Desde el comienzo del estallido, los manifestantes chilenos fijaron como un objetivo los monumentos a militares y conquistadores. En cambio, erigieron sus propias figuras, entre ellas la de un perro negro que en las marchas de 2011 le ladraba a la policía. La periodista chilena Consuelo Ferrer aborda en este artículo las reescrituras de la historia puestas de manifiesto en las movilizaciones, la crisis como oportunidad para la búsqueda de un sentir colectivo perdido, y la necesidad de imágenes que representen el desamparo.
En medio de la plaza que solía llevar su nombre, sentado arriba de su caballo Diamante, se erige el comandante Manuel Baquedano. Allí está, inmóvil, desde que en 1928 el presidente Carlos Ibáñez inaugurara su estatua. Hoy, esa explanada fundamental de Santiago de Chile, que ha sido desde hace décadas el centro de protestas y celebraciones, lleva otro nombre. Al menos así la reconocen los chilenos desde el estallido social: el espacio donde está Baquedano —rayado, pintado, intervenido— es ahora la Plaza de la Dignidad.
Otras estatuas, como algunas de las que custodian el frontis de la Universidad Católica a pocas cuadras de allí, ya no están. La institución decidió retirarlas para protegerlas, y así lo hizo también la Municipalidad de Providencia, comuna que comienza en el límite de la plaza. Lo que temen las autoridades es que les pase lo que le ocurrió a otras estatuas en diferentes rincones del país, de forma simultánea.
Fue el caso de Pedro de Valdivia, el militar español que lideró la Conquista y fundó un puñado de ciudades, entre ellas Santiago, además de encabezar la guerra contra los mapuche, el pueblo originario que estaba allí antes de su llegada. El pasado 29 de octubre, 11 días después del inicio de la crisis, su estatua fue derribada en la ciudad de Temuco, capital de La Araucanía, la región que todavía concentra la mayor cantidad de habitantes mapuche.
A pocos metros, los manifestantes le arrancaron la cabeza al busto del militar Dagoberto Godoy para colgarla de las manos del monumento a Caupolicán, el toqui mapuche que dirigió la resistencia durante el mismo periodo y que fue asesinado por los españoles por empalamiento. En su otro brazo se alzaba la Wenufoye, bandera que el Consejo de Todas las Tierras confeccionó para representar a la nación mapuche.
También sufrió Cornelio Saavedra, el que ideó el proceso de sometimiento de los araucanos, una sangrienta campaña que quedó en la historia con el nombre de “pacificación”. En Collipulli, un pueblo que en mapudungún significa “Tierras Coloradas”, su busto recibió un combo de acero.
“No fue destruir por mero vandalismo: fue una destrucción un poco revolucionaria, simbólica, muy parecida a cuando le cortan la cabeza a un rey”, explica la historiadora María José Cumplido. Los ataques, dice, no eran “porque sí”. “Había una conciencia de lo que significaba y de las implicancias que tenía. Son figuras que han sido parte de la élite, que ha pactado, destruido y financiado la historia de todos los mestizos chilenos”.
El fenómeno se dio con fuerza al inicio de la crisis social que atraviesa el país desde el pasado 18 de octubre, y que ha sido descrito como el estallido de una olla de desigualdad que acumuló presión por años. Las acciones dejaron en evidencia una distancia entre la ciudadanía y las figuras que le fueron designadas para decorar sus espacios, para rendirles honor.
“Hay una reflexión sobre quiénes son héroes y dignos de estar en este país que estamos repensando”, agrega Cumplido. “Cuando le cambian el nombre a la plaza por Dignidad, le dan otro sentido. En ese espacio, Baquedano ya no tiene cabida. Se ha dicho que fue vandalismo, pero el patrimonio no es solo valioso porque sea antiguo, sino porque explica cómo se constituye el presente y qué es lo que valoramos hoy. Esas figuras, al final, son hostiles”, dice. También asegura que “la historia, a veces, se reescribe”.
Una crisis de representación
“Efectivamente, el estallido social puso en juego mucho más que solamente un reclamo económico por la distribución de la riqueza: también se hizo con la representación de quiénes somos, cuál es nuestra identidad”, afirma Carolina Aguilera, investigadora adjunta del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES). La socióloga, que tiene un doctorado en Estudios Urbanos, se especializa en los espacios de memoria.
