«Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas. Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás. Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este […]
Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, el que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás.
Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada corazón; crece nutrido de todas las penas sombrías, y rueda, al fin, aumentado con todas las lágrimas abrasadoras».
José Martí, El presidio político en Cuba. (1873)
Tengo el privilegio de participar en este evento gracias a la invitación personal que me ha hecho mi dilecto amigo Miguel Ángel Beltrán, lo cual para mí es un honor y una responsabilidad solidaria. Un honor que yo pueda dirigir unas palabras sobre su nuevo libro, y una responsabilidad, porque los profesores de la universidad pública estamos siendo amenazados y es un deber y una obligación oponernos a los designios de quienes representan a los pregoneros de la guerra y el odio. En esta ocasión quiero referirme de manera breve y panorámica a tres cuestiones: al autor, a la obra, y a la cárcel.
EL AUTOR
Una tendencia de la crítica literaria y bibliográfica afirma que cuando se comenta una obra debe hacerse abstracción de quién es el autor y centrarse en forma exclusiva en la obra misma, para juzgarla de manera intrínseca y entender desde dentro sus virtudes y limitaciones, con independencia de la producción previa de un autor y de su trayectoria. Este presupuesto es difícil de aceptar cuando se comenta un libro como el que hoy estamos presentando, porque la vida de Miguel Ángel Beltrán está indisolublemente ligada, incluso como autobiografía, a su obra La vorágine del conflicto colombiano. Por tal razón, antes de hablar del libro que nos convoca es indispensable referirnos a su autor, lo cual nos remite al contexto colombiano actual.
Miguel Ángel es un notable estudioso e investigador de la realidad colombiana, pero no es un académico convencional, sino un activo participante en el drama de la vida nacional. Esto lo ha llevado a mirar la situación del país de una manera mucho más profunda que la del investigador tradicional y del típico profesor universitario, cuya relación con el saber social es puramente instrumental, porque cada vez se aísla más del mundo real, se centra en forma endogámica en una especialidad restringida y vende el conocimiento como cualquier mercancía (como sucede en Colombia con los violentologos).
Ese vínculo entre el conocimiento y el compromiso atraviesa toda la vida y obra de Miguel Ángel, siempre consagrada a la universidad pública, tanto como estudiante (en la Universidad Distrital, la Universidad Nacional y la UNAM de México) y como profesor. Este hecho es importante resaltarlo porque allí se encuentra, a mi modo de ver, el origen de la persecución que soporta nuestro colega y compañero.
Al respecto deben recordarse algunos hechos de esa persecución, que evidencian una responsabilidad directa del Estado en general y del uribismo en particular. El 1 de marzo de 2008 el Estado colombiano cometió un crimen de guerra en Sucumbíos Ecuador, lugar en el que fueron asesinados a mansalva 26 personas, entre ellas un ecuatoriano y cuatro estudiantes mexicanos, cuyos nombres no se pueden olvidar: Verónica Natalia Velázquez, Soren Ulises Avilés, Juan González del Castillo y Fernando Franco Delgado. Estas personas eran estudiantes de la UNAM y estaban vinculados al programa de Estudios Latinoamericanos. Además, en esa ocasión se inventó el mágico e indestructible computador de Raúl Reyes donde, como en la lámpara de Aladino, todos los días siguen saliendo documentos que inculpan a Raimundo y todo el mundo de ser terroristas y donde se anuncian con increíble precisión todos los hechos posteriores a 2008, en Colombia y en el mundo, ¡tales como las luchas de la MANE, el Paro Agrario e incluso los ataques de Estados Unidos a Libia y a otros países del medio oriente!
