Cuando agonizaba el invierno, Chile, y su capital en particular, vivieron dos episodios de un mismo momento de protesta social que tienen un origen común: la brutal desigualdad social, política y económica sobre la cual está fundado el neocapitalismo, ayer impuesto por los fusiles de la burguesía, y hoy, optimizado por la democracia sin pueblo […]
Cuando agonizaba el invierno, Chile, y su capital en particular, vivieron dos episodios de un mismo momento de protesta social que tienen un origen común: la brutal desigualdad social, política y económica sobre la cual está fundado el neocapitalismo, ayer impuesto por los fusiles de la burguesía, y hoy, optimizado por la democracia sin pueblo de la Concertación de Partidos en el Ejecutivo desde hace 18 años.
El 29 de agosto, el presidente de la Central Unitaria de Trabajadores, el socialista Arturo Martínez, convocó a una protesta donde prometió «400 mil trabajadores a lo largo de todo el país, manifestándose de distintas formas» contra las malas condiciones de vida de la mayoría y contra el sistema binominal que impide el acceso al Congreso de la llamada «izquierda tradicional». Lo cierto es que el acto de fuerzas fue mucho menor que el anunciado y el despliegue y actuación de las Fuerzas Especiales de Carabineros resultaron absurdamente desproporcionados respecto de la convocatoria. En la ocasión, hasta el senador de la República, Alejandro Navarro, fue apaleado por un funcionario de carabineros, lo que, lejos de victimizarlo, lo pone hoy al borde del desafuero, más por sus simpatías con la izquierda extraparlamentaria y el chavismo, que por su participación en la protesta (argumento que esgrimen sus detractores).
El llamado de Martínez tuvo como sujeto a los sindicatos, cuya debilidad actual se expresó notablemente. Más allá de los vicios históricos asociados a la burocracia sindical, la votación indirecta para elegir a sus representantes máximos, la inconsulta sistemática a las bases en la práctica; y el rol de apéndice y extensión del «progresismo concertacionista» atrincherado en el Ministerio del Trabajo, se evidenció la crisis de convocatoria de la multisindical que en la actualidad agrupa, sustantivamente, a sectores de trabajadores y funcionarios estatales. La protesta se realizó durante el día en los centros cívicos de las grandes ciudades chilenas, y por la noche cobró mayores bríos en las poblaciones pobres.
La noche del 11 de septiembre -que recuerda el martes oscuro de 1973 que echó violentamente por tierra la «vía chilena al socialismo»-, la protesta tuvo matices distintos. Al calor de la fecha más sensible del calendario de las izquierdas chilenas, esta vez las manifestaciones se realizaron en la periferia santiaguina. Parecido a las primeras expresiones de descontento social ocurridas a comienzos de la década de los ’80, fue en los márgenes cartográficos y sociales del pueblo donde la protesta resultó más masiva. Por una parte, la urbanidad más empobrecida, los jóvenes sin porvenir, los cesantes, las dueñas de casa y puñados de militantes de la causa popular salieron a las calles miseria de comunas como Peñalolén, Maipú, Renca, Pudahuel, y otras. Aparecieron las barricadas y los pobladores más dañados por el modelo patronal protagonizaron duros enfrentamientos con la policía. En medio de las manifestaciones, sin embargo, también se supo del poder de fuego de un sector del narcolumpen que aprovechó la ocasión para marcar a balazos su relativo control en puntuales territorios, y manifestar fuerzas ante el despliegue policial. La noche terminó con un carabinero abatido y 40 uniformados heridos. De lo que pasó en el lado del pueblo, poco o nada se sabe.
Al respecto, vale anotar que la droga fue ingresada premeditadamente en las poblaciones populares bajo la dictadura pinochetista, como una de sus armas para aniquilar las organizaciones de inspiración socialista y revolucionaria. Sus efectos, si bien no alcanzan el espanto y la descomposición en todas las dimensiones imaginables como acontece en otros países del continente, sí hablan de una red organizada, bien apertrechada y que opera como enemigo interno de la clase. Probablemente, ya Chile es parte de las piezas e intereses de la llamada «narco burguesía» continental, cuyos movimientos no se distinguen significativamente de cualquier multinacional, funcional y reproductora de las infamias del neocapitalismo. Con el agravante de que se enmascara tras el descontento popular y sus manifestaciones, y, en muchos casos, «resuelve» el problema de la sobrevida de algunos territorios del pueblo excluido. El análisis detallado y fundamentado de este flagelo es también materia del mundo popular y sus sectores más visionarios.
Lo cierto es que ya Chile no es una taza de leche. Tímidamente, franjas del pueblo ligadas a los trabajadores organizados, tercerizados y precarizados por el patrón de acumulación capitalista dominante, comienzan a luchar por reivindicaciones básicas, pierden el temor y eclipsan la paz social promovida y requerida por la clase en el poder y el gobierno empresarial. Mientras, por su lado, los costados del pueblo más pobre, aprovechan las convocatorias para protestar ante el alza de los alimentos y el costo de la vida, la exclusión social, y las desigualdades siderales que definen el actual modelo.
