Aunque bajo la tensión de conflictos laborales y el incremento de la violencia en las regiones mapuches, la campaña electoral chilena -cuya primera vuelta tendrá lugar el próximo 13 de diciembre- transcurre tranquila, muy ajustada al libreto que caracteriza a este tipo de evento. Sin embargo, tras esta aparente normalidad, se respira la emergencia de […]
Aunque bajo la tensión de conflictos laborales y el incremento de la violencia en las regiones mapuches, la campaña electoral chilena -cuya primera vuelta tendrá lugar el próximo 13 de diciembre- transcurre tranquila, muy ajustada al libreto que caracteriza a este tipo de evento.
Sin embargo, tras esta aparente normalidad, se respira la emergencia de cambios que pudieran indicar un reordenamiento del cuadro político chileno, independientemente de cual sea el resultado de los comicios.
Se ha hecho mucho énfasis en que serán las elecciones más reñidas desde el plebiscito de 1988, cuando el voto popular rechazó la continuación del régimen militar y abrió el camino al llamado «tránsito democrático», pero no parece que esto constituya una rareza del proceso.
Todas las recientes elecciones chilenas han sido más o menos reñidas, porque, dadas las restricciones existentes, el padrón electoral solo ha cambiado para disminuir en los últimos 20 años. Caracterizándose en la actualidad por una masa de electores envejecida, con afiliaciones muy arraigadas alrededor de las dos coaliciones que controlan la vida política nacional y una visión de país donde el pasado tiene un peso decisivo.
Bajo estas condiciones, los resultados electorales no reflejarán por sí mismos lo que subyace a escala social, pero su lectura puede indicarnos la tendencia de los cambios que están teniendo lugar y su impacto hacia el futuro.
El panorama electoral y los candidatos.
Una verdadera avalancha de encuestas acapara la atención de los medios informativos, aportando datos que, sin ser numéricamente definitorios, nos presentan una idea del contexto en que se desarrolla la contienda:
La derecha, representada por un candidato único en la figura del empresario y ex senador Sebastian Piñera, se mantiene alrededor del 40% de la intención de voto, mostrando mayoría hasta el momento.
Sin embargo, a pesar de adoptar posiciones doctrinales menos fundamentalistas y un discurso populista que se distancia de la agenda tradicional de este sector, la preferencia por Piñera no ha crecido más allá de su electorado habitual, lo que solo le garantiza pasar a segunda vuelta y competir con el otro candidato que resulte más votado.
El oficialismo, donde se concentran los partidos de la Concertación, los cuales han gobernado el país desde 1990, presenta como candidato al ex presidente y senador demócrata cristiano Eduardo Frei.
Siendo una figura tradicional de la política chilena, Frei representa la continuidad de los gobiernos concertacionistas, lo que le asegura el voto duro de esta alianza, pero limita sus posibilidades de crecimiento en otros sectores. A pesar de contar con una poderosa maquinaria política y el apoyo expreso del gobierno, la intención de voto por su candidatura en primera vuelta no rebasa el 30% y muestra tendencia a la baja, debido tanto a la debilidad de su campaña -afectada por el fraccionamiento de la Concertación y la falta de credibilidad de su discurso-, como al reto que ha significado la candidatura de Marco Enríquez-Ominami.
Diputado socialista que abandonó el partido por contradicciones con la cúpula concertacionista y lanzó su propia candidatura a la presidencia, Enríquez-Ominami es por mucho el más joven de los candidatos y la gran sorpresa de la contienda electoral.
Hijo del mítico líder revolucionario Miguel Enríquez, muerto en combate contra la dictadura, e hijo adoptivo de Carlos Ominami, influyente senador socialista, que también abandonó este partido para sumarse a la campaña de su hijo, Enríquez-Ominami, aunque se define como de «izquierda progresista», arrastra a un espectro muy amplio de votantes, que abarca desde la izquierda hasta sectores de derecha, siendo su punto de encuentro es el rechazo a la política actual del país.
A pesar de ver constreñidas sus posibilidades por el sistema electoral vigente y el escaso tiempo que ha tenido para armar una campaña que partió de cero, varias encuestas sitúan Enríquez-Ominami muy cerca de Frei y Piñera, pero gane o pierda en las próximas elecciones, el éxito que ha tenido su candidatura refleja la simiente de un movimiento político que se proyecta hacia el futuro.
Por último, aparece el candidato Jorge Arrate, figura importante de la izquierda socialista desde los tiempos de Salvador Allende, que también abandonó el Partido Socialista y la Concertación para unirse al Partido Comunista en la alianza de izquierda Juntos Podemos.