“Efectivamente, el estallido social puso en juego mucho más que solamente un reclamo económico por la distribución de la riqueza: también se hizo con la representación de quiénes somos, cuál es nuestra identidad”, afirma Carolina Aguilera, investigadora adjunta del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social.
Lo que está pasando, asegura, es el restablecimiento de un vínculo social que se había esfumado. “El modelo neoliberal no solamente habla de cómo se realiza la economía, sino que también de cómo el modelo de mercado termina reemplazando los vínculos sociales. La crisis también es una búsqueda de un nosotros, de un sentir colectivo que se perdió en estos años”, explica.
Para alcanzar esa identidad colectiva, dice, es imprescindible tener una “historia compartida”. “Ahí es donde aparece la historia de este pueblo que ha sido una y otra vez mancillado y abusado, un legítimo nosotros. Esta historia corta que nos cuentan de la dictadura y la transición, es más bien una historia larga, donde siempre se ha construido una dominación social a partir de la desigualdad. Ahí es donde reemerge este sentir colectivo”, argumenta.
Una de las cosas que le llama la atención es que la destrucción más emblemática de monumentos ocurrió fuera de Santiago, lo que asocia a un “reclamo regionalista” de larga data. “Una vez más se pone sobre la palestra que Santiago no es Chile, porque uno de los problemas graves del país es la centralización. En regiones es donde surge con mayor fuerza esta recuperación de la historia local de un nosotros”, menciona.
Aunque las protestas comenzaron por un aumento en la tarifa del Metro de Santiago, terminaron convertidas en un movimiento nacional. Las marchas surgieron en Valparaíso cuando cayó sobre la capital el toque de queda, y cuando se implementó ahí empezaron a replicarse de forma masiva en Concepción, Antofagasta, en distintas ciudades de un país que dejó de protestar por lo que pasaba en Santiago.
“En la base del estallido social hay una crisis de representación”, explica Aguilera. La historiadora María José Cumplido agrega que el fenómeno “no es nuevo”. “Es el gran problema que ha tenido la democracia en Chile desde que existe: no hay procesos vinculantes donde las personas comunes y corrientes podamos dar nuestra opinión sobre distintos temas. Nuestra participación en la democracia es solamente votar cada cuatro años”, dice.
Por eso, asegura, al mirar la historia de Chile se pueden identificar protestas similares. “Las hubo antes por el alza del transporte —la revolución de la ‘chaucha’ en 1949— o por el aumento del precio de la carne. Uno se pregunta por qué, cada cierto tiempo, volvemos a lo mismo. Es un problema que tiene que ser revisado, porque llevamos más de cien años con él”, afirma.
Eso que describe lo ve también en el espacio público: “Nunca ha existido una discusión media donde se pueda decidir qué queremos celebrar, reconocer o qué nos hace sentido. Tampoco qué estatuas queremos. Es muy autoritaria la forma en que la ciudad nos cuenta cierta historia”.
El perro negro
El 15 de noviembre se convirtió en una fecha clave en el proceso chileno. En la madrugada, todos los partidos del espectro político acordaron habilitar un proceso constituyente que abriera la opción a la ciudadanía de reemplazar la actual Constitución, escrita en dictadura y reformada en sucesivos gobiernos, por una redactada por representantes de su preferencia.
Ese día, la estatua de Baquedano amaneció en medio de un manto blanco. Un grupo de personas se organizaron para comprar metros y metros de tela blanca y la pusieron sobre la explanada. Encima se leía “paz”. Cuando vio las fotos, el artista visual y museólogo Marcel Solá lo sintió como una bofetada.
“Habían pisoteado a muchas personas, había muertos en batalla, heridos, mutilados, torturados”, relata Solá. En febrero, el Instituto Nacional de Derechos Humanos contabilizó más de 10 mil detenciones, 951 querellas por torturas y tratos crueles, 195 por violencia sexual y 445 traumas oculares, un triste récord mundial. “No era el momento de llamar a la paz, porque no había justicia”, dice.
Por eso decidió que ese mismo viernes entregaría a las calles su proyecto más reciente: una estatua-homenaje de 3,3 metros de altura, fabricada en fierro, plástico y papel, que tiene la forma de un perro negro con un pañuelo rojo al cuello. La imagen del animal, conocido como Negro Matapacos —“pacos” es una manera informal de referirse a la fuerza policial en Chile—, se había convertido ya en un ícono del movimiento: aparecía en pancartas, gritos y rayados en las paredes.