SE HUNDE BACHELET Y SE CRIMINALIZA LA POBREZA
La respuesta del mal gobierno obra con la política del garrote y la zanahoria. Mientras la presidenta Bachelet, según el Consorcio Iberoamericano de Empresas de Inversión de Mercados y Asesoramiento, se hunde en las encuestas regionales desde un 71% de popularidad alcanzado el 2006, a un 19% el 2007 (quedando en el penúltimo lugar de 22 países), a través del Ministerio del Interior promueve una política de criminalización de la protesta social y la disconformidad popular. De este modo, luego del 11 de septiembre, acogiendo el clamor patronal y de la derecha política, ha generado una serie de medidas tendientes a intervenir con medios y grandes recursos los «focos» más «conflictivos» de la población. Para ello la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) está mandatada a maximizar sus tareas, se multiplican las plazas de carabineros y se engordan las cárceles. Naturalmente, lo anterior, adjetivamente edulcorado con programas de «mejoramientos barriales» y planes de «rehabilitación social».
Por el lado de la zanahoria, el Ministro del Trabajo, Osvaldo Andrade -adelantando aspectos de la llamada «Mesa de la Equidad Social», o nuevo pacto social (reconfiguración de la colaboración de clases necesaria para cautelar la plataforma del modelo y decapitar un eventual ciclo de lucha de clases explícito y masivo) promovido por la iglesia y sectores del gobierno- ya ha mostrado sus cartas. Apoyado por la CUT de Martínez, Andrade propuso al Comité Político de ministros y presidentes de la coalición en La Moneda, eliminar el reemplazo de trabajadores en huelga con el objetivo de fortalecer la capacidad negociadora de los sindicatos, y crear una escuela sindical con financiamiento público. Resulta tan avasallante y escandalosa la supremacía del capital sobre el trabajo, que el «borde izquierdo» de la Concertación ha determinado que el movimiento de trabajadores organizados que aplastó en los albores de su primer gobierno, debe reestructurarse, pero esta vez, por arriba y controladamente. Lo suficiente para resistir las imposiciones extremas de la explotación y la precariedad laboral, y nucleada por la ideología del diálogo y el espejismo del prometido «crecimiento con equidad». Esta vertiente del gobierno precisa aceleradamente contar con un contingente de dirigentes sindicales pro concertacionistas para emplearlo como herramienta de resolución de dilemas con la ultra neoliberal, y evitar la «incertidumbre social» del sindicalismo independiente y de clase. El progresismo de los de arriba demanda apañar la organización de los trabajadores, reconducirla, domesticarla. Asimismo, ante mejores oportunidades para la derecha en las elecciones presidenciales de 2009, les urge preparar las condiciones para un potencial aterrizaje.
Sus cuentas son claras: de no tomar estas medidas, aumentan las posibilidades de futuros estallidos sociales. Los operadores político-sociales del poder también saben que sin justicia social no habrá paz social. No por nada, muchos de ellos provienen de destacamentos de las izquierdas revolucionarias de los ’70 y ’80. Se la saben por viejos y por diablos.
LA DERECHA DESORIENTADA
La Alianza por Chile cruza uno de sus momentos de peor convivencia de la temporada (circunstancial, por ahora). La ultra derechista UDI decidió llevar un candidato propio a las presidenciales, golpeando con dureza la capitanía del sector del pre candidato de Renovación Nacional, el multimillonario Sebastián Piñera, a quien sólo le falta hacer votos de pobreza para ofrecer garantías de transparencia de intenciones a la comunidad nacional.
Por su parte, la UDI todavía se debate en la elección de su candidato, cuando uno de sus próceres, Pablo Longueira, fue uno de los primeros políticos que salió al ruedo de la discusión del sueldo mínimo, aventurando una cifra que hizo palidecer al gobierno y al empresariado.
La Confederación de la Producción y el Comercio (gremio patronal) evalúa a sus representantes naturales como «populistas». Fuentes de la CPC señalaron que «ya no hay oposición. (Los partidos de la Alianza) están más preocupados de llegar al poder que de atajar reformas (como las propuestas por el ministro Andrade) que complicarán el crecimiento, el empleo y las remuneraciones.»
Del mismo modo, la CPC, frente a la sugerencia del político derechista Andrés Allamand de pagar de mejor manera el trabajo los días domingo, sentenció que «si se pagan mejor los domingos, lo que ocurrirá es que a los trabajadores se les pagará menos los otros días, pero la suma al final del mes será la misma».
Aquí se observa un paradójico distanciamiento entre el discurso de la clase dominante y sus representantes políticos. De hecho, la CPC, ha señalado que las relaciones con la Alianza permanecen congeladas.
Independientemente de que tras esta aparente contradicción, se oculte una táctica para potenciar a la derecha ante el pueblo como un polo político independiente de los intereses de los ricos, la situación -guardando las proporciones del caso- se parece a la actitud del empresariado venezolano a comienzos de 2000, cuando el ramillete de partidos derechistas descompuesto e incapaz de convertirse en alternativa de poder, obligó directamente a la burguesía a intervenir de manera abierta en la arena política, desconsiderando a sus mediadores e interlocutores históricos.
