Armando Fernández Steinko es profesor en la Universidad Complutense de Madrid *** Me gustaría preguntarte por un artículo que publicaste en El Viejo Topo el pasado junio de 2018: «Inventemos un nuevo país de países». Empiezo por el título: ¿qué es un país, cómo lo podríamos definir o entender? ¿Y un país de países? Utilizo […]
Armando Fernández Steinko es profesor en la Universidad Complutense de Madrid
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Me gustaría preguntarte por un artículo que publicaste en El Viejo Topo el pasado junio de 2018: «Inventemos un nuevo país de países». Empiezo por el título: ¿qué es un país, cómo lo podríamos definir o entender? ¿Y un país de países?
Utilizo la palabra «país» o «país de países» por razones operativas, para no entrar en polémica desde el principio e intentar que el lector caiga en los términos trillados que son los que le estoy proponiendo esquivar. La palabra «nación» tiene una carga jurídica y política que, desde mi punto de vista, no está en el centro del problema. No quiero hacer aquí un debate teórico más, pero lo esencial de ese concepto es que da el paso desde el reconocimiento de una realidad cultural e identitaria propias, al deseo de que dicho reconocimiento se traduzca en el ejercicio del poder sobre un determinado territorio basado justamente en aquella, una realidad que el nacionalismo tiende a particularizar los más posible frente al resto y a definir de forma cada vez más uniforme excluyendo de esta forma tendencialmente a una parte de la población. Pero tampoco me interesa enfocar el tema, como lo hacen muchas personas progresistas, como un mero problema de (re)distribución de recursos entre territorios aceptados como «naciones» en función de dicha particularidad cultural e identitaria que, siguiendo la argumentación de los nacionalistas, estas también consideran acabadas y definitivas, en definitiva naturales y ahistóricas. Su punto es: ¿combinamos las naciones, regiones y nacionalidades siguiendo un principio federal o confederal? No, yo no voy por ahí pues para mí no hay combinar de otra forma cosas ya existentes sino crear un algo nuevo. El uso de la palabra «país» o «país de países» retrotrae a esos momentos abiertos y aún sin definir en los que todo esta por hacer, un momento que es el que vivimos o deberíamos vivir en España.
¿Se puede inventar un país de países o un país a secas? ¿Quién podría o debería inventarse ese tipo de entidades?
El uso de la palabra «inventar» también sugiere la naturaleza abierta de la tarea y el fuerte contenido de creatividad -por supuesto razonada e informada- que implica un esfuerzo así: no se trata de un problema técnico en primer lugar, sino de un problema político que ha de ser discutido por toda la sociedad y no sólo por los partidos como sucedió durante la Transición. Sólo una vez elaborado el boceto de país, definidos sus grandes rasgos se puede proceder a explorar los encajes legales, fiscales etc., con ayuda de los especialistas. Habrá cosas que no se podrán hacer realmente por razones técnicas o económicas, pero eso hay que demostrarlo y, además, hay que procurarlo. La inventiva técnico-jurídica representa aquí un activo muy importante para el proceso de forma que los juristas, fiscalistas o especialistas en políticas territoriales que necesitamos tienen que tener un doble perfil: político y técnico. En cualquier caso la sociedad española está hoy capacitada para tomar la iniciativa destinada a esbozar los aspectos centrales, que son los políticos: quiere un país solidario o competitivo, quiere que el «autogobierno» se concentre sobre todo en las regiones o sobre todo a los municipio, qué espera del estado, qué es bueno que asuma él y qué no etc. El diseño de un país es un proceso acumulativo de producción y contrastación de argumentos que, en un momento determinado, genera un vuelco en la opinión pública haciéndose en hegemónico. Hay muchas razones que explican ese vuelco pero las principales no tienen su origen en un fluir autónomo de las ideas y de los argumentos, sino en realidades y problemas prácticos que prometen resolverse mejor en un marco nuevo. Todos sabemos que esto no nace del mero debate de ideas como sugiere Habermas, sino que depende de la capacidad de los actores de someter estas ideas a deliberación pública: de salir en los medios, de ser tenidos en cuenta. Es posible que haya muchas resistencias, sobre todo procedentes de los partidos más convencidos del carácter ahistórico de las naciones: los nacionalistas al sur y al norte del Ebro. Yo creo que lo más factible es empezar por el agrupamiento y la coordinación de personas que ya han pensado en estos temas y disponen de un criterio contrastado, para que elaboren un esbozo de país. Hay mucho en la constitución de 1978 que se puede y debe incluir en el mismo, pero también hay mucho que no ha funcionado bien y que hay que cambiar. Lo segundo es visibilizarlo y someterlo a discusión en los medios de comunicación, en las aulas universitarias y en las redes sociales: aquí es donde se verá si es consensuable. Lo tercero es forzar a los grandes espacios de decisión política a que se posicionen frente a la propuesta: los partidos, los sindicatos etc.
