Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
La historia se ríe de los profetas desarmados (Maquiavelo)
La historia también se ríe de los pueblos desarmados y desorientados
I. El mediterráneo, un cementerio marino
30.000 personas han perecido en 20 años, entre 1995 y 2015, a las puertas de Europa. 3.500 en 2014 y 1.800 en el primer semestre de 2015. Un número récord de 137.000 emigrantes ha cruzado peligrosamente el Mediterráneo durante el primer semestre de 2015, es decir, una subida del 83% con respecto al primer semestre de 2014. La situación empeora en verano, el número de emigrantes en el Mediterráneo pasó en 2014 de 75.000 en el primer semestre a 219.000 a finales de año, según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados.
La Unión Europea ha puesto en marcha un plan urgente para aliviar a Grecia e Italia, principales países afectados por el flujo de emigrantes. Según ese plan, la Unión Europea debe repartirse la responsabilidad de 40.000 demandantes de asilo originarios de Siria y de Eritrea llegados a Italia y Grecia desde el 15 de abril. Francia debería acoger a 4.051 procedentes de Italia y a 2.701 de Grecia. París debería recibir, además, a 2.375 de los 20.000 refugiados políticos reconocidos por las Naciones Unidas que piden protección internacional.
En comparación, debido a las guerras de saqueo económico del bloque atlantista contra los países árabes, Líbano, Turquía y Jordania acogen, solo ellos tres, a más de 4 millones de refugiados sirios, ¡mientras Francia solo acogió a 500 a título humanitario desde 2011! «En una casa (…) explota una tubería y descarga en la cocina. El fontanero dice que hay una solución: dejar la mitad de la descarga en la cocina, meter un cuarto en el salón, un cuarto en la habitación de los padres y si no es suficiente el resto en la habitación de los niños», ironizó Nicolás Sarkozy ocultando este hijo de inmigrantes, francés de «sangre mestiza» como se definió, su gran responsabilidad en la destrucción de Libia y la consecuente proyección migratoria hacia el norte del Mediterráneo.
Repaso al naufragio de la civilización.
II. ¿»Carga del hombre blanco»* o saqueo del planeta?
«Fue a principios de la primavera de 1750 cuando nació el hijo de Omoro y Binta Kinté en el pueblo de Djoufforé, a cuatro días en piragua de la costa de Gambia» (Roots: The saga of an american family (1976) Alex Haley, en español Raíces (1)
Curiosa trayectoria. Curiosa encrucijada. Mientras el africano de Sine Saloum, región natal del autor de Raíces, era extirpado de su tierra por los colonizadores de la «Senegambia» y enviado allende los mares para contribuir a la prosperidad del Nuevo Mundo, los franceses, ingleses, españoles y portugueses en primer lugar, en los siglos XVIII y XIX, y después los libaneses y los sirios, en el siglo XX, eran conducidos al éxodo bajo presión de la economía.
Un movimiento paralelo… el movimiento negro iba a poblar América cuando el blanco se sustituía a sí mismo en su continente como intermediario entre colonizadores y colonizados.
52 millones de personas: colonos en busca del sustento, aventureros en busca de fortuna, militares en busca de pacificación, administradores en busca de consideración, misioneros en busca de conversión, todos en busca de promoción, salieron del «Viejo Mundo» en poco más de un siglo (1820-1945) al descubrimiento de nuevos mundos, como lejanos precursores de los trabajadores emigrantes de la época moderna.
Al ritmo de 500.000 expatriados anuales de media durante 40 años, de 1881 a 1920, 28 millones de europeos abandonaron el viejo continente para poblar América. 20 millones fueron a Estados Unidos y 8 millones a América Latina, sin contar Oceanía (Australia, Nueva Zelanda), Canadá, el continente negro, el Magreb y el sur de África especialmente, así como los confines de Asia y establecimientos en los enclaves de Hong Kong, Punduchery y Macao. 52 millones de expatriados, es decir, el doble del total de la población extranjera que residía en la Unión Europea a finales del siglo XX, una cifra muy similar a la población francesa.
Principal proveedora demográfica del planeta durante ciento veinte años, Europa consiguió la hazaña de hacer a su imagen y semejanza otros dos continentes, las dos Américas y Oceanía, e imponer la marca de su civilización a Asia y África.
