Irreducible lucha la de Colombia y sus pueblos que, siguiendo el ejemplo de la insurrección de los comuneros de Paraguay (1717-35) preanunciaron la independencia política de América (1780), así como hoy preanuncian la emancipación económica y social de nuestros pueblos. En el país que desde 1886 lleva el nombre del conquistador, la violencia republicana empezó […]
Irreducible lucha la de Colombia y sus pueblos que, siguiendo el ejemplo de la insurrección de los comuneros de Paraguay (1717-35) preanunciaron la independencia política de América (1780), así como hoy preanuncian la emancipación económica y social de nuestros pueblos.
En el país que desde 1886 lleva el nombre del conquistador, la violencia republicana empezó el día en que un grupo de patriotas redactó en Cartagena la primera constitución liberal del mundo hispánico (un año antes que la de Cádiz, 1811), y cuando socialmente fue institucionalizada por los enemigos de la confederación bolivariana (1830). Sin embargo, las luchas populares de Colombia se han ganado el derecho a ser entendidas con referentes más creíbles que los recurrentes anuncios de su inviabilidad o extinción: realismos mágicos de exportación, quevedos de corto alcance, diálogos tramposos de paz y sesudos debates en torno a la feroz violencia de clase que las combaten.
«Por izquierda» y «por derecha» predomina aún el enfoque positivista ajustado a conveniencia. Interpretación falaz que en la historia colombiana del siglo XIX hizo de ocho guerras civiles y medio centenar de alzamientos armados, una sucesión incomprensible de luchas entre caudillos perdidos por causas sin motivos, y hechos a los que se fue despojando de vigencia y legitimidad dialéctica. No obstante, quien trate de entender desprejuiciadamente las guerras sociales de Colombia, se detendría en tres presidentes líderes del Partido Conservador: Mariano Ospina Rodríguez (1805-85), Pedro Nel Ospina (1858-1927) y Mariano Ospina Pérez (1891-1976).
El primer Ospina participó en el intento de asesinato de Simón Bolívar (septiembre de 1828); su sobrino Pedro intervino en la entrega de Panamá a Estados Unidos y dirigió el consejo de guerra verbal contra Pedro Prestán, mulato cartagenero que en 1885 defendió la ciudad panameña de Colón contra una invasión yanqui. Y Mariano, nieto de aquél, despojó de su carta de ciudadanía a los campesinos del Partido Liberal, indispensable para votar (1946).
Un historiador liberal sería más «objetivo»: destacaría, por caso, que Pedro Nel Ospina era «progresista» y fue el primero gobernante del mundo en emplear el avión para misiones oficiales. O bien que ante las «estridencias» de la política, Ospina Pérez era muy respetado porque hablaba bajito, ya que de niño se había tragado en la hacienda de su papá una semilla de café que le rasgó las cuerdas vocales.
Empero, durante los gobiernos de Ospina Pérez (1946-50), Laureano Gómez (1950-51) y Roberto Urdaneta Arebláez (1951-53), apoyados por Estados Unidos, Colombia fue envuelta en llamas en el nombre del «corazón de Jesús» y los «filocomunistas» del Partido Liberal. Cientos de masacres de campesinos y un crimen emblemático: el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, líder y candidato presidencial del Partido Liberal (1948).
El magnicidio coincidió con el nacimiento de la OEA, cuya acta fue suscrita por los embajadores en un garage de Bogotá a causa del levantamiento popular que la historia popular llama bogotazo. En el monte, los gaitanislas liberales se enfrentaron a las «partidas de Chulavista» (paramilitares), terroristas del Partido Conservador que asolaron varios departamentos (provincias) del país: Boyacá, Santander, Cundinamarca, Huila, Tolima y Valle de Cauca.
