Lo que está pasando con las Pirámides no es simplemente un problema originado porque el gobierno no actuó a tiempo, como lo admitió hace unos días el presidente Uribe en una de sus salidas radiales: es parte del legado que nos deja su gobierno después de seis años de haber validado como premisa fundamental para […]
Lo que está pasando con las Pirámides no es simplemente un problema originado porque el gobierno no actuó a tiempo, como lo admitió hace unos días el presidente Uribe en una de sus salidas radiales: es parte del legado que nos deja su gobierno después de seis años de haber validado como premisa fundamental para refundar la patria, la peligrosa tesis de que el fin justifica los medios y de que en ese «todo vale» caben desde el pago de recompensas por una mano cortada hasta el asesinato de jóvenes desadaptados a manos del Ejército para hacerlos aparecer como falsos positivos.
Por eso resulta insólito ver al Presidente en los medios fustigando a los colombianos que se embaucaron en esa vía ilegal cuando él y su gobierno no les han enseñado otra cosa. Su insistencia por obtener resultados en la lucha contra las Farc hace rato traspasó los márgenes de una ética pública medianamente democrática. La política de recompensas terminó llevándose de calle la norma y la ley y hoy se ha convertido en una fábrica de producción de falsos positivos en los que para cumplir con la política de resultados, se ha llegado al dantesco escenario del asesinato de jóvenes de familias humildes escogidos estratégicamente en todo el país por parte de miembros del Ejército. Ese es el mismo gobierno cuyo Presidente, en lugar de fustigar a los militares involucrados en semejante escándalo, los premia nombrándolos en embajadas, como parece ser el caso del afortunado general Montoya quien, según La W, se iría de embajador para República Dominicana.
Pero también es el mismo Presidente que en lugar de reprender a los congresistas miembros de su coalición que resultaron vinculados a los paramilitares en las investigaciones iniciadas por la Corte Suprema de Justicia, osa pedirles su votico antes de que entren a la cárcel, dando a entender que para él, lo verdaderamente importante son los votos, es decir, los resultados, y que le importa un bledo que estos sufragios estén untados de sangre.
Un Presidente que envía estos mensajes a la opinión pública y que en los consejos comunales le pide a la Policía como en el viejo Oeste que acabe con unos matones por cuenta suya, difícilmente puede tener la autoridad moral para reprender a los colombianos que se embaucaron en las pirámides.
Pero si el Presidente no tiene autoridad moral para increpar a los colombianos que metieron sus ahorros en estas pirámides, tampoco la tiene para condenar a los empresarios que las crearon, así hoy los considere unos malos hijos de esta patria. Las pirámides que hoy se están derrumbando pudieron crecer y fortalecerse a pesar de que el gobierno sabía lo que eran. Pero además, como sucedió con los falsos positivos dentro del Ejército, se desoyeron las alertas que varios medios hicieron en su debido momento, de manera olímpica. Y sólo cuando el derrumbe de estas pirámides se convirtió en un problema social y de orden público y el gobierno salió a cuestionarlas, vinimos a saber los colombianos que en ese baile habían participado hasta los hijos del Presidente, quienes, según lo afirmó David Murcia, presidente de DMG, habrían llegado a ser importantes negocios con su firma, hecho que más tarde fue parcialmente desmentido por uno de sus hijos.
David Murcia y su DMG son el reflejo de esa cultura que desprecia las vías normales y que gusta de los atajos para conseguir sus fines. Fue creciendo bajo esa sombrilla, desbordando todas las fronteras, todos los controles hasta convertirse en el mejor reflejo de la ética pública que impera hoy en el país. Que se recuerde ni el gobierno ni su Ministro de Hacienda vieron en esta ni en otras pirámides un tema para ser tomado en cuenta en la agenda pública. Y de no haber sido por los medios, DMG y su faraón seguirían siendo unos héroes anónimos de la cultura ilegal y no unos presuntos estafadores, como ahora el gobierno dice que son.
No obstante, resultaría injusto endilgarle al gobierno de Uribe el fortalecimiento de la cultura de la ilegalidad en el país. La realidad es que esta se viene incubando desde cuando el narcotráfico irrumpió en nuestra sociedad imponiendo nuevas realidades y hasta una nueva estética. Desde entonces, la importancia de los atajos como vía para conseguir el fin y la cultura del dinero fácil han ido transformando culturalmente al país, tomándose la política y los partidos y creando una nueva ética pública que al presidente Uribe parece no disgustarle para nada.