La Concertación se encuentra en medio de una de sus cada vez más recurrentes crisis políticas. En este nuevo episodio, el detonante ha sido la lista conjunta PPD-PRSD-PC para la elección de concejales, pacto que amenaza el espacio protegido que el «progresismo» ha construido para la sobrevivencia política de la Democracia Cristiana. La incorporación de […]
La Concertación se encuentra en medio de una de sus cada vez más recurrentes crisis políticas. En este nuevo episodio, el detonante ha sido la lista conjunta PPD-PRSD-PC para la elección de concejales, pacto que amenaza el espacio protegido que el «progresismo» ha construido para la sobrevivencia política de la Democracia Cristiana. La incorporación de hecho del PC a la Concertación ha alterado los equilibrios de la coalición de la oposición burguesa.
Una de las características más destacadas de esta crisis es que no hay en ella propuestas ni ideas programáticas que apunten a un cambio de fondo en el modelo capitalista neoliberal que impera en Chile. Los partidos de la oposición burguesa pelean por lo único que pueden pelear: por la repartición de los cargos de poder, encubiertos con los slogans y frases vacías de siempre. No hay en esas cuchilladas nada que interese a los trabajadores y al pueblo de Chile.
Agotamiento histórico de la burguesía
La esterilidad política de la Concertación se debe al agotamiento histórico de la burguesía como fuerza de cambio social.
Tras la reforma agraria de fines de los años 60, en la que fue liquidado el latifundio, desaparecieron todas las condiciones sociales que impulsaron a ciertos sectores «democráticos» de la burguesía chilena a realizar algunas reformas progresivas, siempre acotadas y a medias tintas, y que tuvieron siempre su contraparte reaccionaria, como la Ley Maldita o el apoyo de la DC al golpe de 1973.
Esta situación quedó velada durante la dictadura tanto por la violencia y brutalidad de la represión como por la radicalidad de la contrarrevolución capitalista, que tuvo el carácter de verdadero schock, expresado en dos profundas recesiones económicas en 1975 y 1982 y en una suerte de reconstrucción institucional desde cero del Estado chileno.
Pero ya en 1985, bajo la cobertura política del «realismo», la Democracia Cristiana empezó a considerar con otros ojos los profundos cambios llevados adelante por la dictadura. Se dio cuenta de que, tras la violencia institucionalizada contra los trabajadores y el pueblo, en Chile se habían llevado a cabo las transformaciones económicas que la DC buscó siempre como proyecto histórico: la erradicación de los rasgos precapitalistas heredados por el capitalismo chileno y el desmantelamiento del movimiento obrero como fuerza social y política independiente.
El Partido Socialista se encontraba dividido entonces entre un sector que ya había dado un giro significativo a la derecha, abandonando las posturas más radicales de los años 60 y otro que mantenía dichas posturas. La fracción derechista también nucleaba a sectores afines que habían surgido en el MAPU y la Izquierda Cristiana. Este grupo se sumó a la DC en 1985 en el llamado Acuerdo Nacional y en la Alianza Democrática, antecesora de la Concertación.
El plan de la burguesía opositora a la dictadura consistía en desplazar a Pinochet para permitir que su modelo económico, político y social pudiera legitimarse, y lograr el aislamiento del PC, que entonces sostenía, empujado por la creciente rebeldía popular contra la dictadura y el aislamiento de sus dirigentes reformistas en el exilio, posiciones políticas radicales. Tras la derrota de la estrategia insurreccional de la izquierda revolucionaria, quedó el camino pavimentado para que la estrategia de la burguesía opositora -ya agrupada en la Concertación de Partidos por la Democracia- avanzara con el apoyo de EEUU.
Por eso la «transición a la democracia» tuvo el carácter que tuvo, de consolidación, legitimación y profundización del capitalismo neoliberal edificado por la dictadura. No fue nunca un acto de cobardía ni de pusilanimidad, sino un proyecto político llevado a cabo concientemente en la dirección que tomó, fundado en los intereses de clase burgueses que estaban detrás de la Concertación.