Trescientos mil muertos después, la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-57) no fue menos dura y su derrocamiento llevó a la «alternancia» liberal-conservadora de los 12 años siguientes. Pero en 1961, una misión de Estados Unidos, encabezada por el general Yarbourough, se volcó a entrenar grupos de paramilitares en las áreas rurales, sirviendo de pruebas «piloto» en los inicios de la guerra de Vietnam.
Proceso desatendido por los movimientos democráticos de América Latina, las luchas populares de Colombia guardan experiencias sin par. En primer lugar, el ejército insurgente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC, 1964), que surgido del semillero liberal rebelde representa algo más que sus 20 mil efectivos dirigidos por Manuel Marulanda Vélez (Tirofijo), quien tiene bajo fuego más años que Mao Tse Tung y Ho Chi Minh.
Colombia es un país clave en la guerra de Washington contra los pueblos latinoamericanos. Bogotá representa, exactamente, el espacio geopolítico idóneo para reclutar a hombres como Francisco de Paula de Santander, primer presidente de Colombia y de los primeros en traicionar los ideales puestos al día por la revolución bolivariana del venezolano Hugo Chávez.
Naturalmente, si Washington decidiese la intervención abierta debería juntar soldados para pelear en un territorio dos y media y 52 veces mayor que Vietnam y El Salvador, y 11 y dos veces y media mayor que Yugoslavia e Irak.
La intervención yanqui en Colombia requiere de trabajo político y de consenso de masas. Y el presidente Alvaro Uribe, relecto en las urnas el 28 de mayo pasado, será su ejecutor.
En Colombia, la «violencia de los unos y los otros» se desarrolla dentro de un Estado oligárquico donde «los unos» son dueños de 67 por ciento de las tierras cultivables (menos de 4 por ciento de los propietarios) y «los otros» esperan desde 1810 que la democracia «más-antigua-de-América» (sic) sea algo más que imaginación de políticos, escritores y periodistas cómplices o despistados.
Datos recientes de Naciones Unidas estiman que de un total de 43 millones de habitantes, 31 por ciento subsiste en la indigencia, 64.2 anda por debajo de la línea de pobreza, 17 está desempleada (2.5 millones), 40 vive del subempleo (6.8 millones) y 4.1 millones se desenvuelven en la informalidad.
Más de la mitad de los colombianos económicamente activos (22 millones) vive de lo que puede, en tanto, según el Banco Mundial, la relación rico-pobre es 1-80, cuando en el decenio de 1990 era 1-52. Y del total de 8 millones que trabajan, sólo la mitad gana el salario mínimo o tiene contrato de trabajo.
En un país célebre por sus brujos y hechiceros, los gobernantes colombianos parecen haber encontrado la alquimia perfecta de la injusticia estructural: delegación del mando a través de conjuros «democráticos», criminalización de la protesta social, exterminio sistemático de dirigentes y militantes de las causas democráticas y populares, masacres en campos y ciudades a plena luz del día y total y absoluta impunidad de los asesinos entre los varios recursos, quizá tan misteriosos, del exterminio social.
Sin guerras de invasión que lo justifique, las oligarquías colombianas han causado en el pasado medio siglo la muerte violenta de 200 mil personas, aproximadamente. En 1996, mil 900 precandidatos renunciaron a presentarse a comicios locales, 49 alcaldes y concejales murieron asesinados y más de 80 fueron secuestrados.
Un informe de la policía, publicado por un diario de Bogotá (El Espectador, 24/4/99), reveló que en 1998 fueron asesinadas 23 mil 96 personas, otras 2 mil 609 secuestradas y en 115 masacres murieron 685 personas. Medellín aparecía como la ciudad más violenta, seguida por Bogotá (2 mil 439 personas asesinadas) y Cali (mil 871).
Colombia es líder mundial en asesinatos selectivos de dirigentes populares y sindicales. Mil 500 de 1987 a 1992, 3 mil de entonces a la fecha. Si bien escasa, en términos comparativos, la violencia de la resistencia también se hace sentir. Las FARC retienen cerca de 3 mil secuestrados, figurando entre éstos la candidata presidencial Ingrid Betancourt, varios legisladores, oficiales del ejército y de policía y tres agentes yanquis espías de la CIA de un avión abatido por fuego rebelde.
