento, llevé el periódico al trabajo y un estudiante de ingeniería, Hernández Sabio – quien luego estudiaría dramaturgia – me habló del Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional que habían organizado Mirta Aguirre y Fermín Torres. Allí conocí a varios de los miembros de El Puente: a José Mario, a José R. Brene, Eugenio Hernández. Les llamó la atención que yo había publicado en Lunes, porque casi todos ellos eran inéditos. José Mario entonces me habló de su proyecto para editar.
La Biblioteca Nacional se convirtió en el centro de reunión y el lugar donde se comenzó a encaminar el proyecto de José Mario y los otros jóvenes, quienes no estaban conformes simplemente con la existencia de aquellos pocos espacios en la prensa. Con algún dinero proveniente de la ferretería de su padre y otro de las obras infantiles que ya escribía José Mario para un teatro de Marianao, empezó las publicaciones. Yo, que había comenzado a estudiar en el Instituto de La Víbora, y tenía ahorrado un dinerito del trabajo, le di a José Mario 80 pesos para la publicación de mis poemas, aunque él me insistió en que no hacía falta.
Empezamos a reunirnos en cualquier lugar, en la Unión, por ejemplo, que se había fundado después del I Congreso. Conversábamos, discutíamos Mario Balmaseda, Eugenio Hernández, Ana Justina Cabrera y los otros. Del grupo de quienes habíamos obtenido las becas del Seminario de Dramaturgia también se fueron integrando algunos. El vínculo nació orgánicamente, de la pujanza, la libertad y la posibilidad de expresarnos que sentíamos con la Revolución. No teníamos idea precisa sobre lo que queríamos pero ante sucesos como los de Vietnam, todos queríamos que nos dieran un fusil para irnos a la guerra.
En cuanto a la literatura, lo que pretendíamos sencillamente era expresarnos. No puedo afirmar que teníamos un claro concepto de lo que queríamos decir, sino el deseo de reflejar la realidad, lo que estábamos viviendo, nuestros intereses y aspiraciones. Entre nosotros, Ana María, periodista, una mujer muy clara, era quien tenía una formación más sólida que la de la mayoría de nosotros, pues muchos cursábamos todavía el bachillerato.
Comenzamos a leer, sobre todo lo sugerido a partir del seminario de Dramaturgia, donde impartían clases Retamar, Carpentier y una lista de profesores increíbles. Nos fuimos motivando en serio, y leíamos como locos. En el Seminario yo ganaba 132 pesos por estudiar y además de comprarme ropa nueva todos los meses, llené mi casa de libros. El deseo de leer nacía a borbotones y a la vez nos íbamos a la biblioteca, a conciertos y exposiciones, íbamos a escuchar a Bola y Elena a El gato tuerto, nos reuníamos en las concentraciones populares, como aquella en la que se declaró el carácter socialista de la Revolución. En Bellas Artes, Guillermo Cabrera Infante dictaba conferencias sobre cine, y allá íbamos cada sábado, porque queríamos absorberlo todo.
En medio de esto, evidentemente, comenzaron las primeras discusiones, los debates sobre los principales estetas y pensadores que nos impresionaron: Fanon, Césaire, Marcuse, Fidel y el Che. Debatíamos, intercambiábamos, y eso nos fue formando. No éramos tan ingenuos, pero sí un poco idealistas al creer que la Revolución era la varita mágica que vendría a arreglarlo todo, que teníamos el cetro en la mano. No se puede decir que fuimos insolentes, pero sí que éramos poco conscientes de lo que estábamos viviendo. Tratábamos de disfrutar de aquel momento en todas las formas, hasta las más inimaginables. En medio de eso, de aquellas reuniones hasta las madrugadas en cualquier lugar de La Habana, de las lecturas -que podían llegar a 50 o 60 libros al mes-, de los intercambios de textos para publicar, se fue creando la conciencia, el sentido de crítica, superación y desarrollo.
Próximamente saldrá un trabajo en la revista Unión, de José Mario, muy ingenuo, pero a la vez tan hermoso y revolucionario, que puede dar una idea más justa de El Puente, teniendo en cuenta todo el debate que se generó con posterioridad. También está el Manifiesto, que expresa el carácter abiertamente revolucionario del proyecto, pero a la vez con un sentido tan liberal que, por supuesto, llevó a El Puente a una serie de contradicciones y contratiempos.