Aparte de calumniar a los estudiantes asesinados, para desviar la atención por el crimen cometido, el uribismo y sus áulicos mediáticos y académicos necesitaban un hecho de carácter internacional en el que se involucrara a un colombiano de la universidad pública con la UNAM, entidad que venía siendo infiltrada en forma ilegal por ese gobierno, como se ha comprobado después. El objetivo desde luego era claro: mostrar ante la opinión que esa respetable casa de estudios, la UNAM -que ha dado acogida a perseguidos políticos de todo el mundo durante diversas épocas- es un centro terrorista y, de esta manera, enlodar aún más la imagen de los cuatro estudiantes asesinados y justificar dicho crimen. En estas circunstancias, se prepara y efectúa el secuestro de Miguel Ángel Beltrán en México, donde él estaba adelantando estudios de Posdoctorado. Este es un hecho vergonzoso para el Estado de México, que se hizo cómplice de otro crimen del parauribismo y terminó con una tradición histórica de ese país como territorio que daba asilo a refugiados y perseguidos. Al respecto en el libro que comentamos se encuentra un testimonio que reafirma esto que decimos, el del periodista Rafael Maldonado Piedrahita, entrevistado en 1991:
«México era para nosotros en ese momento, el París para los Europeos, el país nación donde histórica y tradicionalmente, los exiliados políticos y los intelectuales habían encontrado cobijo. Recordemos que todos los poetas latinoamericanos, que todos los panfletarios latinoamericanos, que toda la intelectualidad perseguida del continente, termina asilada en México, entonces para nosotros formaba parte de esa tradición cultural y política de asilo y ninguno de nosotros pensaba en Lima, Buenos Aires o Río de Janeiro. Para nosotros el sitio obvio, natural, de asilo era México». (p. 176).
El régimen de Felipe Calderón rompió con esa tradición de casi un siglo, lo que se reafirmó con lo sucedido a Miguel Ángel. Éste fue secuestrado y traído en forma ilegal a Colombia, donde los esbirros del régimen lo maltrataron y lo presentaron ante los medios de comunicación como un «peligroso terrorista» y se inició un falso positivo judicial, que aún no termina. Este hecho criminal fue avalado y amplificado por los medios de desinformación masiva, con todo tipo de mentiras e infundios. La farsa duró dos largos años en los cuales Miguel Ángel permaneció tras las rejas, hasta que una a una se fueron cayendo las falsas pruebas y nuestro amigo quedó en libertad.
Pero para él la tragedia no ha terminado, porque después de su retorno a la Universidad Nacional, un Torquemada medieval que ocupa un alto cargo público se encargó de abrirle un proceso disciplinario absolutamente arbitrario, con las mismas falsas pruebas usadas por la Fiscalía, y, como en el caso de la Senadora Piedad Córdoba, procedió a destituirlo de su cargo de profesor y a inhabilitarlo para ejercer cargos públicos durante 13 años, según falló en primera instancia del 3 de septiembre de este año. No sobra decir que esto representa la muerte laboral y pública y la violenta interrupción de una notable carrera docente e investigativa.
Hay que decirlo con todas las letras: este ataque planificado, realizado con toda la impunidad que ronda a los poderosos de este país, se centra en forma personal en Miguel Ángel, pero el asunto no se queda ahí, porque lo que en realidad se está poniendo en cuestión es la libertad de pensamiento y opinión en general y en particular en el ámbito universitario y académico, para que todos los que pensamos distinto a las clases dominantes y al Estado seamos acallados y criminalizados. El mensaje que transmite la Procuraduría es similar al de los inquisidores y censores de todos los tiempos: aquel que piense, escriba, opine en forma distinta a la oficial sobre el conflicto interno colombiano es y será considerado como un «guerrillero desarmado» o un «terrorista de civil», que debe ser acallado y procesado en el mejor de los casos o asesinado y desaparecido, como sucedió con el también sociólogo colombiano Alfredo Correa de Andreis, quien murió por acción del DAS el 17 de septiembre del 2004.
