Muchos han entendido que los acuerdos alcanzados en el Parlamento de Chile, en la madrugada de hoy 15 de noviembre, constituyen una traición al pueblo y a sus movilizaciones. Pero este juicio es equivocado. Los honorables parlamentarios han sido consecuentes con el mandato que las clases dominantes les han entregado (no en balde les financian […]
Muchos han entendido que los acuerdos alcanzados en el Parlamento de Chile, en la madrugada de hoy 15 de noviembre, constituyen una traición al pueblo y a sus movilizaciones. Pero este juicio es equivocado. Los honorables parlamentarios han sido consecuentes con el mandato que las clases dominantes les han entregado (no en balde les financian sus campañas), en cuanto darle continuidad al régimen político heredado de la dictadura y reafirmado por los sucesivos gobiernos civiles. Efectivamente, tras la masiva y radical movilización popular del 12 de noviembre, el gobierno norteamericano, el empresariado, los mandos de las FFAA y la cúpula de la Iglesia Católica, le representaron al gobierno y a la casta política (en diferentes tonos y con variados argumentos), la necesidad de contener definitivamente el alzamiento popular. El mandato fue claro, había que cerrar filas a objeto de impedir la caída del gobierno y, junto con ello, la del parlamento y el sistema político en su conjunto. No debe sorprender, en consecuencia, que pese a eventuales diferencias, desde la UDI hasta el Frente Amplio, hayan alcanzado el «histórico acuerdo» (nos van a repetir esta monserga hasta el hartazgo), de cambiar la Constitución Política del Estado, pero mantenido el requisito de quorum de 2/3 de los constituyentes y permitiendo la formación de la Convención con sujetos provenientes de los mismos partidos políticos que han administrado el sistema de dominación hasta la fecha. De hecho, da exactamente lo mismo el quórum que se exija al articulado que formará parte de la nueva Constitución, si quienes constituyen y luego legislen continuaran siendo los mismos testaferros del capital. No hay traición en esto; por el contrario, hay coherencia. Es más, se puede esperar en los próximos meses que estos acuerdos iniciales luego se traduzcan en acuerdos permanentes que permitan reforzar la estrategia represiva del gobierno, ajustar la agenda social a los requerimientos de la reanimación de la economía y reducir al máximo la participación popular en una eventual Convención Constituyente.
Siendo así, el problema no radica en quienes representan o defienden el sistema y mucho menos en los porcentajes o quórums en que ello se exprese. El problema está instalado en quienes nos movilizamos a objeto de llevar a cabo las transformaciones profundas que la sociedad exige en las calles y por las cuales ya muchos han entregado sus vidas, mientras que otros han sido detenidos, torturados, violados, mutilados o vejados. Es necesario, por lo tanto, instalar en las asambleas territoriales y sectoriales el debate sobre nuestro proyecto político, sobre las estrategias de lucha y respecto de nuestras formas de organización. Sólo ello garantiza alcanzar de forma autónoma aquellos objetivos que el pueblo ha trazado en las calles a través de sus movilizaciones y registrado profusamente en sus pancartas. No basta con marchar cientos de kilómetros, como ya lo hemos hecho hasta la fecha; ni siquiera es suficiente con enfrentarse violentamente contra la represión o recuperar desde supermercados y farmacias aquellos recursos que el capital nos niega. Estas manifestaciones han sido, hasta la fecha, sólo la expresión de un estado de ánimo de la población (descontento, rabia, repudio) y como tales no se han convertido en una estrategia de acumulación de fuerza social y política para el cambio. Por el contrario, se están ritualizando peligrosamente y, al hacerlo, corren el riesgo de desgastarse en el corto plazo.
Desde el año 2006 (Revolución Pingüina) el Programa del Pueblo se ha venido afinando. Es un programa anticapitalista que exige la nacionalización de las riquezas básicas y de la banca, el control obrero sobre los procesos productivos, una efectiva redistribución de la riqueza, la protección del medio ambiente y una creciente inversión de recursos públicos en educación, salud, pensiones y vivienda. Estos elementos han aparecido sistemáticamente en las movilizaciones de los trabajadores subcontratistas, forestales, pesqueros y portuarios, pero también en las demandas de los movimientos regionales (Aisén, Calama, Freirina, Punta Arenas, Caimanes), en las movilizaciones estudiantiles y en múltiples expresiones sectoriales.
Pero no habrá Programa del Pueblo si las organizaciones sociales y políticas populares no avanzan decididamente hacia la realización de una Gran Constituyente Popular que coloque en el centro de la discusión y del rediseño institucional la construcción de una sociedad fundada en relaciones económicas y sociales solidarias. Las mismas que afloran en contextos de crisis, cuando el Estado abandona a los sectores populares y éstos se autoconvocan y desarrollan de forma autogestada las estrategias paliativas que les permiten resistir y sobrevivir. La solidaridad está en la base de la cultura popular, precede al Estado y a su legislación social y ha sido la estrategia más socorrida por los pobres en contextos de precariedad. Es el momento, en consecuencia, de convertirla, además, en un precepto de rango constitucional.