Para el «progresismo», el ala izquierda Concertacionista, la participación en el aparato estatal se convirtió en el trampolín que le permitió legitimarse como alternativa política para el gran empresariado. Dicha legitimación fue paralela con la creciente incorporación de cuadros «progresistas» en puestos de confianza del mundo empresarial (directorios, asesorías, consultorías, etc.).
La Concertación contó con un alto respaldo electoral en los inicios de sus gobiernos, respaldo que comenzó a declinar tras la elección de Eduardo Frei en 1993, debido a que poco a poco fue aumentando la frustración popular por las promesas incumplidas. Las ilusiones populares se mantuvieron todavía con la elección de Ricardo Lagos y de Michelle Bachelet. Pero los gobiernos «progresistas» resultaron ser tan proempresariales como los gobiernos DC.
Las sucesivas crisis y la derrota electoral del año 2010
La derrota electoral de 2010 detonó una seria crisis política al interior de la Concertación, pero ésta no fue la primera.
Ya desde fines de los años 90, con la polémica entre «autocomplacientes» y «autoflagelantes», la coalición empezó a experimentar un agotamiento político, en la medida que iba quedando de manifiesto cada vez con mayor fuerza la distancia entre las promesas y los resultados. El agotamiento fue también electoral, produciéndose una sostenida merma de votos que ya en las elecciones de Lagos y Bachelet obligaron a una segunda vuelta.
A fines del gobierno de Bachelet, las discrepancias se tradujeron en abiertos quiebres, el más significativo el de Marco Enríquez-Ominami, que iba a arrebatarle una buena cantida de votos, sobre el 20%, al candidato oficialista Eduardo Frei. Pero no fue el único: ya habían abandonado la coalición, al menos formalmente, los dirigentes DC que formarían el PRI y dirigentes y militantes socialistas como Jorge Arrate y Alejandro Navarro.
La Concertación también sufrió una progresiva fuga de fuerzas políticas desde sus inicios (como el Partido Humanista, que se marginó en 1993), que la redujeron finalmente a los cuatro partidos actuales. Ya a fines del gobierno de Bachelet, ele eje DC-PS se había transformado en hegemónico y había desplazado al PPD y al PRSD a la «mesa del pellejo».
El carácter de la actual crisis concertacionista y la izquierda
La crisis concertacionista es, antes que todo, una disputa por la repartición del poder que ha sobrepasado los canales institucionales destinados para ello. La Concertación se sabe rechazada por la ciudadanía, pero ese dato recibe lecturas distintas según la fuerza relativa de cada bloque en el conglomerado.
Para el eje DC-PS, se trata, ante todo, de conservar su fortaleza al interior de la coalición, de cara a las próximas elecciones parlamentarias y a un eventual retorno a La Moneda de la mano de Michelle Bachelet. Para el eje PPD-PRSD, se trata de buscar la oportunidad de sumar a otras fuerzas para participar en una forma menos desmedrada de dicha repartición.
Por ello no ha habido en esta crisis ni en los ya largos dos años de «procesión» tras la derrota presidencial ni una sóla propuesta política que vaya en un sentido de transformación de fondo del capitalismo neoliberal. La oposición burguesa está estructuralmente imposibilitada para adoptar ningún cambio en dicha dirección.
La incorporación oficiosa y no reconocida del PC a la Concertación, junto a fuerzas que no podemos decir con plena certeza de que hayan nunca abandonado la coalición, como el MAS o el MAIZ, ha rebarajado el naipe político y provocado una redistribución de fuerzas que amenaza la hegemonía DC-PS, pero nada más.
No cabe hacerse ninguna ilusión sobre un eventual «giro a la izquierda» dentro de la Concertación. El PC ve en el pacto con el PPD y el PRSD un giro a la izquierda de éstos por la misma razón que un pasajero en un vehículo que avanza hacia adelante ve los postes desplazarse hacia atrás: porque el PC se mueve en sentido contrario, hacia la derecha.
La declaraciones de Teillier no pueden, por más que intente cabriolas retóricas, dotar de ningún espesor político a ese supuesto «giro a la izquierda». Los acuerdos programáticos que Teillier aduce no pasan de ser las promesas y frases grandilocuentes de siempre y los solemnes compromisos que terminan arrojados por la borda una vez que la Concertación ha conseguido los votos (y los que, los sabemos por la experiencia de los «Cinco puntos» comprometidos con Bachelet, el PC tampoco tendrá demasiado interés en exigir).
