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La causa a favor de la legalización de todas las drogas es irrebatible

Fuentes: The Guardian

Traducido para Rebelión por Anahí Seri

Los enormes beneficios que se obtienen de los estupefacientes, resultado directo de la prohibición, alimentan la guerra y el terrorismo. Urge la legalización

La guerra contra las drogas es una política fallida que ha perjudicado a muchas más personas de las que ha protegido. Desde finales de 2006, unas 14.000 personas han muerto en las guerras de la droga de México, más de 1.000 de ellas en los primeros tres meses de este año. Más allá de las morgues saturadas de los pueblos fronterizos mexicanos, están los números no registrados de quienes han sido mutilados, traumatizados o desplazados. De Liverpool a Moscú, de Tokio a Detroit, un régimen punitivo de prohibición ha convertido las calles en campos de batalla, mientras el consumo de drogas se ha implantado en nuestro modo de vida. La cruzada anti droga pasará a la historia como uno de los mayores disparates de la edad moderna.

Hace una década o así, se podía razonar que aún no se disponía de pruebas. Nadie ha creído jamás que el consumo ilegal de drogas se pudiera erradicar, pero estaba el punto de vista defendible según el cual la prohibición podía prevenir más daño del que causaba. El consumo de drogas no es un acto privado sin consecuencias para los demás; incluso cuando es legal, supone unos costes, médicos y de otro tipo, para la sociedad. Una sociedad que adoptara una actitud permisiva hacia los hábitos de sus ciudadanos en cuanto a las drogas, podría experimentar un incremento en el número de consumidores. Estaría el riesgo del abandono social, quedando las personas de comunidades pobres abandonadas a su suerte.

Estos peligros no han desaparecido, pero el hecho es que los costes de la prohibición de las drogas superan, con mucho, cualquier posible beneficio que pueda acarrear la política. Ha llegado la hora de cambiar radicalmente de política. La legalización a gran escala, con una intervención del Estado dirigida principalmente a regular la calidad y proporcionar educación sobre los riesgos del consumo de drogas, así como atención a quienes tienen problemas con las drogas que consumen, debería centrar ahora la agenda de la reforma de la legislación sobre drogas.

En sociedades ricas como el Reino Unido, los EEUU o la Europa continental, la guerra de las drogas ha inflingido muchos daños. Dado que el resultado inevitable es un incremento de precios que pone el hábito del consumo a un nivel inalcanzable para muchos, la penalización del consumo conduce a muchas personas por lo demás respetuosas con la Ley a una economía delictiva. Además de criminalizar a los consumidores la prohibición los expone a graves riesgos para la salud. No es fácil comprobar la calidad de las drogas ilegales, y la toxicidad y la sobredosis son riesgos constantes. Cuando la droga se inyecta, está el peligro de contagiarse con hepatitis y VIH. Una vez más, la criminalización de determinadas drogas, mientras se permite el libre mercado de otras, distrae la atención de las que son legales y nocivas, como el alcohol.

Si bien es sin duda cierto que la legalización podría impulsar a más personas a consumir drogas, la vida del consumidor de drogas sería mucho más segura y sana que en la actualidad. Aquí no hay margen para la especulación, pues sabemos que un gran número de consumidores llevaban vidas muy productivas antes de que las drogas se prohibieran. Hasta la Primera Guerra Mundial, cuando se introdujo al amparo de la seguridad nacional, ni en el Reino Unido ni en los EEUU había mucho control de las drogas. La cocaína, la morfina y la heroína se podían comprar en cualquier farmacia. Había muchos consumidores, entre ellos William Gladstone, a quien le gustaba ponerse una gota de laudanum (un tintura alcohólica de opio) en el café antes de un discurso. Algunos consumidores tenían problemas, pero ninguno tenía que enfrentarse a los precios inflados, los riesgos para la salud y la amenaza de cárcel a que se enfrentan los consumidores actuales.

Aunque a los políticos les gusta dar a entender que ellos representan un consenso moral, en lo que respecta a la ética del consumo de drogas, tal consenso no existe. Barack Obama ha admitido que ha consumido cocaína, mientras que David Cameron se niega a responder a la pregunta. Ninguno de los dos ha sufrido consecuencias políticas negativas por ello. Todo el mundo sabe que el consumo de drogas era común en la generación a la que pertenecen estos políticos, y nadie se escandaliza. Lo que es más preocupante es que la admisión tácita de que el consumo de drogas es un aspecto normal de la vida vaya asociada a un apoyo incondicional a la fallida política de prohibición.