Entre paréntesis, el 17 de este mes el DAS pidió perdón obligado y por orden judicial colocó una placa en la ciudad de Barranquilla, en el mismo lugar en donde fue asesinado el investigador costeño, con esta inscripción: «En memoria de Alfredo Correa De Andreis, asesinado en Barranquilla el 17 de septiembre de 2004. Hechos como los que originaron su muerte, jamás deberán repetirse. DAS en proceso de supresión, 17 de septiembre de 2013». Ese día Magda Correa de Andreis, hermana del profesor asesinado, sostuvo que una «administración tenebrosa le hizo un montaje que le provocó la muerte»i.
He aquí el meollo del asunto: los pensadores críticos e independientes han sido y siguen siendo perseguidos por una «administración tenebrosa» y una (in)justicia también tenebrosa, que se basa en la mentira, la calumnia, la invención de pruebas, para perseguir a todos los que disienten, con el fin adicional de reafirmar su proyecto de liquidar de una vez por todas con lo que queda de universidad pública.
Mientras esto sucede, de lo cual Miguel Ángel es la prueba más palpable, los verdaderos criminales siguen actuando a sus anchas. Esto, por lo demás, no nos debe extrañar porque en una sociedad traqueta, como lo es la colombiana, lo que da prestigio no es el estudio o el ejercicio del pensamiento, sino los crímenes cometidos. De ahí que Pablo Escobar y sus émulos tengan tanta popularidad en el país y en algunas universidades se dicten cátedras que llevan el nombre de parapolíticos condenados, como sucede con César Pérez García, responsable intelectual y organizador de la masacre de Segovia en 1988, en la que fueron asesinadas 43 personasii.
Pero no nos desviemos de nuestro objetivo, que es el de apreciar las calidades intelectuales, académicas y humanas de Miguel Ángel Beltrán, cuya límpida trayectoria de investigador no se ha visto entorpecida, ni mucho menos, por la privación de la libertad y el acoso al que se ha visto sometido, y que lo ha llevado a exiliarse en forma forzosa. Por el contrario, y como claro ejemplo que el saber comprometido con las causas populares y las vastas mayorías de este país, no tiene como objetivo intereses personales y falsos reconocimientos, Miguel Ángel ha producido en los últimos años varias obras, entre las que cabe mencionar Crónicas del «otro cambuche» y La vorágine del conflicto colombiano.
Con esto se demuestra que, cuando se tienen convicciones profundas y principios definidos, ni la cárcel ni la persecución pueden silenciar a los pensadores ni ocultar las verdades que éstos recuerdan a diario.
LA OBRA
La dura realidad latinoamericana se constituye en el trasfondo en el que se origina una importante producción bibliográfica crítica y alternativa a las explicaciones convencionales y conservadoras, y que desde el mismo siglo XIX ha ido forjando una rica y creativa veta explicativa sobre lo propio y específico de nuestro continente.
Después de la Revolución Cubana y durante el último medio siglo esa producción bibliográfica creció y se multiplicó a lo largo y ancho del continente, dando origen a un género propio y forjado de manera creadora en estas tierras: el testimonio. Es tal la importancia de esta forma de reflexión y escritura que Casa de las Américas -ese faro de la cultura al que tanto debemos los latinoamericanos, con sede en La Habana- creó hace muchos años un premio a este género, el cual ha reconocido a valiosas obras, en las que emergen extraordinarias historias de seres anónimos, que de otra manera nunca hubieran sido conocidas.
El género testimonio es un hibrido entre la literatura y la reflexión política y social, en el que se combinan la autobiografía, las historias de vida, la historia oral, las vivencias personales y el análisis sociológico e histórico. La importancia de este género testimonial estriba en que ha permitido conocer las voces de los vencidos, de los de abajo, de los humildes y ha producido obras de trascendencia universal, como Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet o Memorias de Miguel Mármol, de Roque Dalton, para señalar tan solo dos ejemplos. En la primera se reconstruye la vida de Esteban Montejo, un antiguo esclavo que en 1963, cuando tenía más de cien años, narró las peripecias de su extraordinaria existencia en la Cuba de finales del siglo XIX. En la segunda obra se recrea la apasionante vida de un dirigente del partido comunista de Salvador, que fue uno de los treinta mil fusilados de 1932 por la terrible dictadura de Maximiliano Hernández Martínez, y que por pura suerte sobrevivió.
