Durante tres días, un destacamento de Carabineros, militares y agricultores detuvo, torturó y asesinó a 18 campesinos en la provincia del Biobío, en octubre de 1973. Nueve hermanos, de tres familias distintas, fueron obligados a luchar entre sí para salvarse. El horror que vivió gente inocente marcada por la venganza de sus patrones. Pasaban ya […]
Durante tres días, un destacamento de Carabineros, militares y agricultores detuvo, torturó y asesinó a 18 campesinos en la provincia del Biobío, en octubre de 1973. Nueve hermanos, de tres familias distintas, fueron obligados a luchar entre sí para salvarse. El horror que vivió gente inocente marcada por la venganza de sus patrones.
Pasaban ya las dos de la madrugada. Llevaban varias horas atados con cuerdas y alambres. No tenían agua, comida ni calor. Esa noche, el 6 de octubre de 1973, cayó agua-nieve sobre los techos de teja del potrero donde los habían puesto. El frío era casi insoportable para las 12 personas, todos trabajadores del fundo Carmen y Maitenes, detenidos en el día por la patrulla de Carabineros, militares y empresarios agrícolas que fue enviada desde el Regimiento de Los Ángeles.
Alejandro Albornoz González (48 años) intentaba echarse encima de sus hermanos Daniel (28) y José (32) para mitigar el frío que los hacía tiritar. Sus primos, Miguel (20), Ramón, Germán y José Albornoz Acuña, un poco más allá, rezaban al unísono. Al otro lado del terroso edificio, José Lorenzo Rubilar Gutiérrez (33) intentaba hacer lo propio con sus hermanos José Liborio (28) y Manuel (25). Pegado a ellos, el último prisionero, Luis Godoy Sandoval (23), estaba mudo.
Tres carabineros los vigilaban apuntándoles con fusiles SIG. A esa misma hora, después de comer un «rancho» en la casa patronal de Carlos Lehman, administrador del fundo, llegó hasta el potrero techado el resto de la comitiva cívico-militar.
El oficial de Carabineros a cargo comenzó a insultar y patear nuevamente a los campesinos. Lo mismo hicieron los otros cinco uniformados, cuatro de Carabineros y uno del Ejército. Les molestaban los quejidos por el frío. El civil presente los conocía. Sabía que las familias Albornoz y Rubilar eran las más conocidas y numerosas del sector.
Los habían interrogado sobre un tal Carlos Altamirano y sobre escuelas guerrillas, pero lo único que admitieron fue que habían trabajado toda su vida en el fundo la mayor parte del tiempo y, algunas veces, en las tierras que un asunto que se llamaba Cora (Corporación de Reforma Agraria) le había quitado a sus patrones.
Las respuestas no evitaron que, a punta de manotazos, pateaduras y huaycazos les rompieran las costillas, además de la mandíbula a uno de ellos y la cabeza al menor de los Albornoz González. El frío y el hambre aumentaban el dolor.
Ninguno había terminado la escuela. Por esos lugares, dicen, se comienza a trabajar a los 14 años, entre animales, veranadas, el aserradero y los cultivos de trigo. La única radio, que estaba en la casa patronal, apenas captaba señales. Por eso, desde las elecciones de 1970 que no sabían nada de Allende y la UP, excepto por las tierras que, según habían escuchado con interés, estaban asignando a los campesinos, pese a que el patrón, Lehman, decía que eran robadas por el Gobierno.
El desafío
Las pocas salas de cine chileno ya habían estrenado, durante la década de los sesenta, «Espartaco», la famosa adaptación que el director Stanley Kubrick hizo de la novela de Howard Fast. Se trata de la historia del mayor alzamiento de esclavos ocurrida en el Imperio Romano y de su líder, Espartaco, quien recorrió la península itálica liberando a los esclavos de la explotación y poniendo en jaque el infame sistema que sostenía la fortuna de la nobleza romana. Una vez derrotados, los patricios ejecutan una feroz venganza contra los sublevados que querían libertad: los persiguen, los detienen, los torturan y los crucifican.