Solá no sabe si conoció al Negro. “No tengo la certeza de que fuera alguno de los perros que yo vi en las marchas del 2011, a las que asistí muchas veces para acompañar a mi hijo. Ahí se escuchaba que gritaban ‘mira, ahí va el Matapacos’, pero ya a esas alturas había varios perros con pañuelos y no era fácil de identificar”, recuerda.
Era lo que en Chile se conoce como “quiltro” —que en mapudungún significa “perro”—: un animal sin dueño, sin una raza determinada, acostumbrado a vivir en la calle. El Negro, eso sí, tenía un techo cerca del barrio universitario, y solía salir de su casa los jueves, cuando sentía el ruido de las marchas.
“Ya estoy resignada a lo que le pase. Sé que va a morir en su ley, porque a él le gusta pelear contra el guanaco (carro lanza agua) y todos sabemos que ellos (la policía), si tienen que pasar por encima de él, lo van hacer. Además que le deben tener un odio que te lo encargo”, decía al semanal The Clinic María Campos en 2012. Había conocido al perro en un paseo peatonal y con el tiempo lo llevó a vivir a su casa.
El Negro fue un participante recurrente de las movilizaciones universitarias y existen registros de él ladrándole a la policía, mostrándole los dientes, atacando. Por eso se ganó su nombre, y por eso se convirtió, de a poco, en un signo de resistencia. Entonces lo conocían principalmente los estudiantes, pero su figura empezó a trascender. A partir del estallido, dos años después de su muerte, se hizo protagonista.
Resistir desde el abandono
Solá empezó a construir al Negro en junio, meses antes del comienzo de la crisis. Ya desde 2013 recopilaba material referente a su figura y tenía planeado hacer una exposición. “Una vez iniciado el estallido, con mayor razón sentí que tenía que sacar la figura, pero ya en otro sentido: pensando en lo que simboliza para el movimiento, para las demandas sociales”, dice.
Hoy, el perro simboliza muchas cosas. “Es la expresión del afecto y el compromiso desinteresado, de la lealtad sin interés económico ni en favor del bienestar personal. Él responde a un acto natural e instintivo de proteger a quien le expresa afecto, y el quiltro de la calle tiene esa analogía con el que ha sido abandonado”, explica.
“El quiltro nos representa justamente a partir del abandono: son maltratados permanentemente, están sumidos en la indiferencia, son discriminados. Todos nosotros somos quiltros, unos más que otros, pero nos representa desde antes. Es un tema identitario muy arraigado en Chile”, profundiza.
Los quiltros han sido utilizados en campañas publicitarias e incluso una marca de alimento para perros tiene un producto especializado para ellos. Su figura tiene una dualidad positiva: “El quiltro tiene esa viveza, tiene calle y cancha, experiencia. El quiltro es ‘pillo’ —en Chile, astuto— y sabe cómo comportarse en contextos urbanos para resistir y sobrevivir”.
El Negro de Solá apareció ese 15 de noviembre en una plaza que está al costado de la estación de metro Salvador, en Providencia, muy cerca de la rebautizada Plaza de la Dignidad. “Es lo que el perrito está llamado a ser”, dice. Cada viernes a partir de ese día, cuando los manifestantes se congregaban en el centro y avanzaban por la Alameda, lo llevaban en andas, casi en procesión. Era parte de las postales de la protesta.
Pero así como hay quienes lo visitan y le sacan fotos, también están los detractores. Casi dos semanas después de su aparición, la estatua amaneció pintada de verde. Antes de que Solá llegara a arreglarlo, un graffitero se encargó de devolverle su color original. Después la situación empeoró. Solá no estaba en Santiago la mañana en que recibió las fotos de su obra quemada, reducida a la estructura de fierro. Le pidió a alguien que lo rescatara, pero le dijeron que no se podía. “No vas a creer lo que está pasando: la gente lo está vistiendo con vida”, le contaron.
El perro no estaba solo. Hasta la plaza habían llegado decenas de personas que le llevaron flores y construyeron a su alrededor una especie de animita. Pronto notaron que el soporte de fierro podía servir como sostén para las ofrendas. A las pocas horas, circulaba por redes sociales una nueva versión del Negro, esta vez verde y lleno de pétalos. Un mensaje se repitió junto a la imagen: “Las ideas son a prueba de fuego”.