Con apenas 5% de la intención de voto, la importancia de Arrate ha sido instalar con bastante credibilidad el discurso de la izquierda tradicional en el debate político, ganando espacio para una corriente que el sistema ha tratado de asfixiar mediante la exclusión, lo que ha dado coherencia a un núcleo de votantes que, aún siendo minoritario, puede resultar decisivo en el resultado final de los comicios.
El tránsito democrático.
Más allá del cálculo numérico y el acontecimiento mediático que siempre provoca este tipo de elecciones, valdría la pena adentrarnos en lo que significan como reflejo de la sociedad chilena.
Contrario a lo que muchos piensan, la democracia representativa chilena aún vive condicionada por las secuelas de la dictadura y su cuerpo jurídico constituye uno de los más excluyentes y menos participativos de América Latina.
La Constitución , aunque con enmiendas que limitan el papel de los militares en el gobierno, es la misma que impuso Pinochet en 1980. Como resultado de esto, tanto en el sistema electoral como en los procesos de toma de decisiones, existen normas que desnaturalizan aspectos esenciales del propio modelo, a lo que se suma una alta concentración del poder económico -el 1% de la población controla el 15% de la riqueza del país-, la monopolización de los medios informativos y la existencia de maquinarias políticas hegemónicas insertas en el tejido social del país a todos los niveles.
En su origen, este sistema partió de dos premisas que dieron forma al régimen político post dictadura, a saber, la democracia tutelada y el sistema económico neoliberal.
Regido por la ortodoxia de la Escuela de Economía de Chicago, Chile fue el primer país que implantó el modelo neoliberal en el mundo, lo que fue posible gracias al control social que, a sangre y fuego, impuso la dictadura pinochetista.
No obstante, como cualquier gobierno fuerte, incluso de la extrema derecha, se contradice con la esencia del neoliberalismo, llegó un momento en que la propia dictadura se convirtió en un obstáculo para los empresarios nacionales y el capital extranjero y ello abrió el camino a la llamada «apertura democrática», bajo la influencia directa de Estados Unidos.
Dentro de esta lógica surgió una «derecha civilista» que, encabezada entre otros por Sebastian Piñera, uno de los hombres más ricos de Chile, comenzó a cuestionarse el papel de los militares en el gobierno.
La Concertación , por su parte, se formó básicamente a partir de una alianza entre socialistas y democratacristianos, donde estaban excluidos los comunistas, antiguos aliados de los socialistas en el gobierno de la Unidad Popular.
Enfrentada a la derecha pinochetista, esta Concertación ganó las elecciones de 1989, pero sus primeros gobiernos, dígase Patricio Aylwin y Eduardo Frei, ambos de la democracia cristiana, tuvieron que actuar en el marco de poderes muy restringidos, bajo la amenaza constante de Augusto Pinochet, que continuó al frente de las fuerzas armadas y los servicios represivos.
En la búsqueda desesperada de una «institucionalidad» para el nuevo régimen, los primeros gobiernos de la Concertación aceptaron las demandas y desplantes de los militares, desmovilizaron al movimiento popular, sabotearon los procesos de condena a las violaciones de derechos humanos y gobernaron bajo la premisa de buscar consenso con la derecha para «no alterar el proceso democrático que vivía el país».
En capacidad de ejercer el control social bajo la premisa de erigirse como única alternativa frente a la dictadura, los gobiernos concertacionistas devinieron ideales para la administración del modelo neoliberal, lo que se agudizó en el período de Ricardo Lagos (2000-2005), toda vez que a partir de ese momento la conducción del modelo respondía a una convicción doctrinaria que ya no requería de presiones externas, lo que convirtió a Lagos en el favorito de los empresarios.
En definitiva, en la medida en que el poder de los militares decreció como resultado de la lógica del sistema y el propio desprestigio de Pinochet y sus acólitos, las normas de la democracia tutelada resultaron funcionales para los gobiernos concertacionistas, dando origen a cúpulas burocráticas en los partidos, que han tratado de perpetuarse en el poder mediante la creación de una clientela política que acapara la mayoría de los puestos públicos.
Tal evolución, donde el crecimiento económico ha estado acompañado de profundos déficits sociales y limitaciones a la participación popular, es lo que explica el detrimento de credibilidad que hoy día enfrentan los candidatos de la Concertación, a pesar de que de manera global la gestión administrativa de sus gobiernos ha sido bien evaluada nacional e internacionalmente.
El deterioro del régimen neoliberal en Chile
Como ha ocurrido en el resto de América Latina, los candidatos de la Concertación están pagando ante el pueblo chileno el fracaso del modelo neoliberal. Si ello no se manifiesta a partir de un movimiento popular antisistema, como ha ocurrido en otras partes, es porque las condiciones en Chile son otras.
