Son parte de la cotidianeidad las encuestas que confirman el bajo apoyo ciudadano al gobierno. Es verdad que es toda la política la que no aprueba el escrutinio ciudadano. Pero la persistencia de las bajas cifras en torno al gobierno y al Presidente es un síntoma preocupante de cómo está corroído el principio de autoridad […]
Son parte de la cotidianeidad las encuestas que confirman el bajo apoyo ciudadano al gobierno. Es verdad que es toda la política la que no aprueba el escrutinio ciudadano. Pero la persistencia de las bajas cifras en torno al gobierno y al Presidente es un síntoma preocupante de cómo está corroído el principio de autoridad que sostiene nuestro régimen político. Pocas veces en la historia institucional del país, incluidos sus períodos de mayor tensión, ha habido una desaprobación ciudadana similar para un primer mandatario.
Si se juntan las desaprobaciones mayores, es decir las de las coaliciones políticas de gobierno y oposición y las del Ejecutivo, con la baja credibilidad de instituciones como el Parlamento o el Poder Judicial, solo un desaprensivo podría mostrarse indiferente o satisfecho. Ello es una prueba palmaria de la existencia de una brecha de vínculo y confianza entre la sociedad y sus elites políticas que golpea la legitimidad de todo el sistema.
De ahí que resulte preocupante la manera cómo el gobierno hace frente a las movilizaciones sociales y gestiona los conflictos. Lo está haciendo sin atender al hecho que las razones que los mueven poco tienen que ver con diferencias doctrinarias o ideológicas. La mayoría, como la educación, por ejemplo, a estas alturas una encarnizada demanda por la gratuidad y la calidad, son transversales y tienen el apoyo de la mayoría de la población.
El gobierno se ha especializado en respuestas elusivas que exasperan a los manifestantes y de manera insidiosa los impulsan a la violencia. Así ocurrió en Aysén, Magallanes o Calama, durante sus protestas regionales, y así ha ocurrido con todo lo referente a las movilizaciones estudiantiles. La acción preventiva y disuasiva de Carabineros de poner contingente y vehículos al interior del Instituto Nacional estaba inevitablemente destinada a terminar en un hecho violento.
La decisión gubernamental de enfrentar los problemas fragmentando los debates, y seleccionando un adversario para exasperarlo y acorralarlo y concentrar sobre él toda su estrategia comunicacional, es en sí una estrategia violenta. Ella no valora la paz social, pues el diálogo y la búsqueda de soluciones aparece como un expediente de emergencia y solo cuando el conflicto ha madurado.
Por eso el gobierno, en medio de su impopularidad, persiste en una mudez que exaspera las respuestas sociales y transforma un año que parecía electoral y tranquilo en algo violento. Por eso también, la tendencia a apelar a los medios de fuerza, prácticos o simbólicos, como el recurso más abundante de todas sus vocerías.
La pérdida de legitimidad del régimen político, sus problemas de representación, el desprestigio de la elite y el empate político permanente que genera el sistema electoral, frente a una sociedad movilizada, ponen al país en senda de bloqueo institucional y de crisis. Tarde o temprano.
Sectores del oficialismo, como el que lidera Carlos Larraín, perciben la complejidad del escenario y hacen esfuerzos por viabilizar cambios. Pero no parecen tener ni la fuerza ni el empuje suficiente para alejarse de un camino a todas luces catastrófico para Chile.
La reciente apertura del presidente de la Democracia Cristiana, Ignacio Walker, a una Asamblea Constituyente es un signo que el agotamiento trasciende la simple perspectiva de la contienda electoral presidencial del próximo año, pero ha sido recibido en el oficialismo como una «señal peligrosa».
Es evidente que no es solo un cambio de gobernantes lo que espera el país, sino algo más profundo, que tiene que ver con soberanía popular, instituciones, libertades y derechos sociales, con igualdad y bienes públicos.
Hasta ahora las elites, cómodamente instaladas en la administración del poder, no acaban de percibir en toda su magnitud esa demanda, mientras la vocación financiera y de negocios del gobierno actual no parece ser tampoco la mejor aptitud para liderarlo en ese cambio. Así, la agenda país está en un limbo.
http://www.elmostrador.cl/opinion/2012/08/22/la-crisis-institucional-a-la-vuelta-de-la-esquina/