A esto se unió la presencia del Black Power en EE.UU. A pesar de que nos interesaba mucho lo que estaba pasando en ese país, no queríamos trasladar el Black Power a Cuba, y parece que eso no se entendió. Lo que nunca hubo entre nosotros fue distingos por la procedencia: Georgina Herrera era negra, limpiaba en una casa, pero llevó unos poemas increíbles que nos deslumbraron a todos, como los de Reinaldo Felipe o Nancy Morejón. Nuestras procedencias, criterios y color eran diferentes, pero lo que importaba era la juventud, el talento y el deseo de trabajar por formar un movimiento de creadores que estuvieran por la Revolución.
El Puente quizá haya sido una de las experiencias más inclusivas de la cultura cubana en aquel momento. ¿Cómo funcionaba entre ustedes ese respeto a la diversidad?
Muy joven, en Santiago de Cuba, supe qué era la discriminación. Lo sentía desde que era niño, porque compartía la mesa de la escuela con un galleguito que me decía «negro de mierda» cuando nos fajábamos. No sabía lo que era el racismo, pero podía percibirlo. Recuerdo una conversación con un amigo que no quiso ir a la fiesta de 15 de una muchacha que jugaba siempre con nosotros, porque no nos habían invitado al resto por ser negros. Con 13 años comencé a tener una idea de lo que significaba la discriminación.
Pero entre la gente de El Puente nunca me sentí diferente. Tal vez era una cuestión de condición humana y de la situación que estaba viviendo el país. Las diferencias que podían darse entre nosotros tenían que ver con la cantidad de libros que leíamos, la cantidad de películas que veíamos, o que alguno tenía más condiciones que otro para el teatro. Diferencias eróticas existían todavía menos, cada cual tenía su vida amorosa como quería o podía.
Teníamos una conciencia muy grande de la diversidad, porque creíamos que la Revolución se había hecho para eso, para que cada cual se manifestara y ocupara el lugar que le correspondía en la sociedad. Eso lo defendíamos a capa y espada, tanto es así que en el primer número de la revista que íbamos a publicar aparecía, por primera vez en Cuba, una traducción de Ginsberg. Su libro Aullido era excelente, pero a la vez un bofetón para la época por el lenguaje que utilizaba.
El Puente se iba de un lado al otro. En esa misma revista iba a publicarse «La nueve en pantalones», un poema de Maiakosvki. No había censura, sino que se creía necesario abrir el diapasón para hablar y mostrar lo que sucedía en el mundo del arte. Tal vez, mirándolo con distancia, después que ha pasado el tiempo, aquella voluntad de El Puente era demasiado osada. No obstante, se trataba de una elección y una decantación natural, y uno publicaba cosas que ahora querría desaparecer, pero en ese entonces todo era muy espontáneo.
Ninguno de mis poemas apareció en la primera antología de El Puente, aunque muchos no se lo explicaron nunca. José Mario, que era un gran amigo, decía que yo necesitaba más entrenamiento. En el año 64, él mismo me dijo que me incluiría en la segunda antología. Le enseñé un libro de poemas en el hotel Habana Libre, él seleccionó dos, y salimos. Dejé el libro olvidado allí, y cuando regresé a recogerlo, había desaparecido. Eso fue una advertencia para no seguir escribiendo poemas y dedicarme definitivamente al teatro, porque en mi generación había excelentes poetas, mucho mejores.
No tenía sentido entonces distinguir a El Puente por su composición racial…
Nosotros siempre estuvimos conscientes de que en Cuba no vivimos en guetos. En Cocosolo, Pogolotti o en Santiago de Cuba donde yo vivía, había gente de todas las razas. El único gueto que existía era por un problema social, no racial. No fue igual que en EE.UU. Ahora, sí nos parecía que el pensamiento, por ejemplo, de Césaire, del propio Fanon, podría servirnos de alguna manera para conocer nuestros antecedentes. Aquí no existió el Ku Klux Klan, sin embargo, existió la Guerrita del 12 y mucho antes la Conspiración de la Escalera. Hubo un grupo de gente, no de El Puente, pero sí cercanos, que querían imitar el movimiento del Black Power de EE UU.