Utilizas en este trabajo conceptos como ciudadanía, sociedad civil, izquierda, perspectiva progresista. ¿Nos los puedes definir? Algunos de ellos, no digo todos.
Ya te decía que no quiero hacer demasiada teoría pues, aunque me parece fundamental llenar los campos los semánticos con nuevos significados, hay un cierto peligro de que todo esto acabe, una vez más, en un simple debate entre intelectuales y académicos. El concepto de ciudadanía es profundamente republicano y nace de la convicción de que la única forma de combinar diversidad e igualdad y, por tanto, generar justicia social, es creando un espacio más elevado y abstracto en el que, hables la lengua que hables, seas hombre o mujer, negro o blanco, seas lo mismo que tus semejantes. Es un concepto imprescindible a medida en que el mundo se hace más complejo, se extiende la entropía social y en el que toca repartir cada vez menos recursos entre cada vez más personas. En sus orígenes, el término sociedad civil nace de la anteposición liberal entre individuos y Estado en un momento en el que este último sólo representaba a una parte de la sociedad real: la de la gran propiedad. La democratización de la vida social en la segunda mitad del siglo XX obliga a ver esta anteposición de forma distinta a como la enfocaban y siguen enfocando los liberales, aunque no cabe duda de que los estados nunca van a poder ser totalmente democráticos, que por mucho que se esmeren en representar al «país real» siempre van a obedecer a lógicas propias, distintas. Además la capacidad del estado de representar a toda la sociedad real está decayendo de nuevo debido al poder que han acumulado los grandes actores económicos y, en menor medida también los propios partidos políticos, que tienen cada vez más dificultades de representar realmente a la sociedad que aspirar a representar. Todo esto le da al concepto de sociedad civil una actualidad que trasciende su interpretación liberal primigenia. Izquierda tiene, al menos, dos grupos de significados que muchos izquierdistas entremezclan fatalmente en detrimento de sus propios objetivos programáticos. El primero consiste en una lectura del fenómeno democrático que se diferencia del de liberales y conservadores. Lo que podríamos llamar el núcleo del espacio político de la izquierda es la interpretación «textil» del fenómeno democrático, es decir, su comprensión una especie de paño tejido por varios hilos distintos pero completamente interdependientes.
¿Y qué hilos son esos?
