Ochenta y tantos días llevan mis hermanos mapuches en huelga de hambre, y este país glotón saciándose con sus cenas de fin de año, con sus banquetes de palacio por la cumbre, por las reuniones de mantel largo que se les da a las visitas imperiales que vienen a degustar el salmón al pil-pil, el charquicán frufrú o las papayas con albahaca que les ofrece la Presidencia.
La vergüenza es un manjar amargo que se masca y cuesta tragar, más aún cuando se sabe que un grupo de comuneros mapuches en el sur del país se niegan a probar bocado en señal de repulsa frente a la injusticia. En señal de protesta por la maldita Ley Antiterrorista, resabios de la dictadura, que se les aplicó por defender sus derechos ancestrales.
Una vez más, el bello pueblo mapuche es agredido en su propia tierra. Y digo «propia» porque estoy hablando de sus praderas verde olivar, de sus lomajes azules, amarillos, rosados que pinta el tornasol de las flores que en esta época acuarelan el paisaje sureño donde antaño la raza indómita miraba los amaneceres sin lentes de sol.
Resulta vergonzoso saber que este grupo de personas permanece encarcelado sólo por manifestarse contra el yugo cultural impuesto, por rechazar la intromisión de las transnacionales que les contaminan sus aguas claras, sus nieves eternas, su bosque nativo. Y qué hacer con esta rabia cuando vemos que los canales de televisión casi no informan de esta protesta que puede terminar con algún comunero muerto por inanición.
Algunos de ellos, como Patricia Troncoso, orinan sangre, tienen mareos y no se sostienen en pie. Nadie dice nada, y las autoridades y políticos faranduleros se hartan de comistrajos finos en los banquetes del Parlamento, cual obesos budas de la verborragia. Ojalá les dé colitis, una diarrea putrefacta que los arrastre por el váter hasta el mismísimo mar. Y ni aun así se les borra la sonrisa hipócrita que lucen para las cámaras.
Ni aun así dejan de masticar sus discursos entre canapé y canapé. Comen y comen y se comen a sí mismos en la degustación mezquina de sus manjares y exquisiteces. Comer y cagar es su dieta para no saber que el grupo mapuche se niega a probar bocado, como si este gesto fuera un negarse a parlamentar, como si este gesto de mudez se negara a asumir el lenguaje del conquistador.
«La porfía del silencio es el estandarte de un pueblo que no le dio entrevistas a la historia». No es el que calla otorga, aquí no hay nada que otorgar ni transar. En Temuco les van a construir un aeropuerto sobre las tumbas de sus antepasados.
¿Qué dirían los cuicos si se hiciera esto en su pomposo cementerio católico?
El año se termina y todos se preparan para la gran cena de Año Nuevo. Con pavo, faisán, con avestruz, con filete; mejor, pescado, dice la cuica mordiendo una aceituna rellena de anchoas. Mientras allá, en el lluvioso sur, las bocas cerradas de la tierra agonizan en su huelga de hambre.
El año se termina, cae la última hoja del calendario, también ruedan opacos lagrimones por la mejilla rugosa de una abuela machi. El año se va, vemos jirones de luces en el cielo que lo despiden con costosos fuegos artificiales. A los comuneros mapuches les enrejaron el cielo. Un estremecimiento de tripas marcará la medianoche. La carne se quema en el horno, el champaña con helado se derrite por el calor. El vahído de una náusea ancestral distorsiona el himno patrio que se escucha en casi todos los hogares chilenos.