Los nuevos héroes
En su figura, Carolina Garrido ve un significado más profundo. “Se refleja la crisis de representación. Las personas no confían en los políticos, ni en el Congreso, ni en los parlamentarios, ni en los partidos”, dice. En la medición más reciente del Centro de Estudios Públicos, se reveló que el Gobierno tiene un respaldo de 6%, el Congreso Nacional registra 3% y los partidos políticos apenas 2%.
“Una de las características de esta movilización y que la hace diferente a todas las anteriores es que aquí ya no hay líderes que la representen”, explica. Cumplido concuerda con el diagnóstico. “Hay una deslegitimación tal que ya no hay héroes. En 2011, para el movimiento estudiantil, había cierta esperanza en los dirigentes como Giorgio Jackson, Camila Vallejo o Gabriel Boric. Ahora que son diputados, pareciera que o se han demorado mucho o entraron en el juego de la política”, comenta.
Una década después, los analistas coinciden en que la confianza en los seres humanos parece perdida. “La esperanza ahora está dada por lo que emerge popularmente, que es justamente la figura del quiltro, o la historia del Pikachu —una madre que se disfraza del personaje de Pokémon en las marchas— o la del Spiderman —un reconocido bailarín callejero—, que tienen una épica distinta, más comunitaria, menos personalista”, afirma la historiadora. “Ante esta traición o lentitud de los héroes en los que confiaste en tiempos pasados, hay una esperanza en el anonimato y en elegir a tus propios héroes”.
La última vez que la Plaza de la Dignidad estuvo repleta fue el 8 de marzo, cuando dos millones de personas se juntaron alrededor del monumento. Ese día, una mujer encapuchada con el torso descubierto se sentó a horcajadas en la estatua de Baquedano, tapándolo, y desde ahí ondeó, durante toda la jornada, una bandera negra. La llamaron “la diosa de la Dignidad”. Ese día, había en Chile ocho casos de covid-19 y faltaban todavía diez días para que el presidente Piñera decretara estado de catástrofe por la pandemia.
Al mismo tiempo en que empezaba el estado de excepción constitucional, ese 19 de marzo, una cuadrilla gubernamental comenzaba a trabajar en la “recuperación y limpieza” de la estatua de Baquedano. La base del monumento fue pintada de ocre, pero al día siguiente volvió a amanecer rayada. Ese viernes 20 de marzo, justo antes de que comenzaran las primeras cuarentenas, fue el último día en que manifestantes llegaron hasta la plaza: fueron 30 personas y 12 quedaron detenidas.
Tres semanas después, la estatua de Baquedano recibió la visita del presidente, quien se detuvo en la plaza un domingo para tomarse una foto frente al monumento mientras para los habitantes de Santiago regía la prohibición de salir de sus casas. Las imágenes generaron molestia y rabia, y Piñera tuvo que pedir disculpas. “Si pudiera volver atrás, no me habría bajado”, dijo, aunque también agregó que “nadie es dueño” de la plaza. “Hay algunos que creen que ellos pueden decir quién puede y quién no puede estar”, acusó.
En medio de la pandemia, el Negro Matapacos aparece solo en redes sociales. Ahí, Solá sube fotos del perro tras su último atentado y aclara que está respetando la cuarentena. “Caerá mil veces y se levantará mil y una vez, al igual que el pueblo”, le escriben. “Es nuestro símbolo de lucha, y aunque lo quemen y destruyan lo tenemos en nuestro corazón, ropa, pañuelos, bicicletas, en el auto y en cada perro callejero que nos acompaña en la lucha”, le dicen también.
Desde los apartamentos donde los ciudadanos hacen sonar sus cacerolas en medio del confinamiento, a veces suena también “El baile de los que sobran”, la canción de Los Prisioneros que data de la dictadura pero que se volvió a convertir en un himno. En el tema, al comienzo de los acordes, se escuchan los ladridos de un perro. A los chilenos les gusta decir que es él.
* Consuelo Ferrer es una periodista chilena nacida en la comuna de Chillán, con interés en temas de feminismo, política y sociedad. Cofundadora de Patriarcado News, plataforma que denuncia el machismo en la prensa.