Pero el sadismo de esta historia, que fue real, concluye cuando Craso, el general romano que lo derrotó, obliga a Espartaco a batirse en un duelo de espadas con su amigo Antonino. La lucha tenía como objetivo librar a uno de ellos de la muerte más ignominiosa de la época: la crucifixión en la vía Apia.
El joven teniente de Carabineros que comandaba la patrulla, y más de alguno de los que lo acompañaba esa madrugada de octubre de 1973, debían haber visto o escuchado hablar de la película cuando estuvieron frente a los campesinos de Mulchén.
La patrulla SALVAJE
Jorge Maturana Concha aún no cumplía los 29 años. Siempre estuvo entre las notas más bajas de la Escuela de Carabineros. Partió en Ñuñoa, pero luego fue destinado a Los Ángeles y de allí a Mulchén. En octubre de 1973 tenía 28 años y seguía siendo teniente. Dos noches atrás, el mayor de la Segunda Comisaría de Mulchén, Sergio Neira (hoy fallecido), se reunió con él y con empresarios de la zona. De ese encuentro emanó un listado de personas que Maturana Concha debía detener y fusilar. Sin proceso, sin juicio, sin vergüenza.
Las arengas que se escuchaban desde el 11 de septiembre tenían entusiasmado al oficial de verde musgo. Era su oportunidad para mostrar sus virtudes. Sin dudar tomó a cuatro carabineros y a un suboficial del Regimiento de Los Ángeles, asignado especialmente. Completaban la comitiva siete civiles, en su mayoría dueños de fundo y de los predios más grandes del sector, que guiaron con precisión a los uniformados.
Primero en camión y luego a caballo, recorrieron los más de 40 kilómetros hacia el este de la ciudad. Se detuvieron en el fundo El Morro. Ese 5 de octubre detuvieron a los campesinos Juan de Dios Laubra, Domingo Sepúlveda, José Vidal, Celsio Vivanco y José Yáñez. Todos ellos fueron conducidos al retén del sector, que estaba abandonado.
Recién en diciembre de 2007, Maturana Concha confesó estos hechos a los detectives de la Brigada Investigadora de Delitos contra los Derechos Humanos y, luego, al ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción Carlos Aldana. Hasta esa fecha, en todas sus declaraciones anteriores había mentido.
«Trasladamos a los detenidos a pie hasta el borde el río Renaico, donde di la orden de ponerlos en una fila, con su vista vendada, mientras el personal tomó posición frontal a los detenidos, dando la orden de disparar con un movimiento de mano; instrucción que cumplieron los subalternos dando muerte a los detenidos, quedando sus cuerpos tenidos (sic) en la ladera del río, luego nosotros continuamos nuestro camino», reconoció.
A caballo, y en forma de caravana de la muerte, los carabineros, militares y empresarios siguieron su camino hacia el fundo Carmen y Maitenes. Al otro día hicieron más detenciones. Los integrantes del destacamento que han reconocido alguna participación, reconoce que ninguno de los detenidos opuso resistencia.
Tras la larga jornada, Maturana ordenó que los uniformados y civiles se instalaran en la casa patronal, ofrecida por el dueño. Cerca de las dos de la madrugada, Maturana y el resto de la comitiva corrieron bajo el agua-nieve que caía para dirigirse al potrero techado, donde tres carabineros custodiaban a los 12 detenidos.
Espartaco Y ANTONINO
Los campesinos estaban en mal estado y se quejaban. Fue el momento en que Maturana Concha adoptó la postura del general romano victorioso y les comunicó que al día siguiente algunos serían ejecutados, pero que otros podrían salvarse. Pocos minutos después, los hermanos Albornoz González, los Albornoz Acuña y los Rubilar Gutiérrez se turnaban en el centro de la habitación para pelearse a combos hasta dejar inconsciente al contendor. Según el teniente de Carabineros, los vencedores podrían sobrevivir.
Después de una hora, los prisioneros convertidos en gladiadores jadeaban en el suelo, ensangrentados, con ojos llorosos y conscientes del sadismo del juego. Maturana y el resto de la patrulla reían. Durante lo que quedó de la noche, dos de ellos fueron liberados. Otro, José Guillermo González Albornoz, fue amarrado al coloso de un tractor.