«Dueña del mundo» hasta finales del siglo XX, Europa convirtió el planeta en su campo de tiro permanente, su propia válvula de seguridad, el trampolín de su influencia y su expansión, el vertedero de todos sus males, un drenaje para sus excedentes de población y un presidio ideal para sus alborotadores sin las limitaciones impuestas por la rivalidad intraeuropea por la conquista de las materias primas.
En cinco siglos (del XV al XX) el 40% del mundo habitado estuvo más o menos sometido al yugo colonial europeo. Al tomar el relevo de España y Portugal, iniciadores del movimiento, Gran Bretaña y Francia, las dos principales potencias marítimas de la época, llegaron a poseer, ellas solas, hasta el 85% del dominio colonial mundial y el 70% de los habitantes del planeta a principios del siglo XX. A su paso, Portugal y España saquearon el oro de Sudamérica, Inglaterra las riquezas de la India y Francia el continente africano.
III. Efecto bumerán, la «invasión bárbara»
Por una carambola de la historia de la que solo ella conoce el secreto, el efecto bumerán aparece en el siglo XX. Europa, particularmente Francia, padecerá su frenesí belicista con el reclutamiento de más de 1.200.000 soldados de la otra orilla para defenderse en las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) y la reconstrucción del país siniestrado. Hasta el punto de que los franceses, por definición los auténticos indígenas de Francia, transponiendo el esquema colonial a la metrópoli, designaron con ese nombre «indígenas» a los nuevos emigrantes que en realidad son los exógenos. Señal indiscutible de una grave confusión mental acentuada por las consecuencias económicas que esta mutación implicaba.
La independencia de los países africanos neutralizó el papel del continente negro en su función de volante regulador del desempleo francés. La arabofobia se sustituyó entonces por la judeofobia en el debate público francés con la guerra de Argelia (1954) y la guerra de Suez (1956), antes de convertirse en islamofobia con la relegación económica de Francia del top de las grandes potencias. La xenofobia francesa se manifestaría entonces de una manera inversamente proporcional a la gratitud de Francia con respecto a los árabes y musulmanes, en la misma línea de su comportamiento tras la guerra mundial en Sétif, Argelia, en 1945 y en Thiaroye, Senegal, en 1946.
Cinco siglos de colonización intensiva por todo el mundo no han conseguido convertir en cotidiana la presencia de «morenos» en suelo europeo, de la misma forma que trece siglos de presencia ininterrumpida, materializada por cinco oleadas migratorias, no han conferido al islam el estatuto de religión autóctona de Europa, donde permanece el debate desde hace medio siglo, sobre la compatibilidad entre el islam y la República, así como para conjurar la idea de una integración inevitable en los pueblos de Europa de este grupo étnico y de identidad, el primero de tanta importancia establecido fuera de la órbita europea centrista y judeocristiana.
Estos cuestionamientos son reales y fundados, pero por su constante reiteración (problema de la compatibilidad entre el islam y la modernidad o entre el islam y el laicismo), las variaciones sobre el tema parecen, sobre todo, devolvernos al viejo debate colonial con respecto a la asimilación de los indígenas, bien para demostrar el carácter inasimilable del islam en el imaginario europeo o bien para disimular las antiguas fobias patrioteras, a pesar de la mezcla genética con los esclavos de ultramar, a pesar del mestizaje en el norte de África y todo el continente negro, a pesar de la mezcla demográfica, especialmente en las antiguas potencias coloniales (Reino Unido, Francia, España, Portugal y los Países Bajos), y a pesar de las sucesivas oleadas de refugiados en el siglo XX procedentes de África, Asia, Indochina, Oriente Medio y otros lugares. A pesar de las vacaciones paradisiacas de los dirigentes franceses a la sombra de los trópicos dictatoriales, a pesar de la contribución de los árabes a la liberación de Francia, del papel de Libia e Irak de válvulas de escape de la expansión del complejo militar industrial francés con sus «contratos del siglo» en compensación por el encarecimiento del petróleo tras la guerra de octubre (1973).
El papel complementario de los yihadistas islamistas bajo tutela occidental en tanto que punta de lanza del combate en la implosión de la Unión soviética en la década de 1980 en Afganistán, después la implosión de Yugoslavia (Bosnia y Kosovo) en la década de 1990 y finalmente contra Siria en la década de 2000.
