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La decisión de tener una pierna

Fuentes: La Calle del Medio

Un niño tiene un accidente y pierde una pierna. A partir de ese momento, puede ocurrir una de estas dos cosas: que el niño construya su carácter en torno a la pierna que le falta y, en consecuencia, a partir de todas las cosas que ya no puede hacer; o, por el contrario, que construya […]

Un niño tiene un accidente y pierde una pierna. A partir de ese momento, puede ocurrir una de estas dos cosas: que el niño construya su carácter en torno a la pierna que le falta y, en consecuencia, a partir de todas las cosas que ya no puede hacer; o, por el contrario, que construya su carácter en torno a la pierna que le queda y, por lo tanto, a partir de todas las cosas que todavía puede hacer. Cojear es un defecto, sí, pero también una forma de vivir; el procedimiento específico gracias al cual consigo recorrer el camino que me lleva a casa o llegar a tiempo a una cita con la amada; es también la oportunidad de añadir a mi cuerpo un elegante bastón. El filósofo Jean Paul Sartre diría que el protagonismo vital de una de las dos piernas -la que nos falta o la que aún nos sostiene- es una decisión absoluta y, por lo tanto, un acto de libertad. No somos responsables del accidente que nos ha mutilado, es verdad, pero sí de escoger sobre qué pierna vamos a apoyar a partir de ahora nuestra existencia: un hombre que ha perdido una pierna, en fin, se convierte en un mutilado por propia voluntad.

Hay algo saludable en decidir tener una pierna. Pero todo se complica si aplicamos esta lógica a los procesos colectivos y las construcciones sociales. Digamos que existe un átomo gestual, una partícula antropológica elemental que nos identifica como seres humanos: nadie que se siente a la orilla de un río puede dejar de lanzar un palo al agua. Hasta tal punto repetimos ese gesto desde hace milenios que podríamos decir sin exagerar que la especie humana, erguida sobre dos piernas, necesita lanzar palos al agua. Sin alimento el hombre no puede vivir y con una sola pierna se las arregla mal. Es más difícil comprender que la represión de este «átomo gestual» -el lanzamiento de palos a la corriente de los ríos- implicaría una frustración radical y una degradación esencial de la humanidad. Pero, ¿cómo lo notaríamos?

La importancia de ese gesto elemental es que pone en relación los bosques y los ríos y, de alguna manera, señala y protege su existencia. Cualquiera que prohibiese por decreto a un pueblo indígena el lanzamiento de palos al agua encontraría sin duda una fuerte resistencia. Pero hay formas mucho más radicales de reprimir o suprimir gestos fundamentales. El capitalismo no hará jamás una ley contra la mediación humana entre los palos y el agua; sencillamente talará los bosques y secará los ríos. Muy pronto generaciones completas, en distintos lugares de la tierra, habrán olvidado esa relación en la que el improvisado proyectil reivindicaba el brazo, el aire, la geometría pura dibujada en la superficie de la laguna. Pero cuando eso ocurra ni sentiremos hambre, como cuando nos privan de comida, ni cojearemos, como cuando nos falta una pierna.

Luchar contra el olvido de lo que nos falta, contra el olvido de lo que nos han quitado, es muy difícil porque la ausencia del bosque y del río es en realidad la presencia de carreteras, de grandes edificios, de hierros trepidantes. Podemos decir que la decisión de olvidar la pierna que nos falta construye un buen carácter individual; pero la decisión de olvidar el bosque talado y el río desecado amenaza, en cambio, nuestro destino colectivo. A veces lo hemos llamado «alienación» y podemos utilizar este término a condición de recordar enseguida que su fuente no es un discurso o una falsa conciencia sino la potencia misma de las cosas que existen. Entre las chabolas y los coches los humanos ya no recuerdan el gesto de lanzar un palo al agua -y por lo tanto el bosque y el río- porque en su lugar hay casas y fábricas que percibimos, no como una negación de la naturaleza y de la humanidad, sino como una nueva manera de seguir vivos y hasta como una nueva forma de defender lo humano.

El problema es que todo lo que existe, por el solo hecho de existir, adquiere de algún modo un derecho irrevocable a la existencia. Las pirámides de Egipto son en realidad un monstruoso monumento a la esclavitud y a la dictadura teocrática de los faraones, pero a nadie se le ocurriría exigir su demolición por esa razón. De alguna manera, la humanidad necesita ya -como necesita el pan y las piernas- esa irracionalidad de piedra que señala el cielo vacío. Necesitamos -por así decirlo- objetos que no deberían haber nacido, criaturas cuya existencia deberíamos haber evitado. Por eso, los revolucionarios no deben caer en el error de copiar al capitalismo y hacerse la ilusión de que el momento verdaderamente creativo es el momento de la destrucción; ni tampoco -del otro lado- el de renunciar a una crítica radical, y a una jerarquización política, de las distintas fuentes y formas de existencia.

Lo importante es la belleza. Uno de los revolucionarios que más admiro fue el siciliano Peppino Impastato. Nacido en 1948 en una familia mafiosa, su compromiso comunista le llevó a enfrentarse no sólo a su padre sino a esa estructura tentacular incrustada en el corazón mismo del Estado, explotada, aceptada o ignorada por partidos y ciudadanos, que corrompe la democracia, lubrica el capitalismo y multiplica el número de objetos cuya existencia deberíamos impedir. Torturado y asesinado por la mafia en 1978, sólo 22 años después, en marzo de 2000, los responsables de su muerte fueron condenados por la justicia italiana. Ese mismo año, una excelente película de Marco Tullio Giordano, I cento passi, rindió al joven revolucionario un homenaje vibrante y movilizador. Pues bien, en una de las escenas de la película, Peppino y un amigo suyo contemplan con dolor desde una colina el paisaje de Sicilia devastado por la especulación inmobiliaria y las construcciones ilegales. Peppino se queda un instante caviloso y afirma de manera desconcertante: «En el fondo no es tan feo como parece… Visto así, desde arriba, uno puede pensar que la naturaleza siempre vence, que es más fuerte que el hombre. Pero no es así. A veces, aunque todo sea peor, una vez hechas las cosas, les encontramos una lógica por el solo hecho de existir. Han hecho estas casas horribles, con las ventanas de aluminio… Pero están los balcones, la gente va a habitarlas y se ponen los tendederos, los geranios, la televisión, y después todo forma parte del paisaje y ya existe. Ninguno recuerda cómo era antes. Es fácil destruir la belleza».

Sin ríos y sin bosques, sin escuelas ni hospitales, en casas horrendas, en barrios grises y contaminados, seguimos viviendo apoyados en la pierna que nos queda sin recordar lo que nos han quitado. Por eso, por muy paradójico que nos parezca, tiene razón Peppino -comunista militante- cuando concluye su reflexión con estas palabras: «En vez de la lucha política y la conciencia de clase, debemos recordarle a la gente qué es la belleza, ayudarla a reconocerla, a defenderla. La belleza es importante, de ella deriva todo lo demás».

El que ha perdido una pierna se vuelve un mutilado por propia decisión. El que ha perdido la relación entre los bosques y los ríos se vuelve un alienado porque no recuerda la belleza. Lo que admiramos en algunos cojos es que, ayudados de un bastón, eligen ser alegres y revolucionarios. Lo que admiramos de los pueblos en lucha es que distinguen un palo de una porra y una pirámide de una prisión. Es lo que llamamos dignidad y José Martí nombró con la palabra «decoro».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.