Una comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas precisó que «… en 2005 se concretó la más grave operación de impunidad, especialmente frente a miles de violaciones cometidas por grupos paramilitares». Un informe de la Cruz Roja Internacional estima que en el mismo año se registraron 55 mil 327 desplazados y 317 desapariciones forzosas (aumento de 13.6 por ciento en relación a 2004).
Según testimonio de Rafael García, ex director de informática del DAS (seguridad del Estado), existen listas negras de profesores, sindicalistas y activistas de derechos humanos elaboradas por esta institución, y luego asesinados. Alfredo Correa de Andreis, ingeniero agrónomo, sociólogo y ex rector de la Universidad de Magdalena, fue desaparecido y muerto el 17 de septiembre de 2004 cuando trabajaba en una investigación sobre despazados en Bolívar y Atlántico.
De las cinco nacionalidades que representan la mitad de los refugiados atendidos en 2005 por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ACNUR, 8.4 millones), Afganistán ocupa el primer lugar (2.9 millones), seguido de Colombia (2.5 millones), Irak (1.8 millones), Sudán (1.6 millones) y Somalia (839 mil). En «desplazados internos» (20.8 millones) Colombia ocupa el primer lugar (2 millones), seguido de Irak (1.6 millones), Paquistán (1.1 millones), Sudán (1 millón) y Afganistán (912 mil).
El uso de minas «antipersonales» representa otra variable atroz de la guerra. Colombia encabeza desde 2005 el primer lugar en registrar víctimas por la siembra de este tipo de artefactos. La guerrilla fabrica minas artesanales (quiebrapatas) y el ejército y los paramilitares usan las Kleymore, vendidas por Estados Unidos.
Desde 1990, cuando se produjo el primer accidente con una mina, mil 60 colombianos han quedado mutilados (más víctimas que en Afganistán y Kampuchea). Actualmente, se calcula que entre 70 y 100 mil minas han sido sembradas en 31 de los 32 departamentos (provincias) del país. Una mina antipersonal tiene una vida de 50 años. Armarla cuesta un dólar. Desarmarla, 400 dólares.
En Bogotá, un informe del corresponsal sueco Dick Emanuelsson observó que la televisión muestra niños mutilados o heridos por las esquirlas de las minas, pero jamás se permite mostrar a los soldados desangrados en los campos de minas. Excepto cuando salen del hospital en sillas de ruedas, sin piernas.
El análisis de la sangrienta y poliédrica violencia de clase que los grupos oligárquicos impusieron en Colombia por medio de la «alternancia» liberal-conservadora (1957) demandaría de un equipo interdisciplinario de investigadores creíbles, talentosos, respetados y… comprometidos.
En tal sentido, lo que menos hace falta en Colombia son diagnósticos y estudios de formato «objetivo» como los de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales de Quito (Flacso).
Desde su nuevo edificio (construido en terrenos del ejército ecuatoriano con la «desinteresada» contribución de la Democracia Cristiana alemana), la Flacso es una institución de posgrado que opera en sintonía con el pensamiento contrainsurgente del Pentágono en toda la subregión andina.
La dimensión imaginativa parece que también agotó sus posibilidades de expresión en Colombia. Años atrás, el presidente de la Asociación de Ex Agentes de la Policía Secreta (Carlos Arbeláez) invitó a escritores del género «crimen y misterio» de todo el mundo a una conferencia que tendría lugar en agosto de 2000 para que se inspiraran en las historias que sacuden al país real.
