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Elogio de la Disputa

La decisión de Cauchy

Fuentes: Rebelión

El barón Augustin Louis Cauchy fue un excelso matemático que alcanzó justificada celebridad por sus significativos aportes al análisis. De pequeño, Augustin fue un chico de notable rendimiento académico; llegó a dominar perfectamente el latín, y a los 15 años ganó «le grand prix d’humanités«, instituido por el Gran Aprovechador de la Revolución Francesa, el […]

El barón Augustin Louis Cauchy fue un excelso matemático que alcanzó justificada celebridad por sus significativos aportes al análisis.

De pequeño, Augustin fue un chico de notable rendimiento académico; llegó a dominar perfectamente el latín, y a los 15 años ganó «le grand prix d’humanités«, instituido por el Gran Aprovechador de la Revolución Francesa, el timador Napoleón (dit emperador Bonaparte). Para completar la felicidad de sus padres, le petit Augustin Cauchy era, como toda su familia, un ferviente católico, razón por la cual mereció un extenso artículo en el tomo XII de la muy reaccionaria versión de la enciclopedia Espasa-Calpe, editada en la primera mitad del siglo pasado. (No hay que suponer que sus versiones posteriores lo sean menos; podría aventurarse por el contrario que muchos de sus signatarios y legatarios trabajan con similares luces y denuedo para Encarta Corporation.)

Cuando la monarquía recuperó el poder en Francia en 1816, además de desatar bucólicamente un feroz y vengativo terror blanco, se ocupó de reorganizar la Académie. Con este fin editó una ordenanza, una de cuyas medidas otorgaba al matemático barón Augustin Louis Cauchy el asiento que ocuparan hasta ese instante el matemático Gaspard Monge, inventor de la geometría descriptiva, y el físico Nicolás Léonard Sadi Carnot, enunciador de la segunda ley de la termodinámica. El primero de los depuestos había colaborado con la Revolución Francesa, mientras que el segundo era hijo de Lazare Carnot, miembro de la Asamblea Legislativa en 1791, de la Convención Nacional en 1792 y del temido Comité de Salvación Pública en 1793.

El barón Cauchy, independientemente de sus merecimientos intelectivos, no mostró escrúpulos ni emitió reparos por recibir una nominación que implicaba tan torcido comportamiento para con sus camaradas de ciencias… (Conocimientos básicos mundanales acreditarían las sospechas de quienes supongan que esa actitud no le ganó el afecto de sus colegas, Laplace y compañía, mayoritariamente -y sospechosamente- ateos.)

El régimen que sucedió a los Borbones tras la Revolución de 1830 exigió el juramento de sus funcionarios. Cauchy -revelando más valor y firmeza que durante su designación- se negó a hacerlo por razones ideológicas y, sin que nadie lo molestara, sus temores lo llevaron a un auto-exilio en Turín. Con la jerga mecanicista que podía esperarse de un científico de la época, Cauchy explicó su conducta con una frase gráfica, preclara y acertada: «La mente humana posee una gran inercia«.

Tenía razón el atribulado sabio, aunque él no pudiera explicarse las causas de ese fenómeno mediante enlaces sinápticos (vínculos neuronales) y las imágenes mentales que ellos definen, trasmisores cerebrales, procesos fisiológicos intracraneales, entramados conductuales y otras contundentes nociones: unos años lo alejaban de la aceptación científica generalizada de la naturaleza objetiva del universo subjetivo humano y de las relaciones (dialécticas, biyectivas, orgánicas, no lineales, multidimensionales) entre soma y psyché, uno de los más significativos logros del siglo XX (tan rico en eventos de todo tipo), en consideración a su repercusión; y muchos más lo separaban del momento en que esas fértiles especulaciones adquirieran confirmación experimental.

Como el Blaise Pascal que expresó «Le cœur a ses raisons que la raison ne connaît point» [El corazón tiene razones que la razón no conoce], Cauchy sentía empatía o antipatía y se veía interiormente compelido a observar una conducta, sin más «explicaciones» que las providenciales, porque tampoco se sabía a la sazón que en psicología, la comprensión de un fenómeno es la parte principal de su superación o dominio.

No es posible exagerar la importancia de ese conocimiento. Él nos acerca al vencimiento de la ira; al desbaste de incomprensiones; al crecimiento individual mediante la superación dialéctica de quiénes hemos sido y, de alguna manera, siempre somos, para estar en condiciones de apuntar hacia sí -y no hacia el entorno social circundante, como generalmente hacemos- la saeta del vector con que identificamos la voluntad propia; al establecimiento de límites confiables de nuestros compromisos y a la evaluación realista de su alcance, incluyendo las nociones de partidismo, lealtad, fidelidad, y similares. El dominio espontáneo, pero profundo, de estas verdades hizo exclamar a K. Marx que no era «marxista»: serlo le habría impedido ora autonegarse dialécticamente, ora encasillar al marxismo, concibiéndolo como un «sistema cerrado» (siendo en verdad exactamente lo contrario, según puede deducirse del asiento de su método edificador: práctica y realidad). Ni expositor encadenado, ni exposición culminada.