Experiencias históricas al efecto tenemos y debemos mirar a ellas, no a objeto de replicarlas, pero sí de aprender de sus aciertos y también de sus derrotas. La asamblea constituyente de asalariados e intelectuales, realizada en Santiago a comienzos del mes de marzo de 1925, e impulsada por el Partido Comunista y por la Federación Obrera de Chile, estableció las bases de un régimen político federal y reivindicó los derechos sociales y políticos de trabajadores, mujeres y niños, en pleno contexto de crisis del régimen oligárquico. Cuarenta y cinco años después la experiencia de la Unidad Popular y en particular la construcción del poder popular desde la base, en centros industriales y barrios obreros, abrió camino a la alternativa revolucionaria, en el marco de la crisis de la sociedad burguesa. Ambas experiencias fueron derrotadas, cuando la burguesía retomó la iniciativa estratégica, sumó a las FFAA, neutralizo al reformismo y aplastó a los revolucionarios. Hoy la burguesía y sus representantes encontraron el oxígeno que necesitaban en el Parlamento y se aprestan a retomar la iniciativa estratégica. De sus acuerdos espurios no podemos esperar nada nuevo y nada bueno, y las razones son claras. Éstos que nos invitan a sumarnos a su «acuerdo histórico» son los mismos que hasta hace cuatro semanas atrás desconocían que en Chile existían desigualdades, son los mismos que le entregaban las riquezas nacionales al capital transnacional, son los mismos que se negaban a mejorar los salarios de los trabajadores y las pensiones de los jubilados, son los mismos que lucraban con la salud, las ensiones y la educación. Son los mismos que envían a su jauría represiva cuando sienten la ira del pueblo desplegada en las calles. Sólo una Constituyente Popular, convocada, organizada y protagonizada por los trabajadores y el pueblo, garantizan la consecución de nuestros objetivos y la construcción de una sociedad efectivamente democrática y solidaria.
Pero no se puede desconocer que en estas cuatro semanas de lucha popular los avances y los aprendizajes han sido muchos. Una de las consignas más tempranas y más recurrentemente agitadas señala: «Chile despertó» y ya no les será posible volver a sumirlo en el sopor. Ni la represión más brutal, ni la desinformación sistemática, ni los intentos por fracturarnos, ni sus ofertas de última hora, han logrado aplacar la protesta popular. El pueblo se reúne, dialoga, se organiza y combate. Reconoce las condiciones en las cuales se desenvuelve su existencia, identifica con claridad a los responsables de la mismas y define demandas y estrategias de transformación.
Es un pueblo despierto que avanza de manera sostenida hacia crecientes niveles de organización. Expresión de ello son los comités de DDHH que acompañan las manifestaciones identifican a los detenidos, organizan la asistencia legal, presentan denuncias y señalan a los represores. También están los comités de salud que han levantado verdaderos hospitales de campaña para atender a los compañeros heridos durante las manifestaciones y que distribuyen información y recursos para combatir el armamento químico utilizado por la represión. Están los grupos artísticos y culturales que crean y recrean una estética profundamente comprometida con el pueblo y con los cambios que se necesitan. Están los colectivos de logística que proveen de agua y alimentos a los manifestantes. Y están los que combaten a la represión, los que defienden los territorios, los que protegen la manifestación, los que con su radicalidad abrieron el camino de la protesta y relevaron con sus acciones las miserias del sistema.
Pero no nos confundamos, no pertenecen a este grupo los delincuentes que asaltan a pequeños comerciantes o roban en los establecimientos educacionales de nuestros barrios. Este grupo fraccional es, sin lugar dudas, un producto residual del sistema, pero a la vez, funcional al mismo. Para ellos protestar es de «giles» y no trepidan en convertirse en «domésticos», cada vez que la oportunidad se los permite. En Centroamérica y Colombia, durante la etapa más álgida de la lucha armada contra la burguesía, la delincuencia devino en «sicariato» al servicio de los aparatos armados del Estado. Pero respecto de ellos no corresponde la denuncia y mucho menos su entrega a la policía; pero si su neutralización en nuestros territorios. Sus objetivos no son los nuestros y si se ponen al servicio del enemigo deben asumir las consecuencias.
Nos encontramos en una nueva fase en el desarrollo de la lucha popular. El Estado y sus lacayos han ordenado sus filas, han explicitado su oferta y se aprestan a redoblar la estrategia represiva para neutralizar a la franja más radicalizada del movimiento popular. Pero los trabajadores y el pueblo ya los reconoce y ya no acepta sus migajas. Es la hora de afianzar nuestros niveles de organización, de sistematizar los contenidos de nuestras demandas y de vertebrar y escalar nuestras formas de lucha. Es hora de construir un Polo Anticapitalista que se ponga a la vanguardia de la lucha popular.
Igor Goicovic Donoso, profesor Departamento de Historia, USACH
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