Más allá de la polémica sobre la cuestión de si «el islam es soluble en la República o a la inversa si la República es soluble en el islam», la propia realidad se encarga de responder al principal desafío intercultural de la sociedad europea del siglo XXI. Soluble o no, fuera de toda suposición el islam ya está bien presente en Europa de una forma estable y sustancial, incluso su demografía revela una composición interracial, europea ciertamente, pero también en una menor proporción árabe-bereber, negra-africana, turca e indo-paquistaní.
Primer país europeo por la importancia de su comunidad musulmana Francia es también, proporcionalmente a su superficie y a su población, el foco musulmán más importante del mundo occidental. Con casi cinco millones de musulmanes, dos millones de nacionalidad francesa, la comunidad cuenta con más musulmanes que al menos ocho países miembros de la Liga Árabe (Líbano, Kuwait, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Palestina, Islas Comores y Yibuti) y podría, con razón, justificar una adhesión a la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), el foro político panislámico que agrupa a 52 estados de diversos continentes, o al menos disponer de un escaño de observador.
Base principal de la población inmigrante a pesar de su heterogeneidad lingüística y étnica, con más de 20 millones de personas, cinco millones en Francia, la comunidad árabe-musulmana de Europa occidental aparece en razón de su efervescencia -tópico que refleja una realidad- como el vigésimo noveno Estado de la Unión Europea.
Con la admisión de Turquía, Albania y Kosovo en la Unión Europea se elevaría el número de musulmanes a casi 100 millones de personas, que representarían el 5% de la población total europea, una evolución que hace temer a la derecha radical europea la pérdida de la homogeneidad demográfica de Europa, la blancura inmaculada de su población y las «raíces cristianas de Europa».
Hasta el punto de que el antiguo UPM de Francia, el partido de Sarkozy, instituyó una cláusula de salvaguarda para someter a referéndum la adhesión de cualquier nuevo país cuya población exceda el 5% del conjunto demográfico europeo. Para un observador poco informado el conteo es impresionante: la aglomeración parisina concentra solo ella un tercio de la población inmigrada en Francia, el 37% exactamente entre todos (africanos, magrebíes, asiáticos y antillanos) mientras que el 2,6% de la población de Europa occidental es de origen musulmán, concentrada principalmente en las aglomeraciones urbanas. Su importancia numérica y su implantación europea en los principales países industriales le confieren un valor estratégico y convierten a la comunidad árabe musulmana de Europa el campo privilegiado de la guerra de influencias que libran las diversas corrientes del mundo islámico y por lo tanto barómetro de las convulsiones políticas del mundo musulmán.
Hecho ya irreversible, el anclaje estable de las poblaciones musulmanas en Europa, la escolarización generalizada, la afirmación multiforme de su toma de conciencia así como la irrupción en la escena europea de las grandes querellas del mundo islámico, la conmoción del paisaje social y cultural europeo del último cuarto del siglo XX impulsaron un principio de reflexión en profundidad en cuanto a la gestión a largo plazo del islam interno.
Sin embargo Europa, en particular Francia, bajo el efecto de la precariedad económica y la subida de los conservadurismos, bajo el paraguas de la lucha contra el terrorismo, ha practicado desde hace un cuarto de siglo una política de crispación respecto a la seguridad, ilustrada por leyes sucesivas sobre la inmigración (Debré, Pasqua, Chevènement, Sarkozy, Hortefeux), apareciendo como uno de los países europeos más punteros en la lucha contra los emigrantes, aunque su población inmigrada bajó un 9% en un decenio (1990-1999).
La euforia que se apoderó de Francia tras la victoria de su equipo multirracial en el Mundial de Fútbol de 1998 no resolvió sin embargo los lacerantes problemas de la población inmigrante, especialmente el ostracismo de hecho del que está afectada en su vida diaria, el subempleo y la discriminación insidiosa de la que es objeto en los lugares públicos. Con las consecuencias que implica semejante marginación social, la exclusión económica y la reclusión carcelaria.
Los atentados antiestadounidenses del 11-S relanzaron la xenofobia latente hasta el punto de que en los momentos claves de la actualidad, como la matanza de Charli Hebdo en enero de 2015, se percibe un auténtico ambiente de arabofobia e islamofobia.