La producción y distribución de drogas ilegales es un negocio muy organizado cuyos efectos se hacen notar en toda la sociedad. Los inmensos beneficios que se cosechan corrompen a las instituciones y arruinan vidas. La venta de drogas puede parecer una profesión con glamour para los jóvenes en barrios marginales, incluso cuando su socialización se realiza en una cultura de bandas donde la violencia se considera normal. El entorno hobbesiano de bandas callejeras anárquicas, políticos poco honrados, y policías victimizados y ocasionalmente corruptos que se representa en «The Wire» [1] puede no ser inmediatamente reconocible en la mayoría de los países europeos, pero no queda tan lejos.

Es en las sociedades más pobres del mundo donde la prohibición de las drogas está teniendo unos efectos más catastróficos. México es sólo uno de varios países latinoamericanos donde la cruzada anti drogas ha escalado hasta convertirse en algo así como una guerra de baja intensidad, mientras que en el resto del mundo algunos países están casi totalmente en manos del dinero de la droga. Los narcoestados son uno de los peores efectos secundarios de las drogas; países pequeños como Guinea-Bissau en África Occidental han sido secuestrados (como informaban Ed Vulliamy y Grant Ferrett en estas páginas en marzo del año pasado) para servir como puntos de distribución de la cocaína latinoamericana. El narcocapitalismo es uno de los aspectos de la globalización a los que se le da menos publicidad, pero es muy posible que salga fortalecido de la reciente descolocación de los mercados globales.

No sólo en Afganistán, sino en todo el mundo, está bien documentado que las inmensas ganancias que proporciona el comercio de la droga contribuyen a la financiación de las redes terroristas y de este modo amenazan los países avanzados. Sin duda alguna, el terrorismo seguirá siendo una amenaza, cualquiera que sea el régimen vigente de las drogas, pero la brusca caída de precios que provocaría la legalización afectaría notablemente a los recursos disponibles. No se ve cómo pueden ser seguros los países donde viven la mayoría de los consumidores de drogas mientras las operaciones anti terroristas se confunden con el combate ritual de la cruzada anti drogas.

Lo que hace falta no es una utopía libertaria en la cual el Estado se desentiende de la conducta personal, sino una evaluación utilitaria, fría y calculada, de los costes y beneficios de los diversos métodos de intervención. La magnitud del problema sugiere que descriminalizar el consumo personal no es suficiente. Hay que sacar de las tinieblas y regular toda la cadena de producción y distribución. Tal vez cada droga requiera un tipo de regulación diferente, y es posible que la legalización funcione mejor si en cada país se gestiona de forma ligeramente distinta. En estos momentos, los detalles no son de importancia capital.

Lo que urge es cambiar de perspectiva. Hay señales esperanzadoras de que esto está ocurriendo en algunos de los países emergentes, como Argentina, México y Brasil (cuyo ex presidente Fernando Henrique Cardoso la semana pasada argumentó con fuerza, en este periódico, que la guerra contra las drogas había fracasado). No hay razón para que estos países, que sufren lo peor de las guerras de la droga, se queden esperando a que se imponga la sensatez entre los políticos de los países ricos. Deberían abandonar la prohibición lo antes posible.

Sigue siendo cierto que, si los líderes de los países ricos, ante todo EEUU, no cambian de perspectiva, esta cruzada global infructuosa continuará. La probabilidad de que las clases políticas usamericanas la detengan en un futuro próximo debe ser muy cercana a cero. Y sin embargo, resulta agradable soñar con que el Presidente Obama, entre los muchos dilemas a los que se enfrenta, algún día se preguntará si América, o el mundo, puede seguir permitiéndose la absurda guerra contra las drogas.



[1] Serie de televisión ambientada en Baltimore que trata de ofrecer una visión realista de la vida de la ciudad, especialmente centrada en el tráfico de drogas (N. de la trad.)

Fuente: http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2009/sep/13/legalise-drugs-john-gray