Desde la década de 1960 el género testimonial ha incursionado en diversos temas y se ha expandido en términos geográficas por todo el continente. Esto se explica por la misma complejidad y riqueza social y cultural de nuestras sociedades, diversidad y riqueza que se ha intentado extirpar mediante la fuerza bruta y el opio mediático, como lo han hecho las dictaduras militares y los regímenes de seguridad nacional Made in USA, todos los cuales dejaron, y dejan, una estela de sangre y horror, con el intento no solamente de destruir cualquier proyecto alternativo al capitalismo, como sucedió en Chile hace 40 años, sino también de borrar la memoria de las luchas de los vencidos y legitimar los crímenes de las clases dominantes y de los Estados.
En ese contexto adquiere un significado especial el testimonio, porque se constituye en un medio literario, estético y político -en el sentido profundo del término-de dar a conocer la injusticia y desigualdad de nuestras sociedades, junto con la extraordinaria capacidad de resistencia, lucha e imaginación de los explotados y oprimidos.
En nuestro país también se ha consolidado el género testimonial, el cual se encuentra íntimamente ligado a la violencia estructural imperante desde hace varias décadas. Entre esos aportes se pueden mencionar, a manera de ejemplos, la obra pionera Las Guerrillas del Llano de Eduardo Franco Isaza (1955) y las de Alfredo Molano. Esas obras han abierto camino a muchos autores, que han recurrido a la misma técnica para contar sus historias personales y las de otras personas. En este sentido, habría que diferenciar, aunque su distancia sea sutil y relativa, entre el testimonio autobiográfico y el testimonio que reconstruye la vida de otros. En cualquier caso, lo decisivo radica en que una obra de esta naturaleza relata hechos vividos en forma directa y se reconstruyen a través de la palabra viva, la que luego es recreada por el escritor y se plasma en un texto impreso.
A esta técnica es la que recurre Miguel Ángel en su libro La vorágine del conflicto colombiano, a partir de su propia experiencia como preso político en varias cárceles del país. El autor vive en forma directa esa traumática experiencia y a partir de allí concibe y escribe esta enjundiosa obra, para mostrar tras los barrotes la compleja y terrible historia de Colombia, desde el 9 de abril hasta la actualidad. Con su mirada de sociólogo, Miguel Ángel escruta todo lo que se encuentra a su alrededor en la cárcel y, recurriendo a un papel, a un lápiz y a su memoria personal, toma nota de todo lo que ve, y sobre todo, de lo que escucha. Así, durante los largos 25 meses de su cautiverio, va armando un libro, primero en su cabeza, que luego plasma magistralmente en papel y que hoy tenemos la fortuna de conocer. En condiciones tan complicadas para la labor intelectual, el autor recurre a la técnica testimonial de las historias de vida, a través de las cuales describe un intrincado tejido social en el que se configura la trayectoria existencial de los reclusos de las cárceles colombianas, pero en especial de aquéllos que están relacionados directamente con el conflicto armado.
Con una gran amplitud mental, pero con una notable firmeza política, Miguel Ángel reconstruye el conflicto interno del país, a través de las voces y recuerdos de algunos de sus protagonistas directos, los cuales cuentan y analizan su propia vida, pero también la de Colombia. Con un estilo literario directo y comprensible se presentan testimonios de guerrilleros, paramilitares y miembros de los cuerpos represivos del Estado, con lo que se proporciona una imagen integral de la guerra que soportamos. Para el efecto, el libro se divide en tres partes: la primera se titula «Protagonistas del conflicto» (pp. 35-157), la segunda, «La cárcel: ‘juntos pero no revueltos’ (159-282), y la tercera y última, «los hilos del pasado» (283-381).