Las personas del pasado que pensaron en esos temas que hoy llamamos existenciales probablemente intuyeran que los humanos -como demuestran piras, condenas, encierros, ejecuciones, castigos y torturas- somos seres potencialmente predispuestos a dudar (mismo apresto innato que explica la fe), a socializar y a tender hacia la libertad, y que el desarrollo (en sociedad y solo en ella) de esas naturales inclinaciones nos convierte en seres ávidos de saber [homo sapiens], de amar y de re-crear el mundo circundante. El presente ha comenzado gradualmente a explicar los fundamentos materiales de sus intuiciones, realidad virtual mediante.

Tal vez el más valioso de los resultados que las ciencias neurológicas nos regalan hoy sea la comprensión de que no hay procedimientos educativos, tanto menos coercitivos, que consigan conductas humanas, asumidas y permanentes, que nieguen o atenten contra esa realidad psico-neuronal de los seres humanos sin que -individualmente- se afecten profundamente, en todos los planos de su realidad psico-somática, y sin que -a nivel social- se opongan, finalmente, a las condiciones que provocan sus desequilibrios personales. La maleabilidad de nuestro universo interior no trasciende las fronteras de su negación: no hay vías para aniquilar totalmente lo humano en cada quien. La inexistencia de tales caminos impidió a los esclavos la aceptación de su inhumana condición y a los nazis el triunfo permanente de su ideología.

De esta forma, los dos polos antagónicos tangibles que desde su psiquismo han regido la conducta individual de los seres humanos, acuciados ciertamente por las circunstancias objetivas del mundo en que han sido, se encuentran en: a) las representaciones mentales culturales, debidas a la educación (concebida en su sentido más amplio); b) las representaciones mentales exigidas por los cambios de visión que genera la época. (Para todos es legítimo el aserto de que las ideas son la elaboración psíquica de la realidad.)

Elogio de la disputa

La historia es pródiga en ejemplos de personas destacadas en algunas ramas del saber que han sido vencidas por la inercia mental.

Casi nadie ignora la agria disputa entre Isaac Newton y Gottfried Wilhelm Leibniz, que duró hasta la muerte del alemán, en torno a la autoría del método conocido como cálculo infinitesimal. Newton, cuyos actos de dudosa moralidad intelectual en otras muchas instancias han sido harto documentados, adujo -como justificación de su reticencia en dar a conocer los procedimientos matemáticos por él descubiertos- el temor a la burla de sus contemporáneos.

(¡Cuánta vanidad en seres mortales, pertenecientes además -como todo lo vivo- a una especie enfrentada de hecho a idéntico mortal destino!)

Menos conocida es la categórica desavenencia del eximio matemático conde Louis de Lagrange y el no menos talentoso Jean-Baptiste-Joseph Fourier en torno a la descomposición de funciones periódicas en series trigonométricas convergentes. (Lagrange temía a la trascendencia epistemológica de esta idea: por complejo que sea un proceso o fenómeno, hay siempre un modo de presentarlo a través de componentes más simples.)

La muerte por suicidio de Ludwig Edward Boltzmann, a los 62 años, podría ser banal si no hubiera estado motivada por la incapacidad del creador de la física estadística en demostrar la existencia de átomos y moléculas, fundamento de sus visiones.

No resulta extraño que Johann Carl Friedrich Gauss [Gauß] haya sido la primera persona en comprender que la geometría de Euclides no era sino uno de los posibles lenguajes, destinados a describir matemáticamente la realidad. Sin embargo, llama la atención el hecho de que no hiciera conocer sus hallazgos por recelo al ridículo y la incomprensión. Sus aprensiones no eran baladíes: Nikolái Ivánovich Lobachevsky fue cesanteado como rector de la Universidad de Kazán, tras dejar conocer sus notables resultados sobre el tema. Tal exoneración perseguía disipar el ridículo que presumiblemente causarían las elucidaciones del atrevido matemático antes de que se extendiera a toda la comunidad intelectual pan-rusa, en extremo sensible desde entonces a las opiniones de connotados extranjeros.

Imparcialmente uno podría preguntarse: si esos son ejemplos referidos a las ciencias física y matemática, amparadas ambas en el recurso del experimento y la demostración formal, ¿cuán tormentoso no ha de ser el camino que se alza ante los inmateriales atisbos humanísticos? Como demuestra fehacientemente la historia, son fundadas nuestras inquietudes.

Naturalmente, ejemplos aislados no son evidencia suficiente del todo. Es más, si se juzga a partir de características aisladas, ni siquiera la conducta adoptada por el «todo menos uno» en el pasado es seguridad suficiente del curso que seguirá el único acaecer restante. (Es conocida la acertada e ingeniosa observación de Friedrich Engels acerca de que la salida cada amanecer del sol por el Oriente no ofrece -en sí misma- certeza respecto al modo de ocurrencia de este fenómeno el día de mañana.)

