A fines de la década del 90 se rompió el equilibrio militar que después de 40 años de conflicto armado había logrado la guerrilla, que combatía con armas muy similares a las que tenía el Ejército. Digamos Máuseres con Máuseres, M-1 contra M-1, A-47 contra Galiles. Guerra de fusilería. La guerrilla usaba armas artesanales como […]
A fines de la década del 90 se rompió el equilibrio militar que después de 40 años de conflicto armado había logrado la guerrilla, que combatía con armas muy similares a las que tenía el Ejército. Digamos Máuseres con Máuseres, M-1 contra M-1, A-47 contra Galiles. Guerra de fusilería. La guerrilla usaba armas artesanales como los tatucos -o catalicones- y las minas quiebrapatas; el Ejército, morteros y aviones, pero el equilibrio relativo se mantenía. La insurgencia contaba con apoyo de la población civil, mientras el Ejército tenía que imponerlo o comprarlo. El Gobierno autorizó a las FF. AA. en 1968 -administración Lleras Restrepo, hay que repetirlo- a armar civiles para combatir a los alzados, que eran calificados como comunistas y por tanto «enemigos internos», según la Doctrina de seguridad nacional adoptada por el Estado colombiano a instancias del gobierno de EE. UU. Regía la Guerra Fría. Esos decretos fueron la cuna del paramilitarismo. La estructura, las armas, la estrategia, las tácticas del Ejército eran elaboradas por el Comando Sur, y los oficiales, la gran mayoría, entrenados en sus escuelas militares. Historia patria documentada.
Pese a todo, a mediados de los 90 las Farc fueron casi un ejército convencional capaz de copar compañías enteras. Durante el gobierno de Samper, los militares se quejaban de no tener medias ni botas. Pastrana abrió el Caguán para conversar y también para hacer una «reingeniería» de la fuerza pública. La plata para hacerla se llamó Plan Colombia. El pie de fuerza se duplicó o triplicó; se creó la División aérea de asalto en el Ejército con tecnología de punta; se institucionalizaron los falsos positivos y les dejaron sueltas las manos a los paramilitares. Con Uribe, ni se diga: la edad de oro de la sangre.
El comandante de las FF. MM., general Mejía, confesó esta semana: «hay que exaltar que las relaciones (con el Departamento de Estado, el Pentágono, el comando Sur) son muy fluidas, que ellos tienen acá personas; ciudadanos norteamericanos que hacen parte de nuestros equipos, que trabajan con nosotros, que nos ayudan, que nos orientan, y realmente esa alianza ha sido componente fundamental para alcanzar lo que denominamos la victoria militar».
El equilibrio se resquebrajó, pero ese logro le cuesta al país el 13 % del presupuesto nacional; el 3,4 % del PIB, y un retraso sensible en infraestructura, educación, salud, es decir, en lo que unos llaman desarrollo y otros, competitividad. Grave si se tiene en cuenta que Colombia tiene firmados 13 Tratados de Libre Comercio. Estamos importando en alimentos diez millones de toneladas y la industria va a la baja.
Una de las esperanzas de los argumentos de los empresarios, economistas y del pueblo en general es que terminada la guerra, se gaste menos en armas. Lógica a la que se opone el interés gremial de los militares. El presidente Santos renunció a menear el tema aunque siga vivo. Se debe ganar la voluntad de los uniformados porque nadie se sienta sobre las bayonetas, como decía Napoleón. Ahora se comienza a hablar de una nueva reingeniería militar mirando lo que se llama el posconflicto. Se ha dicho poco, pero ya se habla de mantener la combatividad de las FF. AA. Quizá nos dirán que Nicaragua puede convertirse en un enemigo o que la situación en Venezuela es delicada. Pero la razón fundamental es que, terminado el conflicto armado, los conflictos sociales se mantendrán vivos y para eso eventualidad el Ejército debe prepararse y la Policía fortalecerse.
Se habla también de una reformulación de la Doctrina de Seguridad, lo que es natural porque ya no hay guerra fría, pero sin duda, en esencia, seguirá vigente aunque se le ponga otro nombre porque habrá protestas, organización de la inconformidad y atropellos. Por esta vía, tarde o temprano las cosas podrían volver a la misma situación que hemos vivido: la violencia. La opinión pública, los partidos, el Congreso no pueden permitir de nuevo que sean los militares exclusivamente – aunque el ministro sea civil- quienes elaboren por sí y ante sí, como dicen los abogados, la doctrina de defensa nacional. El poder civil debe participar de manera decidida en la reformulación de esa pieza determinante de la democracia. Como dijo el Tigre Clemençeau: la guerra es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los militares. El poder civil debe volver por sus fueros y reclamar, como los ríos, su cauce natural. Ya está bueno de desbordamientos.
Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/alfredo-molano-bravo