En la primera parte se presentan, en su orden, testimonios de militares, paramilitares, guerrilleros y uno especial de un personaje que fue en forma sucesiva guerrillero, soldado y paramilitar, que es, como lo dice el autor, un caleidoscopio de la guerra en Colombia. En esta parte, se evidencia el origen humilde y campesino de las personas que participan e intervienen en forma directa en la guerra, y queda claro, sin necesidad de leer con mucho cuidado, que la violencia tiene un origen estructural, y opera como un mecanismo para perpetuar la desigualdad y la injusticia en beneficio de los poderosos, lo cual se ha sustentado en un prolongado terrorismo de Estado. Esto no lo dice el autor en forma directa, sino que emerge de los mismos testimonios, en los que queda claro, en contra del falso sentido común que engendra el mismo Estado y falsimedia, que las violencias no son iguales ni simétricas, sino que la responsabilidad principal recae en el Estado, como lo dice Juan Carlos López un suboficial (r) del Ejército, para quien «las autodefensas son el ejército oculto del estado» (p. 60). O como lo sostiene en forma enfática Yimmy, miembro de las Autodefensas Campesinas del Casanare:
«Nosotros no fuimos los únicos victimarios […] hay agentes del Estado, altos funcionarios y políticos que también lo son y que contribuyeron a fortalecer las organizaciones de autodefensas.
[…]la lucha de las autodefensas fue iniciativa del mismo Estado: la desaparición forzada, las masacres fueron estrategias provenientes del mismo Estado y de sus agentes y nosotros recibimos de ellos sus instrucciones militares antisubversivas y hoy, detrás de estas rejas, venimos a darnos cuenta que fuimos utilizados por el Estado […]». (pp. 87-88).
Este es un aspecto importante, porque hoy se difunde la falsa imagen que el Estado no es el principal responsable de la violencia y, en el mejor de los casos, que las violencias son simétricas. Con los testimonios que trae el libro de Miguel Ángel se demuele esta falacia.
Esta primera parte transcurre, por decirlo así, en el ámbito externo y previo a la cárcel, cuando los protagonistas recuerdan sus episodios de guerra. La segunda parte se traslada de ese ámbito externo al interno, a la cárcel propiamente dicha. Allí lo que se cuenta es la miseria e injusticia de la cárcel en Colombia, convertida en un verdadero molino de destrucción de los seres humanos que tienen la desgracia de llegar allí, sin importar si son presos sociales o políticos, y ese lugar no tiene el mínimo atisbo de ser un centro de resocialización o reeducación como dice la propaganda oficial. Pero también se relata la manera como los presos políticos se organizan para no dejarse hundir en medio de la miseria y la desesperanza y mantienen sus concepciones y sus formas colectivas de lucha.
Estos presos políticos resisten a pesar de que el Estado y la prensa nieguen su existencia y como en la época de Julio César Turbay Ayala se haya convertido en axioma la cínica afirmación, que también aparece referenciada en el libro, de ese nefasto Presidente de la República (1978-1982) que negando la existencia de esos prisioneros, haya dicho que aquí en Colombia el «único preso político soy yo». Esa negación, que complementaba la negación del conflicto armado interno, ha servido al Estado para violar los más elementales derechos de los prisioneros y ocultar, literalmente, la existencia de unas 8.000 personas que están detenidas por sus convicciones políticas.
Afortunadamente, voces valientes como las de Miguel Ángel y la Fredy Julián Cortés -otro profesor de la Universidad Nacional encarcelado arbitrariamente y autor del libro Te cuento desde la prisión- han mostrado con sus escritos y denuncias que en Colombia si hay presos políticos y que soportan condiciones indignas e inhumanas de existencia.