El legendario periódico oligárquico El Mercurio -golpista, reaccionario e influyente- ha castigado últimamente a la derecha, visibilizando en sus páginas a personajes de matriz derechista, distantes de esa casta política, como el famoso animador televisivo Don Francisco, quien se comparó, a propósito del último aniversario patrio, con el propio Mateo de Toro y Zambrano, quien encabezó la Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810 (¿¡!?).
LA SITUACIÓN DE LOS DE ABAJO
La izquierda tradicional agrupada en torno al PC agota paulatinamente sus posibilidades de llegar a acuerdos con sectores de la Concertación para quebrar el sistema electoral binominal consagrado en la Constitución pinochetista. Los intentos forjados con la derechista Renovación Nacional abortaron rápidamente. Ahora las fracciones anti comunistas al interior de los partidos de gobierno, provenientes principalmente de la dirección de la Democracia Cristiana, presionan de manera poderosa y coercitiva a los segmentos que apelan a la inclusión de representantes comunistas en el parlamento burgués. Lo más probable es que, simplemente, se logren pactos parciales por omisión en las próximas elecciones municipales de 2008 (es decir, que los partidos de la Concertación no lleven candidatos en algunas municipalidades donde el PC tiene mejores oportunidades.)
Al respecto, sólo vale señalar que el deseo político de reconstruir los viejos tres tercios de la política chilena por arriba choca frontalmente con uno de los aspectos medulares de la contraofensiva burguesa ocurrida tras el golpe de Estado de 1973. Esto es, impedir que la izquierda llegue al Ejecutivo por vías legales.
Asimismo, la política de frentes amplios, fundada en la colaboración de clases y la ilusión de la existencia de una burguesía nativa «revolucionaria», capaz de cumplir con las tareas históricas de la industrialización del país y una democracia «más plena», entre otras medidas, son parte del museo ideológico de la izquierda bajo la égida soviética que se desplegó entre los años ’30 y ’70 del siglo pasado.
La clase en el poder -cuyas tramas sanguíneas e intereses se confunden entre la Concertación y la derecha- aprendió la lección histórica. Así como ahora, ante incidentes desorganizados y reducidos de un trozo de pueblo que se reconstruye, los de arriba toman ya iniciativas brutales en todos los ámbitos (policíacos, jurídicos, ideológicos y mediáticos), lo mismo hacen en la arena estrictamente electoral, pese a la pobre votación obtenida por la izquierda desde el fin de la dictadura. Su objetivo -muy bien alcanzado hasta el momento- es cooptar, dispersar o destruir cualquier asomo de fuerzas desde abajo.
Así y todo, las tareas del pueblo y el archipiélago de organizaciones hermanas que es preciso reagrupar, están pendientes. No es fatal el actual orden de cosas. Pero las crisis también se construyen.
Mientras en otros territorios del continente, son millones los que enfrentan a diario el horizonte titánico de construir una sociedad donde gobiernen los trabajadores y el pueblo, donde el trabajo subordine al capital y el hombre al dinero, abajo, en Chile, la indignación ante las condiciones objetivas extraordinariamente antipopulares del actual modelo, antecede la organización y la lucha.
Durante el último trimestre del año, la primavera chilena será espectadora de los conflictos laborales que se avecinan en el sector pesquero, de la salud, del subcontratismo, de los servicios tercerizados, de la construcción. El fracaso del sistema de transporte Transantiago y su pronto encarecimiento para la población, sumado a las alzas constantes de los alimentos y los derechos básicos privatizados, y el congelamiento de los salarios, paso a paso, construyen las condiciones de indignación nacional y auguran nuevas expresiones de protesta.
Sin embargo, urge que las piezas clave del puzzle popular formulen su unidad, desde abajo, contra la desigualdad y el neocapitalismo; con protagonismo popular y vocación de poder; con generosidad y un proyecto político propio, generado democráticamente. Y que cristalice primero en una reunión, en un movimiento de reunidos. Mestizo, combinado, atento a sus diferencias, pero concentrado en sus acuerdos.
El sujeto de la transformación es la constelación organizada de los distintos actores cuyos intereses se contraponen a los establecidos por los de arriba.
Pero ya se camina hacia la formación de un movimiento por la unidad de los trabajadores y el pueblo, organizados por abajo para juntos construir el proyecto político de la clase.
La primera tarea es la reagrupación: de los sindicatos con independencia de clase e inspiración socialista, de los pobres más conscientes y dispuestos para luchar, de las organizaciones revolucionarias. Paralelamente, y frente al desarme ideológico propiciado por arriba, es preciso construir el «intelectual colectivo»: el conjunto de mujeres y hombres capaces de realizar el análisis concreto de la realidad material, sentar las bases del debate, crear las condiciones para la producción del proyecto emancipador de la mayoría.
El tiempo apremia. Y cada segundo restado a las tareas de la unidad de la clase, es un segundo ganado por la minoría privilegiada para perpetuar su dominación.
Sólo la unidad, y la organización blindada de la unidad, son garantía de un futuro próspero para las generaciones que recién amanecen.