Si bien no puede decirse, como aseguran los neoliberales, que el mercado chileno ha «chorreado» riquezas hacia el conjunto de la población, al menos ha «salpicado» lo suficiente como para generar mejoras comparativas en el nivel de vida de muchas personas, lo que ha servido para atenuar la presión social contra el sistema.
A lo anterior se suma una economía virtual de dudosa sostenibilidad, basada en una inmensa deuda social orientada hacia el consumismo masivo, lo cual impide que la gente perciba con claridad la precariedad de su situación real y viva condicionada a una dependencia muy grande del mercado.
Por último, no puede olvidarse el grado de desmovilización social y el trauma psicológico que significó la experiencia de la dictadura, instalando en la conciencia popular el conformismo de vivir en paz a toda costa, así como el peso de la cultura neoliberal, regida por la apatía política y el individualismo exacerbado, lo que explica que el reducido número de jóvenes que participan del proceso electoral -menos del 10% de los menores de 30 años- se incline mayoritariamente hacia la derecha.
Sin embargo, ni el crecimiento económico bajo estas condiciones, ni el control social ejercido mediante la violencia primero y el mercado después, han podido impedir el desarrollo de contradicciones que ya se dejan sentir en el debate electoral.
Chile es uno de los países con mayor índice de desigualdad en el mundo, lo cual repercute con fuerza en el crecimiento de la marginalidad y la segregación social; el aumento de la delincuencia, la drogadicción y el alcoholismo; el desempleo crónico y los déficits educacionales que afectan a la sociedad chilena.
Según recientes encuestas, casi el 80% de la población reclama una mayor intervención del Estado en la solución de estos problemas y prácticamente todos los candidatos coinciden con el diagnóstico y prometen resolverlos. El dilema es que para tales soluciones no basta hacer «ajustes» al sistema, sino una transformación a fondo del modelo económico y la conducción política del país.
Por ello, aunque el nivel de desmovilización social es aún muy alto y las muestras de rebeldía popular -a veces violentas- asumen por lo general objetivos difusos, formas dispersas y escasa organización; las propias tendencias electorales, así como la ampliación del debate político, nos indican que la inercia característica del período post dictatorial tiende a romperse, en la medida en que se generan expectativas que agudizan los conflictos y nuevas generaciones buscan alternativas con vista al futuro.
En definitiva aquí se cumple el axioma de que el problema fundamental del sistema capitalista no está en la generación de riqueza, al contrario, ningún modelo económico ha estado más orientado a este objetivo y ha sido más exitoso en lograrlo, sino en la contradicción que genera el aumento de esta riqueza con la apropiación desigual e injusta de sus beneficios, sobre todo respecto a los que la producen.
La coyuntura chilena actual.
Esto no quiere decir que estamos en presencia de la debacle del capitalismo en Chile. A diferencia de otros países latinoamericanos, donde el neoliberalismo condujo al deterioro absoluto de las instituciones políticas y ello provocó la emergencia de grandes movimientos sociales, que llenaron el vacío con gobiernos populares de orientación socialista, en el caso chileno, tanto las estructuras gubernamentales como los partidos políticos aún cuentan con suficiente fuerza para presentar alternativas al neoliberalismo, sin que ello implique alterar la esencia del sistema capitalista.
Frente a la crisis económica mundial, el gobierno de Michelle Bachelet se distanció del modelo neoliberal y aprovechando las reservas económicas acumuladas -en buena medida gracias a la fórmula neoliberal de restringir los beneficios sociales-, emprendió una política de salvataje de las instituciones financieras, regulaciones estatales, estimulación del empleo y protección social que, unido a la credibilidad y la aceptación que inspira su figura, explican tanto la enorme popularidad alcanzada por la presidenta en los últimos meses, como la imposibilidad de traspasarla a un candidato oficialista demasiado comprometido con el pasado.
Otra muestra del viraje es que la derecha, distanciada del pinochetismo gracias a la política de «punto final» propiciada por la Concertación y sin responsabilidad directa con la gestión gubernamental en los últimos veinte años, ahora se desentiende de sus compromisos históricos y se presenta como alternativa para la solución de los problemas generados por un modelo neoliberal que en buena medida impuso a la sociedad chilena.
Para comprender la aceptación de esta lógica, hay que tener en cuenta que dentro del debate actual la crítica al modelo aún no es suficientemente explícita, ni siquiera en el mundo académico, y está más orientada a sus efectos que a su concepción, lo que permite entronizar en la población la idea de que se trata de un problema netamente administrativo.
No estamos, por tanto, en presencia de un debate doctrinario y debido a ello los conceptos de derecha, centro e izquierda se tornan confusos. Pero lo esencial del mensaje, en tanto reflejo de la situación, es que, contrario al pasado donde el llamado «pensamiento único» a favor del neoliberalismo era realmente casi único, ahora ni siquiera la derecha puede presentarse abiertamente como defensora de este modelo y ello constituye un cambio relevante en la ideología que ha sustentado al régimen existente.