Estos hilos son a.) el del reparto de las decisiones políticas, b.) el del reparto de los recursos materiales y económicos, c.) el del reparto del acceso a la educación y a la información o d.) también el del reparto del acceso a un medioambiente saludable para las generaciones presentes y futuras etc. El argumento central de la «izquierda» en que sólo si todos estos hilos se entretejen en un paño es posible crear realmente un orden llamado «democrático»: sólo si las personas tienen satisfechas sus necesidades materiales mínimas, si disponen de una educación mínima etc es posible crear una sociedad de este tipo, en definitiva: no hay democracia a largo plazo sin justicia social, educativa, ambiental de género etc. Esta forma de ver las cosas nació en el siglo XIX frente a la idea liberal de la democracia que insiste en la posibilidad de hablar de democracia en términos sólo políticos. La experiencia histórica ha confirmado que la idea del paño es correcta pues sólo con la creación de los estados del bienestar de la postguerra se pudo crear algo así como un orden democrático perdurable, sólo si la ciudadanía tiene satisfechas sus necesidades elementales y si está realmente informada sobre las opciones entre las que puede elegir supuestamente, puede implicarse en la toma decisiones, últimamente: sólo si existe un acceso generalizado a los recursos naturales, lo cual significa que estos tienen que ser tratados de forma completamente distinta, es posible crear un orden de tipo democrático etc. La degradación de la democracia política se produce, no por casualidad, tras la cancelación de los grandes consensos sociales de la segunda postguerra hacia principios de los años 1980 y las dinámicas democráticas se estancan porque la desigualdad expulsa a las clases populares de la participación política, por miedo a perder el trabajo, por falta de tiempo etc. El segundo significado de lo entendemos por izquierda es de contenido identitario: representa una suma de experiencias compartidas, referencias históricas, mitos y símbolos destinados a articular a los actores implicados en llevar adelante el programa del paño democrático. El problema es que cuando decae la capacidad efectiva de hacerlo, los elementos identitarios empiezan a ganar un peso excesivo hasta el punto de que pueden llegar a bloquear el avance hacia los objetivos programáticos. Esto obliga a actualizar continuamente las identidades políticas con el fin de evitar que se conviertan en una especie de arqueología discursiva destinada a mantener la cohesión conservadoras de las organizaciones. El término perspectiva progresista sugiere la reivindicación de que el futuro puede y debe llegar a ser mejor que el presente para la mayoría de la población y para el conjunto del planeta, una reivindicación que admite naturalmente muchas formas de interpretar la palabra «mejor», pero que choca en todo caso con la impugnación postmoderna de la idea de progreso.
¿Por qué piensas, como afirmas, que el neoliberalismo y las dinámicas competitivas no son capaces de fraguar colectividades perdurables? Hasta ahora, llevan muchas décadas en ello, parecen que lo han conseguido.
Lo que fraguó colectividades perdurables después de la segunda guerra mundial, colectividades nacionales que en aquellos años eran aún muy recientes, es la decisión de limitar la competencia del capitalismo liberal del siglo XIX: la aceptación de que también las clases populares tienen derecho a disfrutar de los beneficios de la modernización independientemente de su nivel de renta; el reconocimiento de que todos, tengan el nivel de renta que tengan y sean del sexo que sean, pueden votar; la creación de un orden económico y financiero internacional cooperativo que le concede a todos los países el derecho encontrar un lugar bajo el sol de la economía mundial para desarrollarse hacia dentro, es decir, recaudar impuestos para abrir escuelas y hospitales en los territorios más recónditos etc. Fue entonces, y no antes, que los estados nacionales tal y como existen hoy se ganaron su legitimidad entre sectores amplios de la población. En décadas anteriores la legitimidad de los estados sólo tocaba a las clases medias y los argumentos utilizados para conseguirlo tenían un contenido supremacista en muchos casos, aludían a la rivalidad militar con otros estados y a su propios expansionismo imperialista. Aunque no todo era competencia y rivalidad pues no se puede pegar duro hacia fuera sin compactarse hacia dentro, lo cual explica la importancia de los programas organicistas e interclasistas tanto en el seno de los países -fascismos de entreguerras- como en el seno de las empresas que dominaron el panorama mundial hasta la segunda guerra mundial -sindicados verticales, corporativismo organicista etc.- El neoliberalismo reactiva todos estos mecanismos pues no es sino la cancelación de los grandes acuerdos solidarios de la postguerra. Pero no solo exacerba la competencia sino que reactiva, una vez más, los mecanismos destinados a compactar los territorios hacia dentro. Pero no para redistribuir y equilibrar tejido social, sino para poder pegarle más duro a otros territorios/países/naciones considerados rivales. Para ser efectivos necesitan deshacerse de la solidaridad con los más necesitados dentro de sus propios territorios pues estos no aportan nada y representa una carga. Este organicismo interclasista se detecta, de una forma y de otra, en la mayoría de los países occidentales, sobre todo entre sus clases medias temerosas de un desclasamiento, y también está empezando a penetrar en los sindicatos que hasta ahora se llamaban «de clase». El proyecto genera una ilusión de colectividad basada en principios solidarios: «todos el pueblo unido sin excepción para pegarle más duro al enemigo externo». Pero la realidad es que no son «todos» ni mucho menos, sino un sector de las clases medias radicalizadas.