A última hora, los escritores invitados de América Latina, Europa y Estados Unidos cancelaron el viaje. Actitud prudente, pues una cosa es imaginar y otra narrar los hechos tal cual son. Tenemos, por ejemplo, las declaraciones de Salvatore Mancuso (jefe paramilitar, asesino confeso y ex socio del presidente Alvaro Uribe), quien a Margarita Martínez, corresponsal de Associated Press, aseguró que su ejército de sicarios no ejecutaría «… a más de tres personas al mismo tiempo» (13/02/02).
Seguramente que en cualquier estado de derecho también para eso existe la «libertad de expresión». En cambio, de haber reparado en los hechos ocurridos en el campo de exterminio Hacienda El Palmar (en curso de investigación), Gabriel García Márquez habría escrito un magnífico cuento de terror.
Don Rodrigo Mercado Pelufo, Cadena, decidía en El Palmar qué campesinos de la comunidad de San Onofre iban a morir, o ser descuartizados a golpe de machete y del lento run-rún de las motosierras. Jefe paramilitar y ganadero, don Rodrigo tenía un método infalible: por cada 10 que mataba dejaba uno en libertad para contar lo que había visto.
A pocos metros de una laguna situada a la entrada de la propiedad, los caimanes devoraban los cadáveres de los ejecutados. Y en medio de las fosas que dejaba la carnicería, se organizaban reventones y certámenes de «Miss Maja Internacional» o «Miss Tanga», en los que oficiaba de jurado la simpática diputada Muriel Benito Rebollo, originaria de San Onofre y partidaria de Uribe.
En los asados y parrandas de Cadena fueron vistos Norman León Arango, comandante de la policía, y el ex gobernador Salvador Arana (acusado de ser el autor intelectual del asesinato de un alcalde). Indignado por las denuncias internacionales, el presidente Uribe aplicó ejemplares medidas de castigo: Arango fue nombrado agregado militar de Colombia en Francia, y Arana fue nombrado embajador en Chile.
Bien. No crea usted que nos vamos apoyando en los malévolos datos de la maldita subversión y el «comunismo internacional», que no acaba de entender que el Muro se cayó. Ni tampoco crea que omitimos la violencia «del otro lado», que por motivos de espacio remitimos a los «noticieros» de Miami y a los comentarios del impoluto don Andrés Oppenheimer, vicario de la democracia latinoamericana.
No deseo abundar en más. No puedo. Deseo, como todos, la paz en Colombia. Pero en 1957, el jefe guerrillero liberal Gustavo Salcedo entregó las armas, pactó la paz con el gobierno y fue asesinado. Y cuando concurría a otra reunión de paz, se cayó el avión del jefe guerrillero Jaime Bateman (M-19). Y en 1983, el guerrillero Oscar Calvo (EPL), representante en una comisión negociadora de paz, murió asesinado.
Los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal (1987), Luis Carlos Galán (1989) y Bernardo Jaramillo (1990) fueron asesinados. Carlos Pizarro, otro jefe del M-19 propicio al diálogo, fue asesinado (1990). En plena negociación con el gobierno, el presidente César Gaviria ordenó el bombardeo del campamento central de las FARC.
En 2001 el Ejército de Liberación Nacional (ELN) liberó a 45 soldados como gesto de buena voluntad, y el presidente Andrés Pastrana mandó a bombardear sus efectivos. Y en 2002, en el ocaso de su mandato, Pastrana dispuso el fin de las negociaciones y bombardeó los campamentos de las FARC.
Pero Washington también se queja. Y no tanto porque en el aspecto militar le va mal, sino por lo que realmente le duele. En mayo de 2002 el Departamento de Estado suspendió parte de la ayuda financiera para Colombia. Dos millones de dólares de fondos entregados a la policía colombiana habían desaparecido, misteriosamente.
La última: en febrero pasado, la revista Semana denunció torturas y abusos cometidos contra 21 soldados del Batallón Patriotas de la sexta Brigada de Infantería (Tolima). Un soldado explicó: «Todos nuestros generales han pasado por eso. Así nos formamos».