Afortunadamente para nuestro confort occidental, la confirmación de una tesis no exige su certificación mediante el agotamiento de todas sus realizaciones puntuales: para validar nuestras presunciones, nos basta con comprobarlas en el modelaje formalizado que hacemos del objeto en cuestión. (Al fruto de ese proceder lo llamamos «ciencia».) Así han sido construidos (intuición incluida) desde la primera rueda arqueológica hasta los agresivos y potentes artículos nanotecnológicos. (Aseverar que semejantes virtudes cognitivas sean tan ventajosas para la dicha como lo son para la molicie tal vez resulte un tanto azaroso.)

Sucede, no obstante, que los ejemplos aducidos son apenas una mirada, un botón de muestra, un arañazo discursivo, una cultivada (no culterana) bocanada de alerta, porque todo, absolutamente todo, el saber humano se ha ido acumulando de igual modo: la nueva realidad fuerza los cambios pertinentes en las imágenes mentales de los individuos, para que las representaciones sinápticas surgidas -en lucha con la inercia mental- produzcan las nuevas aproximaciones a esa realidad.

Mas, ¡cuidado!: como puede comprender fácilmente todo aquel que viva en sociedad, ni siquiera quienes comparten época, cultura, nación, posición, educación y circunstancias revelan idénticas imágenes de conexiones sinápticas, ni la formación de estas transcurre mediante sucesiones gemelas de neuronas estimuladas ante un mismo reflejo, ni las respuestas neuronales poseen igual intensidad y permanencia, ni los vínculos finales así obtenidos provocan en su poseedor sinónimas evocaciones, ni es equivalente el dominio que ejercen ellas sobre las conductas de cada cual.

Sin considerar la reciedumbre de la inercia mental (misma que nos esclaviza ante vicios, manías y costumbres), acciones ingenuas, ignaras o impensadas nos llevan a aplicar intensamente los atributos volitivos de que estamos dotados, no a luchar por modificar nuestros demonios, sino a incidir -alentados por la evidencia aparente, aportada por las imágenes mentales propias-, acaso airadamente, sobre giros, posturas y opiniones vigentes en nuestro entorno, lo cual no desacredita las discrepancias gnoseológicas y desacuerdos verbales; antes bien, los contextualiza, vale decir – los refuerza, porque muestra que la dialéctica de los procesos acontecidos está relacionada, en verdad, con la modificación profunda de asentadas imágenes mentales. Nadie se supone incoherente, ni siquiera los orates.

Hay que discutir sin devaluaciones apriorísticas. Tenemos que convencer y no imponer, persuadir y no agredir, discurrir y no someter, argüir y no silenciar, discutir y no incriminar, alegar y no sobrecoger.

Es claro que las nuevas realidades desactualizan controversias de temas vencidos… ¿Alguien cuerdo (los maximalistas, fundamentalistas y neocons quedan excluidos por definición, aunque merecen atención médica especializada) estaría dispuesto a reactivar y reanudar las argumentaciones tomistas? Si no hubiera sido por la ominosa implosión del socialismo irreal de las naciones de Europa Oriental y Asia Occidental, igualmente improcedente parecería a todos litigar, hoy día, acerca de la validez de las soluciones capitalistas al problema humano. La tragedia vivida por aquellos pueblos ha re-actualizado un debate, para muchos, decadente, y hemos de encararlo con el vigor y la firmeza que nutren la razón.

Todos a quienes importa el futuro debemos luchar en ese campo de pensamientos y conceptualizaciones; hacerlo, además, con ardor para no extenuarnos, sin perder paciencia, compostura o fe en la solidez de las ideas. Hay que apelar a la cordura, hay que llamar a la racionalidad, hay que educar. Hay que mostrar la absurdidad del proyecto capitalista porque él supone el acceso de «los menos» a la posesión de riquezas como consecuencia del empobrecimiento brutal de «los más», y esa situación es socialmente insostenible. Lo impiden la consistencia y robustez de la humana urdimbre de enlaces neuronales, mismos que definen quiénes y cómo somos, nuestras tendencias potenciales ingénitas y nuestros poderes humanos.

Quienes sospechan que el comunismo será un estado sin disputas, o que la vida de las personas del futuro transcurrirá sin agudas trifulcas, ni conoce al prójimo ni a sí mismo.

Luchamos porque somos de un modo ineludible. Luchamos porque no podemos rehusar el cumplimiento de nuestra ingénita tendencia a permitir el imperio de la realidad más racional en cada caso. Luchamos y aprendemos que la lucha no significa aniquilar las visiones «del otro» mediante el exterminio «del otro», sino la superación dialéctica de sus posiciones, su admisión casuística en las nuestras y su validación límite. Luchamos porque «contradicción» no significa «antagonismo excluyente», sino «diversidad de enfoques y perspectivas». Lucharán nuestras imágenes, no sus portadores.

Luchamos porque, como Cauchy, carecemos de la opción de evitarlo.