Afirmas también que el neoliberalismo alimenta los nacionalismos excluyentes. ¿También en el caso del secesionismo catalán?
Eso está fuera de dudas: no hay más que repasar la historia de la llegada del neoliberalismo a España y del protagonismo que han tenido las élites catalanas, hoy secesionistas, en dicha llegada. No es casualidad que muchas de las regiones parecían haber salido mejor paradas en la carrera neoliberal tales como Cataluña, Baviera, el País Vasco, el Piamonte o Flandes, sean las que hoy plantean las reivindicaciones de «autogobierno» mas insistentes -el caso de Escocia es algo distinto-. La particularidad del caso catalán es la siguiente. Cataluña ha sido el taller industrial de España durante casi dos siglos, en parte a costa de muchas capacidades industriales locales incipientes que sucumbieron en beneficio de las catalanas gracias a los apoyos y privilegios que le dio la monarquía borbónica a sus exportaciones a las colonias americanas. Esto ha llevado a la conformación de una burguesía emprendedora que contrastaba con las clases rentistas que han dominado en otras partes de España. Pero hay que abrir los ojos a la realidad tal y como existe hoy y no tal y como ha sido en el pasado: la burguesía catalana no ha sabido, querido o podido mantener su condición de burguesía productiva sino que, al promover las políticas neoliberales, ha propiciado su autoliquidación, incluidos muchos de sus valores humanistas y cosmopolitas. Por lo demás, el cosmopolitismo de hoy ya no es el del cosmopolitismo catalán del siglo XIX que se posicionaba frente al rentismo base agraria de antaño y fuertemente local. Todo lo contrario.
Nos explicas este «todo lo contrario».
El cosmopolitismo neoliberal alimenta nuevas formas de rentismo que ya no se sustentan en la propiedad de la tierra sino en el acceso a las finanzas internacionales. Además es profundamente antiestatalista, lo cual facilita la alianzas entre neoliberales e indepes. En realidad, el procès es la respuesta de la antigua burguesía catalana a su autoliquidación, a su transformación en un grupo dependiente de los impuestos de todos los catalanes, y que además está dispuesta a dejar fuera de su noción de «interés general» a más de la mitad de su propia población. Esto marca el final de en sus convicciones democráticas de antaño sustituyéndolas por una retórica organicista cada vez más agresiva alimentada económicamente por la competencia entres territorios, una retórica que les cae simpática a ciertos periodistas internacionales porque es la que ellos mismos defienden para sus propios países. Es importante que todos los demócratas de este país, los catalanes y los no catalanes, abran los ojos de una vez por todas al cambio tectónico que han sufrido todas las clases sociales, también las élites catalanas, a lo largo de treinta años de neoliberalismo, que se desprendan de esa idea irreal de una burguesía catalana «eternamente progresiva» frente a unas élites madrileñas «eternamente reaccionarias» y que, en gran medida, son el resultado de una suerte de complejo de inferioridad que recuerda al europeismo ingenuo del que se contagiaron las élites españolas en los años 1980, y que elevó innecesariamente el coste que tuvimos que pagar por la integración en el Mercado Común Europeo. No hay más que comparar el rigor del gran historiador catalán Jaume Vicens Vives, con las aportaciones de muchos historiadores independentistas en la actualidad para constatar el empobrecimiento intelectual de la antigua burguesía catalana.
Hablas de tres proyectos que son incompatibles con tu propuesta. Te pregunto ahora sobre ellos.
Cuando quieras.
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