Finalmente, en la tercera parte del libro, Miguel Ángel se anticipa y responde a la negación de la historia sobre el origen del conflicto en Colombia -que se acaba de oficializar en el Informe del grupo de Memoria Histórica-, en donde se sostiene que ese conflicto se desencadena con la aparición de la insurgencia de izquierda durante el Frente Nacional, con lo cual se lava la imagen de los partidos tradicionales y se borran sus crímenes (unos 300 mil muertos, por lo menos) durante la fase de la violencia partidista, entre 1945 y 1958. El autor reconstruye los hilos del pasado, que no han desaparecido, que unen el hoy y el ayer, y que implica, en términos historiográficos y políticos, incorporar la «primera violencia» para entender la actual. Eso se hace con el testimonio del padre de Miguel Ángel, un oficial retirado de la Policía Nacional, en el que se recuerda parte de lo sucedido después del asesinato de Gaitán y la violencia ejercida por pájaros y chulavitas, como se llamaba a los paramilitares de aquella época. También aparecen testimonios de otros momentos álgidos de la violencia contemporánea, referidos al exterminio de la Unión Patriótica y la persecución al M-19 tras el robo de armas al Cantón Norte, efectuado a finales de 1978.
Hay que decir que por momentos el autor recurre a la ironía, al valerse de algunos documentos oficiales en los que se dicen bellezas que nada tienen que ver con la realidad nacional, tal y como se patentiza con las afirmaciones de Turbay Ayala sobre la inexistencia de presos de conciencia en este país en los años de 1979-1980, cuando las cárceles estaban repletas de miembros del M-19 y de otras organizaciones insurgentes, y cuando se había generalizado la tortura contra los opositores políticos, como expresión clara del terrorismo de Estado.
LA CÁRCEL
Un último punto al que me quiero referir en forma breve es el de la cárcel, porque constituye el escenario en el que se concibió este libro y la temática de fondo del mismo. La cárcel simboliza a pequeña y mediana escala la profunda injusticia y desigualdad imperante en este país, porque allí se traslada y evidencia la estructura de clases aquí existente.
No sorprende que los presos sociales -pertenecientes, en términos generales, a los sectores más pobres y humildes de la sociedad- y los presos políticos -muchos de ellos de origen campesino- estén hacinados en condiciones indignas y soportando todo tipo de vejámenes y humillaciones, mientras que los pocos presos de las clases dominantes (parapolíticos, miembros del Paramento, delincuentes de cuello blanco -como los Nule) o ligados a ella (como uno de los responsable de la masacre del Palacio de Justicia) residan en lugares que no tienen nada que envidiarle a los hoteles de cinco estrellas. En condiciones similares se encuentran los miembros del Ejército y la Policía responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad que disfrutan del Melgar Resort y hoteles parecidos, con comodidades increíbles, las que nunca podrá alcanzar un colombiano común y corriente.
Los dos libros de Miguel Ángel referidos en forma directa o indirecta a su arbitrario e injusto cautiverio nos dicen mucho sobre esa dura realidad que se quiere negar, pero que está ahí y que nos abruma por su brutalidad: la de las cárceles colombianas. Allí se consume la vida de miles de colombianos que no tuvieron la oportunidad de estudiar, de conseguir un empleo digno, de tener un ingreso que les permitiera sobrevivir a ellos y sus familias, que se vieron empujados a llevar drogas en su cuerpo hacia los Estados Unidos o aquellos que se han revelado contra la injusticia. Mientras tanto, reconocidos criminales, con un interminable prontuario se aprestan a ser senadores de la república, y mantienen su arrogancia, porque saben que la impunidad los protege y tolera todas sus acciones delictivas.