¿Y por qué escribí Plácido? Porque sabía que la Revolución no era una varita mágica, el prejuicio racial no se acabaría ni hoy ni mañana ni dentro de 40 años, sino que va transformándose poco a poco. Siempre que haya un problema económico muy serio, aparecen los valores de la diferencia. Cuando hay mucha distancia entre los individuos, se empiezan a valorar las diferencias, que pueden ser raciales, morales y demás. Pero nunca viví en guetos. Y como me acostumbré a no vivir en guetos nunca creí que el Black Power fuera el camino. No teníamos mentalidad de guetos. Muchos teníamos parejas que eran blancas, negras, indistintamente, no seleccionábamos por la raza. No me interesaba hacer un Black Power, no quería todo el poder para los negros, además, no lo quiero.
Empecé a preguntarme de dónde había nacido esto y me acordé de la Conspiración de la Escalera. El maestro José Luciano Franco, cuando supo lo que estaba escribiendo, me mostró una de las delaciones que firmó Plácido. Me conmoví leyendo aquello y fue mi primera lección de historia, Luciano Franco señaló unas manchas en el papel y me dijo: «¿Usted sabe qué es eso? Es sangre, así fue como lograron la delación, torturándolo». Entonces, con esa obra, traté de ver cuáles eran las raíces del prejuicio racial en nuestra sociedad. Con esa obra comprendí que la libertad del ser humano está condicionada por la sociedad en que vive, en cualquier lugar. Si no estás de acuerdo con ella, puedes luchar y tratar de obtener mayores cuotas de libertad, o te vas, como hicieron muchos, y en aquel momento decidí quedarme. Tenía que ser uno más en la construcción de la realidad. El hombre es esclavo de su circunstancia, es una esclavitud que padecemos todos. Si quieres ser alguien en tu tiempo tienes que responder a él, en pro o en contra. Los que están en contra por lo general se van, yo me quedé.
¿Cómo era la relación de los miembros del grupo con intelectuales de otras generaciones como Lezama, Virgilio, Retamar, Carpentier…?
Virgilio fue un benefactor de los jóvenes; aunque no fuimos amigos, debo agradecérselo siempre. Él, Retamar, Guillén, Pablo Armando Fernández y Lezama siempre nos consideraron. A Lezama lo conocí en Palabras a los Intelectuales.
Ese día estaba con Sergio Vitier, menor que yo, pero ambos muy jovencitos. No puedo decir que fui amigo de Lezama, solo conversé con él dos o tres veces. La amistad es otra cosa. También fuimos alumnos de Carpentier en el Seminario de Dramaturgia, que impartía unas clases fabulosas de tres horas sobre la historia de la literatura. Y de Retamar y José Brene.
Ellos tenían siempre un asombro hacia nosotros y una mirada que yo diría condescendiente y amistosa. Para un grupo de intelectuales no éramos adversos.
Y estaban los antiizquierdistas como Emma Pérez, que cualquier cosa que fuera en apoyo de la Revolución lo consideraban bajo y pedestre. Nosotros no éramos hiperrabiosos revolucionarios; pero sentíamos el proceso cada uno en su medida.
Era un momento muy contradictorio. Había muchos vasos comunicantes entre generaciones, mucha diversidad y se entremezclaban todas las tendencias. No quiere decir que hubiera igualdad de criterios, algo que sucede en nuestra crítica hoy, sobre todo en la teatral. No se puede ser reduccionista porque todo reduccionismo es limitante. En los más de 30 libros publicados por El Puente existía de todo.
¿Qué pasaba con otros escritores de su misma generación?
En la antología de poesía que hicimos en El Puente aparecía Guillermo Rodríguez Rivera. Wichy Nogueras había empezado a entregar y recuerdo que José Mario me hablaba mucho de él y me dijo que para una tercera iría también Excilia Saldaña.
El Caimán… marcó una tendencia que no fue tan espontánea como la nuestra. Fue algo que se propició como una forma de excluirnos, porque no se puede negar que durante mucho tiempo nosotros no podíamos publicar ni estrenar obras de teatro. Por supuesto, eran jóvenes con valores y también revolucionarios. Algunos tenían nuestra edad, pero era otra etapa.