Al resto, relató Maturana Concha, «los trasladamos a unos 40 metros, ordenando que comenzaran a hacer una fosa de dos metros de profundidad y unos cuatro a seis metros de largo, exigiéndoles a los detenidos que se pusieran boca abajo y que todo el personal procediera a disparar, ocasionándole la muerte a todas las personas. Luego los funcionarios procedieron a tapar la fosa con la misma tierra y pasto».
Durante el 2 de abril último, el juez Aldana realizó varias reconstituciones de escena en el sector. Acompañado de detectives y 23 personas, entre inculpados (siete) y testigos, recreó la ruta y hechos ocurridos esos días de 1973. Tras tantos años de silencio y de angustias reprimidas, el dolor no pudo más y estuvo a punto de generar una delicada situación ese día.
Los sobrevivientes de ese juego macabro, los hermanos Germán y José Nieves Albornoz Acuña, increparon a los ex carabineros que, 34 años después, aparecían obligados a decir la verdad por un juez que los escuchó. Las descargas iban principalmente dirigidas a Maturana Concha, quien, en un comentario fuera de su declaración, reclamó a los detectives: «Hasta cuándo van a seguir con esta chacota». El propio ministro Aldana debió solicitar al personal policial que interviniera para evitar un pugilato entre ex uniformados y los ex prisioneros cuyas vidas, sienten, costaron las de otros.
Según el mismo relato, la patrulla, que había asesinado a 12 campesinos en 48 horas, continuó camino hasta el sureste. En los faldeos del cerro Pemehue continuaron las detenciones. La violencia aumentó. Las casas eran allanadas con suma violencia; niños y mujeres fueron golpeados a puntapiés y culatazos.
El mismo Maturana reconoce que en una de las casas obligaron a la familia a proveerles alojamiento y comida durante tres días, mientras tenían detenidos a otros campesinos. Algunos de ellos fueron llevados caminando, tirados por un cordel atado al caballo de los suboficiales.
Con la misma mano fría demostrada en Carmen y Maitenes, la matanza continuó. Alberto y Felidor Albornoz González, los otros hermanos que trabajaban allí, también fueron obligados a cavar su anónimo sepulcro, junto a José Gutiérrez y Jerónimo Sandoval. Sin cuestionar las órdenes ni un asomo de rebeldía, se metieron en la fosa, se echaron boca abajo y fueron acribillados. Otro detenido, Juan de Dios Roa, fue fusilado y semienterrado muy cerca de allí.
EL HORROR ANTE SUS OJOS
Durante la noche, los miembros de la patrulla comieron y durmieron tranquilos. Al despuntar el 8 de octubre, el único militar de la patrulla, Luis Díaz Quintana, se percató que el prisionero que habían detenido en Carmen y Maitenes tres días antes, José Guillermo Albornoz González, seguía atado al coloso del tractor, a la intemperie, sin comida ni agua, con la mandíbula fracturada, las muñecas sangrantes por los alambres, defecado y orinado. Aún no está claro por qué este campesino, el último hijo varón sobreviviente de la familia, fue llevado allí. El militar que lo encontró declaró: «Acompañé a Ortiz, pasamos el río y Ortiz me dijo que yo lo matara. Pero yo no andaba armado, por lo que él sacó su arma y lo mató».
En cuatro días, 18 campesinos fueron detenidos ilegalmente, torturados, sometidos a juegos sádicos, asesinados brutalmente, algunos lanzados al río y otros enterrados en fosas.
Los familiares, que permanecían dentro de sus casas, amenazados por un toque de queda impuesto, comenzaron la búsqueda de sus seres queridos dos días después que la patrulla se fue. Los Roa dieron con su padre. Su hijo Pedro Roa Castillo, hoy de 44 años, era un niño cuando su padre fue detenido. En 2003 relató el horror que le tocó vivir: «Allí encontraron a mi padre, estaba siendo comido por perros, la cabeza estaba aparte del cuerpo, y procedimos a hacer un hoyo en el mismo lugar para enterrarlo. Lo mismo se hizo con otros cuatro cuerpos más, siendo enterrados estos últimos a orillas del río Renaico. Todos quedaron con una cruz. A la tumba de mi padre le hicimos una cerca de madera, sin pintar».