Desenredada por un gran río al que los nativos llaman «el mar» (al-bahr), como llaman a la ciudad por el país completo (masr), ninguna otra capital del mundo consiste hasta tal punto en los hombres que la habitan y no en los edificios que la limitan. El Cairo no parece una ciudad construida sino okupada […]
Desenredada por un gran río al que los nativos llaman «el mar» (al-bahr), como llaman a la ciudad por el país completo (masr), ninguna otra capital del mundo consiste hasta tal punto en los hombres que la habitan y no en los edificios que la limitan. El Cairo no parece una ciudad construida sino okupada y re-okupada todos los días por quince millones de personas que, perdidas en el desierto, encontrasen una y otra vez, abandonada en su camino, esa ciudad a su medida y volviesen a colgar de un clavo la galabiya, a instalar en un hueco las sillas de un café, a poner sus frutas en un saliente oportuno, a criar el cordero en un providencial ascensor. Elegida, pues, y no erigida, El Cairo escapa a la tentación de la monumentalidad por este exceso antropológico que pone a la inmediata disposición de su ingenio, como Robinson los recursos naturales de su isla, el inmenso extravío de sus cúpulas y sus chozas. El efecto visual es abrumador: los tejados hirvientes de escombros y conejos, el costurón de metrópoli en medio de la bulliciosa aldea, volutas de la más atroz modernidad girando sobre un tesoro desparramado de palacios fatimíes. Pero el efecto cutural no es menos apabullante: ombligo del mundo árabe, París del Islam, sus quince millones de okupantes acumulan -como decía el escritor Yusuf Idris- una experiencia histórica cuya continuidad y riqueza no tienen parangón en ninguna otra civilización y que la mantienen, a pesar de Sadat y de Mubarak, como centro privilegiado de producción de acontecimientos históricos y de alta (y deliciosamente baja) cultura.
Desde Occidente, Egipto nunca ha sido vivido sino sólo representado y esto a expensas siempre de la potencia de El Cairo, de su actualidad desconcertante. Negar u olvidar u ocultar El Cairo -sucia, promiscua, contracartesiana y, sin embargo, irresistible- forma parte de una conspiración que domestica sus amenazas en imágenes exóticamente coloniales y misteriosamente eternas. Los occidentales siguen prisioneros de sus clichés orientalistas y se acercan a Egipto pensando todavía en Menphis o en Alejandría; es decir, en los enigmas de los faraones que la invasión napoleónica escenificó para los europeos y que -prolongación del imaginario neocolonial- hoy mantienen con vida las ñoñerías de Terenci Moix y el pseudocostumbrismo de Christian Jack; o en el refinado gueto multicultural, pero europeo, de la Alejandría de Kavafis, Ungharetti y Durrell, de la que no quedan ya más que algunas frases. Cualquiera que haya vivido unos años en El Cairo sabe que estas imágenes no son nada o, peor, son una trampa. Los turistas sólo salen de su ensueño milenario sacudidos por las bombas terroristas y sólo para afirmar su desprecio hacia ese pueblo que se ha quedado y gestiona mal los tesoros arqueológicos que nosotros les descubrimos. Pero si uno es capaz de algo más que de representaciones, no puede dejar de incurrir, incómodo o feliz, en el presente. Para mí las pirámides eran sólo el bancal de arena donde llevaba a mi hija a jugar con su cubo y su pala en 1993; Champollion era el nombre de la calle polvorienta donde vivía mi amigo Mahmud y donde siempre había abierto un último café; y el museo con la momia de Tutankhamon me parecía infinitamente menos antiguo que el cubo soviético de la Mugama, frente a frente, en cuyo patio se amontonaban dos plantas de papeles y donde las funcionarias de aduana freían huevos en sus cajones. En cuanto a Alejandría, para nosotros los cairotas era tan sólo ese lugar provinciano y decadente en el que todos eran «directores» («director de automoción» el mecánico, «director de transportes» el taxista) y al que íbamos a veces a comer un buen pescado. Mucho más misteriosa que la maldición de Howard Carter o la cabeza de pepino de Ikhnaton, me parecía la alegría extravagante y pacífica de los egipcios más pobres y la facilidad de los encuentros azarosos en una ciudad millonaria en hombres; y más enigmático que el carácter de Clea o Mountolive me parecía el hecho de que esa revolución y catástrofe y orgía permanentes de El Cairo no condujera jamás a ningún cambio.
Debate acaba de publicar una nueva recopilación de textos de Edward Said, el palestino siempre fuera de lugar -como se titula su extraordinario libro de memorias- que enseñó literatura en Columbia. Entre estas Reflexiones sobre el exilio se encuentran algunos ensayitos muy estimulantes e inteligentes sobre Lawrence, Hemingway, Orwell o Naipaul; y también un fino y contundente alegato contra los intelectuales acomodados (cap. 8, pag. 127). Pero mucho más me han conmovido y enseñado los cinco textos en los que, de un modo más o menos personal, Said revisa y analiza su (y nuestra) relación con Egipto, donde vivió hasta los 17 años; especialmente el de título -ya elocuente- El Cairo y Alejandría, en el que los cairotas de adopción (como Said y yo mismo lo fuimos en épocas diversas) recuperamos la cartografía exacta de nuestra experiencia y el alivio de una resistencia geológica a las transformaciones del capital; y en el que el lector más distante, y por ello más sensible a las representaciones, aprenderá todo lo que hay de ideológico, de interesado, de defensivo, en ese Egipto de Hatsetsup y de Kavafis, mercadería colonial, mediante el que se desarabiza y se despunta un país que (aventuremos un vaticinio) muy pronto, para bien o para mal, para bien y para mal, volverá a ocupar, como en los años sesenta, el centro de la atención mundial.