Luego Jesús Díaz publicó un trabajo sobre nosotros casi insultante. Años después, cuando gané el Premio Casa de las Américas en el 89, él estaba en la entrega. Casi a las tres de la mañana salimos Nancy, Miguel y yo de la Casa y él vino por detrás, nos pasó el brazo y nos dijo: «Discúlpenme, yo sé que cometí un error con ustedes». Nosotros no respondimos nada, seguimos caminando. Pero tiró a matar. Ahí están sus palabras diciendo que no éramos políticamente correctos, que teníamos que desaparecer. Él se fue y algunos de nosotros tuvieron que irse por otras causas, pero la mayoría estamos aquí. ¡Qué ironía, verdad!
Una de las principales acusaciones que pesaron sobre los autores de El Puente es que su poesía era demasiado intimista y existencialista. ¿Cómo dialogaban esas miradas en una época en que el espíritu era diferente, que se proponía otra estética?
Eso molestaba, pero no es totalmente cierto que todos fuéramos así. Se publicaba textos de José Mario, de Ángel Ruiz, de Manolo Granados y los míos que tenían una intención revolucionaria, y que alguien venga a demostrarme lo contrario. Lo que ocurre es que también salió una poesía amatoria de Lina de Feria, Nancy Morejón y Georgina Herrera, quienes tenían poemas muy sensibles sobre cuestiones humanas; pero eso no era un denominador común. Ahí están los de Miguel Barnet. Teníamos una mirada sobre todo hacia la ciudad, y al componente humano de la ciudad.
Se esperaba que hiciéramos otra poesía, pero un poema no sale porque uno se lo proponga, ni porque alguien te lo diga. La literatura es otra cosa y siempre que sea buena es revolucionaria. Revolucionaria porque trata de criterios de la existencia y de cómo transformarla, aunque no hable solo de la Revolución.
No vivíamos ajenos a la realidad. Es verdad que José Mario publicó demasiado y nosotros mismos lo criticábamos por eso, porque a todos nos parecía que podría ser mejorable. De ahí salieron las primeras contradicciones. Ana María era una mujer muy lúcida que respetaba la individualidad, pero pensaba que la literatura era algo más serio que un simple desahogo espiritual. Ahí tuvieron las primeras confrontaciones internas y Ana María renunció. La difunta Ana Justina y yo fuimos los editores de El Puente por dos o tres semanas. Enseguida José Mario volvió a coger la dirección, porque él era un ser maravilloso pero se quería salir siempre con la suya. Ana María se apartó y él volvió a sacar los últimos libros, uno de ellos de Manolo Ballagas, con cuentos eróticos muy candentes. Ahora alguien lo ve y le sorprendería por qué se horrorizaron.
El erotismo cambia según los tiempos. Más importante que lo que se ve es lo que se expresa. El arte no es una reproducción banal ni literal de la existencia, es una interpretación reflexiva de la realidad. El problema no es solo despertar sensaciones, sino despertar criterios y formas de ver la realidad.
Para demostrar cosas escriben los filósofos. Un poeta, un novelista, un dramaturgo escribe para descubrir. Si después que le pongo el punto final a una obra no sé un poco más de la condición humana, de mis semejantes, no valió la pena.
No hay una obra que haga una revolución ni que la tumbe. Ninguna obra de arte logra eso. Nosotros podemos incidir en el ser humano, hacerlo pensar. Estoy en contra de cualquier cosa que sea un panfleto. El arte no se puede conformar con mostrar ni las esencias ni las apariencias, sino la contradicción que se manifiesta entre ambas.
¿Cuáles fueron las contradicciones que a su juicio surgieron alrededor de El Puente?
Las internas eran más bien estéticas, y con respecto a la forma de conducir El Puente. Con la realidad eran otras y con la gente de El Caimán… también. Éramos aborrecibles, éramos la perdición, éramos nocivos e innecesarios. Así lo escribieron.
Por otra parte, invitan a Allen Ginsberg. Él había hablado muy bien de la Revolución. Todo el mundo sabía lo que él era, pero Ginsberg tuvo problemas aquí y le dijeron que se fuera. Los de El Puente lo conocimos una tarde en la Unión de Escritores. Desde la primera vez que lo vi, no me gustó su apariencia, pero era uno de los más grandes poetas de la lengua inglesa.
Además del problema con Ginsberg, también hubo una situación con el libro de Manolito Ballagas, que ya estaba en la imprenta, era bastante atrevido para el momento porque hablaba de su experiencia con su noviecita. Imaginen eso combinado con aquellos que abogaban por el Black Power. Todo coadyuvó a la desaparición de El Puente.