Se trata sólo, por parte del PC, de su estrategia de seguir ganando espacios al interior del Estado capitalista neoliberal, con la ilusión -enteramente infundada- de lograr hacer trabajar el Estado contra el Estado. Es el mismo género de ilusiones que llevaron a la derrota de 1973. No importa si manda a sus caras bonitas a sacarse fotos junto a Fidel: la suya es una estrategia reformista que subordina los intereses de los trabajadores a los de la gobernabilidad capitalista.
En el futuro inmediato, mientras exista el sistema binominal, la Concertación se mantendrá unida -incluyendo a su nuevo miembro, el PC- pese a sus desaveniencias. Los intereses electorales y las perspectivas de una nueva repartición del aparato estatal son más fuertes. Las próximas elecciones municipales serán la medición de fuerzas que finalmente rebarajará el naipe. La DC, con toda su molestia, no tiene espacio político en este momento fuera de la Concertación y sus socios saben que deberán darle compensaciones políticas.
El giro hacia la izquierda -puramente discursivo- puede tener el efecto de embaucar a parte del electorado. Las recientes elecciones presidenciales francesas y la primera mayoría relativa del candidato social liberal Francois Hollande son una muestra en ese sentido. Pero nadie puede llamarse a engaño: la Concertación fue y será, por su carácter de clase, por la red infinita de capilares que unen sus intereses a los del gran empresariado, una coalición política burguesa cuyo propósito es dar gobernabilidad al capitalismo neoliberal.
La única forma de ser consecuentemente antineoliberal es siendo consecuentemente anticapitalista. Para la izquierda revolucionaria, la crisis concertacionista no representa ninguna buena señal, sino, por el contrario, es una nueva amenaza de un renovado travestismo político por parte de la oposición burguesa. No puede bajarse la guardia en la lucha ideológica total contra las mentiras y engaños de todas las fracciones de la burguesía, tanto de la Alianza como de la Concertación, y contra el reformismo del PC, que desarma políticamente al pueblo y los trabajadores con sus ilusiones socialdemócratas y frentepopulistas.
Es necesario que la izquierda revolucionaria dispute y desplace tanto a las fuerzas burguesas como a sus lugartenientes reformistas de la dirección de los movimientos sociales. Se hace imprescindible también el no dejarles el espacio libre en el terreno electoral, que inevitablemente van a utilizar como parte de sus operaciones de camaleonismo.
Por ello debemos continuar con la acumulación independiente de fuerzas también en el terreno electoral. Ello significa hoy empujar con fuerza la inscripción legal del Partido Igualdad, instrumento electoral que un importante sector de los movimientos sociales ha puesto a disposición del conjunto de los trabajadores y el pueblo, para disputar cada concejalía y cada alcaldía a la burguesía y usar esos espacios como palancas que apoyen el desarrollo de la organización popular autónoma, la construcción de un camino popular a la Asamblea Constituyente y la construcción de poder desde la base social, en disputa con el poder del Estado.
La posición derrotista de algunos sectores y personalidades de izquierda -por ejemplo la posición de Manuel Cabieses en la última editorial de Punto Final, donde llama a la abstención- no da cuenta ni de las necesidades políticas del momento ni de las potencialidades que la nueva situación política abren para la izquierda revolucionaria y los movimientos sociales. El llamado de Cabieses es, en estos momentos, querer refugiarse en la noche en que todos los gatos son negros y apostar en forma oportunista a apropiarse de la abstención electoral, como si ella fuera homogénea y constituyera implíctamente una posición de rechazo al capitalismo neoliberal.
Por el contrario, es momento de pasar a la ofensiva. La irrupción impetuosa de la lucha popular, incluyendo también hitos electorales como el triunfo de los movimientos sociales en el plebiscito de Peñalolén , muestran que hay condiciones políticas para este salto. Nada está asegurado a priori, salvo la derrota si se renuncia a la lucha.