Aunque el tema de la política exterior ha tenido escasa relevancia en el debate electoral, tal problemática también se refleja en las proyecciones internacionales de los candidatos y es precisamente en este ámbito donde las diferencias entre unos y otros resultan más definitorias:
Eduardo Frei ha evitado referirse a estos temas, pero es de suponer que apoye la línea seguida por Michelle Bachelet, caracterizada por un mayor acercamiento a América Latina, aunque ello no implica un rompimiento con lo que los gobiernos concertacionistas han denominado la «alianza estratégica» con Estados Unidos.
En los casos de Marco Enríquez-Ominami y Jorge Arrate, las posiciones convergen en un concepto más abarcador de la integración latinoamericana y la reafirmación de una política más independiente de Estados Unidos. Enríquez-Ominami, por su parte, ha sido el candidato con una agenda internacional más activa, donde se destacan sus encuentros con los mandatarios Cristina Fernández, Rafael Correa y Luis Ignacio Lula Da Silva.
Sebastian Piñera, sin embargo, se coloca en el otro extremo del espectro político continental y reconociendo como sus referentes a José María Aznar y Álvaro Uribe, aboga por la articulación de un bloque de derecha que enfrente los nuevos procesos políticos latinoamericanos desde la perspectiva de las oligarquías nativas y los ultraconservadores norteamericanos. Es de suponer entonces que, en caso de ganar las elecciones, Chile se ubicaría en un espacio muy distinto al que ocupa actualmente en América Latina y en ello consiste la mayor amenaza de su victoria.
La contienda electoral.
Previo a destaparse la crisis económica mundial, el panorama político chileno mostraba un crecimiento de la derecha como resultado del desgaste de la Concertación. Ello pudo apreciarse con mayor nitidez en las elecciones municipales del pasado año, donde parte de la derecha democratacristiana se alejó de la Concertación para votar por los candidatos de la oposición. Tal sentido de la oportunidad coyuntural propició el acuerdo de los partidos de derecha alrededor de la figura de Sebastian Piñera, quizá el más transversal de todos sus candidatos.
Probablemente tal lectura de la situación influyó en que la cúpula de la Concertación desechara a cualquier otro contendiente e impusiera a Eduardo Frei como su candidato, lo que provocó algunas de las divisiones que hoy tienen en crisis a esta alianza.
También puede haber motivado que por fin la Concertación aceptara establecer un «pacto instrumental» con los comunistas, donde ambas partes se comprometen a apoyar a candidatos respectivos en ciertas localidades del país.
Para los comunistas, diezmados por la represión de la dictadura y enajenados de la política oficial por mandato expreso de la Constitución de 1980, la traición de sus antiguos aliados y las condiciones que impuso Estados Unidos al proceso de transición, el «pacto instrumental» aparece entonces como el triunfo de una fórmula largamente negociada para romper con la exclusión y una oportunidad de acceder a los principales órganos electivos del país.
Sin embargo, el impacto de la crisis económica por un lado y la candidatura de Marco Enríquez-Ominami por otro cambiaron radicalmente el panorama político y aunque el pacto instrumental aún puede resultar exitoso para que algunos candidatos comunistas accedan al Congreso, también los aleja de la campaña de Enríquez-Ominami, impidiendo la consolidación de un bloque independiente, que en las actuales circunstancias hubiese tenido una fuerza considerable.
Tales contradicciones tendrán un impacto inevitable en la primera vuelta electoral, pero, al margen de cuál sea este resultado, más importante aún será ver cómo se resuelven para enfrentar la segunda vuelta en enero próximo, donde el voto de concertacionistas, comunistas y los electores de Marco Enríquez Ominami decidirán el triunfo o el fracaso de la derecha en las elecciones.
El resultado final.
En el análisis de las coyunturas importan los matices y considerando que Chile no se encuentra en una situación revolucionaria, las elecciones deberán ser entendidas como el punto de partida de proyectos que avanzarán según las condiciones que les imponga la práctica, importando básicamente la orientación estratégica de los mensajes, al margen de las limitaciones que ahora impone la oportunidad en un sentido u otro.
Lo que se discute en Chile es si a partir de estas elecciones el país se moverá en un sentido más progresista, participativo e igualitario hacia lo interno y más integrado a los procesos que están teniendo lugar en la región o si, por el contrario, el viraje se producirá hacia la derecha, lo que tenderá a retrasar la evolución de estos cambios, afectando la consolidación del proceso integracionista a escala regional.
En tal sentido es que importa, y mucho, el resultado que tengan las elecciones en Chile, no solo para los chilenos, sino para toda América Latina.
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