La cárcel es un instrumento para aterrorizar y domesticar a la gente, para que asuma la desigualdad y la opresión como algo perfectamente normal y natural y por eso el régimen carcelario reproduce al pie de la letra la lógica del capitalismo neoliberal, esto es, castigar a los cuerpos, para que su fuerza de trabajo esté siempre disponible y a bajo precio. En el caso de los que piensan, la prisión es utilizada por el Estado terrorista para acallarlos e intimidarlos, para impedir que se difundan otras formas de ver la sociedad y el conflicto en este país.
El libro de Miguel Ángel Beltrán es un testimonio directo no sólo de alguien que ha soportado todo tipo de maltratos y calumnias por parte del Estado y los dueños de este país, sino, lo que es más importante, de una persona que ha dado ejemplo de firmeza y dignidad, para no traficar de ninguna forma con su dolor a cambio de unas dadivas miserables que ofrece el régimen. Con esto se demuestra que en Colombia, al igual que ha sucedido en otros lugares y otras épocas, hombres y mujeres valerosos han convertido a la cárcel en otra escuela de la vida, para reafirmar sus convicciones y sus ideales de lucha. Esto nos recuerda lo dicho por el personaje central de la novela de Jack London, El vagabundo de las estrellas:
«[…] he conseguido evadirme de mi tumba, escapar de ella pese a la reclusión a la que me sometieron, en mi vuelo inusitado que muy pocos hombres libres han conocido. Sí, me río de aquellos que creyeron encerrarme en este calabozo y que, por el contrario, me han abierto los siglos. Gracias al castigo, he podido ir recorriendo todas mis existencias anteriores»iii.
Miguel Ángel con sus libros, como el personaje de Jack London, se ha evadido de los carceleros, de aquellos que quieren encadenar el pensamiento con los grilletes de la censura y la intolerancia. Para terminar podemos recordar las palabras de José Martí, que aparecen en su texto sobre su experiencia como prisionero político en España, cuando todavía ondeaba la bandera del decrépito imperio ibérico sobre Cuba:
«La honra puede ser mancillada.
La justicia puede ser vendida.
Todo puede ser desgarrado.
Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás.
Salvadla en vuestra tierra, si no queréis que en la historia de este mundo la primera que naufrague sea la vuestra.
Salvadla, ya que aún podría ser nación aquella, en que perdidos todos los sentimientos, quedase al fin el sentimiento del dolor y el de la propia dignidad»iv.
NOTAS
i. «El DAS no pidió ningún perdón: fue una obligación», http://www.elespectador.com/noticias/judicial/el-das-no-pidio-ningun-perdon-fue-una-obligacion-articulo-447034
ii. En la página web de la Universidad Cooperativa puede leerse al respecto esta perla de impunidad «La Facultad de Ingenierías de la sede Medellín celebró en su bloque ubicado en el sector de Buenos Aires el tradicional día del Ingeniero. […] El acto central de la celebración fue el lanzamiento de la Cátedra Abierta de Ingeniería «César Pérez García» por parte de la Directora Académica de la sede Medellín, Ligia González Betancur». En la intervención, mencionó los comienzos de la Universidad y el papel que jugó el doctor Pérez García durante los primeros años para la consolidación de la institución. De igual manera mencionó sus calidades personales y profesionales. La Cátedra abierta se constituye como un espacio de apropiación del conocimiento científico, tecnológico y empresarial en aspectos de orden ingenieril. Se denomina abierta porque recibirá personas interesadas de todos los sectores de la sociedad. Internamente busca que los estudiantes logren identificar aspectos académicos propios de su formación, relacionados con las mejores prácticas y desarrollos actuales que se vienen gestando en grupos de investigación, empresas y organizaciones nacionales e internacionales». http://www.centrohistorialopezmichelsen.hol.es/catedra-cesar-perez-garcia.html
iii. Jack London, El vagabundo de las estrellas, Plaza y Janes, Barcelona, 1975.
iv. José Martí, El presidio político en Cuba, disponible en http://jose-marti.org/jose_marti/obras/documentoshistoricos/presidiopolitico/presidio01.htm