Treinta años después de la revolución operada en el ámbito de la comunicación, quince años después de la comunión interracial del Mundial de Fútbol de 1998, los árabes y los africanos siguen siendo en Francia los «indígenas», infrarrepresentados en la producción de la información, de una manera general en la industria del entretenimiento y la cultura, y de una manera más particular en los círculos de decisión política por la evidente razón de que son difícilmente percibidos como los productores de pensamientos y de programas, mientras su representación intelectual no sufre la menor protesta.
En el umbral del III milenio, es obvio que Francia sufre un bloqueo cultural y psicológico marcado por la ausencia de fluidez social. Reflejo de una grave crisis de identidad, paradójicamente ese bloqueo está en contradicción con la configuración pluriétnica de la población francesa, en contradicción con el aporte cultural de la inmigración, en contradicción con las necesidades demográficas de Francia, en contradicción, finalmente, con la ambición de Francia de hacer de la Francofonia el elemento de confederación de una constelación pluricultural con vocación de contrapeso de la hegemonía planetaria anglosajona, la garantía de su influencia futura en el mundo.
Así, en el umbral del siglo XXI Francia ofrece el espectáculo de un Estado con los poderes erosionados tanto por la construcción europea como por la globalización, una sociedad marcada por la desagregación de lazos colectivos, de partidos políticos alejados de los sectores populares, de una izquierda socialista a remolque de los asuntos de moda, de una derecha a la deriva que niega sus ideales, ambas devastadas por asuntos de corrupción, y un núcleo duro de la extrema derecha que representa un quinto del corpus electoral, una nación minada por el auge de los corporativismos y el comunitarismo, así como por la exacerbación, sobre el fondo de las guerras de saqueo económico de la ribera sur del Mediterráneo (Libia, Siria), que se superponen al conflicto israelí-palestino y al antagonismo judeo-árabe en el territorio nacional. Una Francia sumida en la penumbra, en la pérdida de referencias, en busca de sentido, víctima de los hedores de la memoria. El contencioso no resuelto en Francia con respecto a Vichy y Argelia continúa acosando la conciencia francesa, así como su deuda poscolonial.
Cuatro años después de la caída de Gadafi, Libia aparece como una zona sin ley que vierte a Europa un flujo migratorio constante, lejana réplica de una colonización intensiva de Occidente del conjunto del planeta que provocó la descomposición radical de la demografía y la ecología política y económica de cuatro continentes (África, América, Asia y Oceanía), sin la menor consideración por el modo de vida indígena, sin la menor preocupación por un desarrollo sostenible del universo. Sin otra razón que la codicia.
Los cargamentos migratorios de «morenos» proyectados navalmente por Libia hacia la ribera occidental del Mediterráneo, más allá del riesgo que crean sobre los puristas europeos respecto a la blancura inmaculada de la población de Europa, resuenan en la memoria de los pueblos martirizados como la marca de los estigmas anteriores que Europa infligió durante siglos a los «condenados de la tierra» y que ella reenvía ahora a su propia imagen. Una imagen de condena.
«A Francia no le gusta que le presenten la factura de su historia. Prefiere presentarse como la paloma blanca inocente que nunca fue. No es así como perdura una gran nación, sino respetando sus valores. Es decir, sirviendo a su país. La negación es una ofensa», como dice Noël Mamère.
La historia es implacable con los vencedores. También es implacable con los que la insultan
Notas:
* La carga del hombre blanco (en inglés The White Man’s Burden ) es un poema de Rudyard Kipling que, aunque tiene matices más profundos, su lectura directa se popularizó desde los puntos de vista dominantes en la época (racismo, eurocentrismo e imperialismo) justificando como una noble empresa, una ingrata y altruista obligación (incluso una sagrada misión en el sentido misionero), el dominio del hombre blanco sobre las que definían como «razas inferiores» (N. de T.)
(1) Alex Haley. Su verdadero nombre era Alexander Murray Palmer Haley, nacido en 11 de agosto de 1921 en Ítaca y fallecido el 10 de febrero de 1992 en Seattle. Escritor negro estadounidense, es conocido especialmente por su colaboración en la autobiografía de Malcolm X y sobre todo por Raíces , el libro que cambió la comprensión del problema negro en Estados Unidos.
René Naba es autor, entre otros, del libro Du Bougnoule au sauvageon, voyage dans l’imaginaire français , (Harmattan, 2002) de donde se extrajo este capítulo. Léase al respecto » Las colonias, ¿anticipo del paraíso o regusto del infierno? «, sobre el flujo migratorio mundial en el siglo XX.