Nancy estuvo mucho tiempo sin publicar, yo no estrené hasta entrados los 70, a José Mario se lo llevaron para la UMAP y el grupo se desintegró. Ana María se fue del país, pero vino a Cuba hace dos años y sigue siendo revolucionaria, tiene un pensamiento de izquierdas y era totalmente anti Bush.
¿Cómo es la relación actual entre los antiguos miembros del grupo que se quedaron aquí y los que se fueron?
Ana María es mi hermana, yo la quiero mucho. En realidad es más joven que yo, pero es como si fuera mi hermana mayor porque es una mujer de una inteligencia suprema y le debo muchas cosas. Anteriormente hice un intento de publicar aquí a algunos de esos miembros de El Puente, ahora va a salir un libro de José Mario, se van a publicar otros textos. A Reinaldo Felipe no he podido verlo, aunque vino a Cuba y estuve allá en Connecticut, pero no lo vi. Mercedes Cortázar tenía intención de venir. Isel Rivero aun tiene resentimientos, igual que Manolo Ballagas, algo que me da mucha pena.
Las cosas que se están publicando y lo que se está haciendo aquí, de alguna forma ha creado una distensión y muchos de ellos quieren colaborar. En otro momento, cuando les pedí poemas a Reinaldo y a Lilliam Moro, muy finamente me dieron excusas y se negaron. Cuando le escribí a Manolo Ballagas tampoco estuvo de acuerdo. Y algunos critican el libro de Barquet. Pero el resentimiento no lleva a ningún lugar. Hay algo siempre por encima de uno, que es el bienestar de conciencia, tener conciencia de que uno ha servido para algo. Y si uno tiene eso, no se encasquilla en odios y rencillas, porque serías un ser muy amargado. Ya ha llovido demasiado y hemos perdido muchas cosas, hemos ganado otras, pero hemos perdido muchas para darnos el lujo de seguir perdiendo. Como dice Marta Valdés, ningún amor es infinito. Eso mismo sucede con el odio, ninguno puede ser infinito. Hay que aprender a perder, a veces perdiendo se gana. Y creo que he ganado bastante en la vida.
¿En su opinión cuál fue la trascendencia de El Puente?
Creo que dejó un sedimento que ahora se está valorando, tanto afuera como aquí, y hay muchos investigadores y personas que han escrito libros tratando de ver la realidad de una manera más amplia, más contemporánea, de una manera creativa y, ¿por qué no?, reflexiva y revolucionaria.
¿Qué cree de las lecturas que, desde el presente, se le hacen al fenómeno de El Puente?
Nadie tiene la verdad absoluta. Creo, y esto lo aprendí estudiando Historia con la doctora Pichardo, que los que vengan van a saber más acerca de nosotros que nosotros mismos. Eso es lo bueno que tiene este libro (el de Barquet) y cualquier otra investigación que se haga. Porque al vivir en el tiempo de la misma realidad que pretendes analizar, por muy lúcido que seas, siempre corres el riesgo de tener interpretaciones no plenas. El tiempo va decantando y transformando. Es lo que pasa con El Puente, como con muchos otros fenómenos, que se fueron decantando de manera natural y con el tiempo se puede analizar mejor.
Sobre El Puente me sorprende mucho la narrativa que ahora está haciendo Alberto Abreu, que tiene razón en las cosas que dice. O lo que descubrió Barquet, a pesar de que todos nosotros siempre dijimos que la aversión hacia el grupo fue por prejuicios morales, cuando en realidad estuvo todo mezclado, pero en ese momento no lo vimos. Veíamos aquello que más peso tenía. Sucedió como con el iceberg, que solo se ve la punta, pero no siempre se puede ver lo que está bajo la superficie, hay quien es capaz de intuirlo, nada más. Creo que se seguirá hablando durante algún tiempo y vendrán nuevas interpretaciones, nuevos descubrimientos, nuevos conocimientos. Porque tal vez algunas vivencias se pierdan, pero a lo mejor otros elementos que incidieron en el fenómeno sean descubiertos por otros que vengan y escriban. Serán ellos quienes lo hagan, yo solamente trato de vivir mi tiempo e intento reflexionar sobre él, pero no soy un genio ni pienso llegar más allá, eso le toca a otro.