La oligarquía está atenta, observante, como durante los siglos en que ha controlado este país. En su fundo, que tuvo una tranquilidad que se extendió por 40 años, algo ha comenzado a pasar que sus súbditos ya no son los mismos. Desde finales de la década pasada, aquella grieta que los estudiantes abrieron en el […]
La oligarquía está atenta, observante, como durante los siglos en que ha controlado este país. En su fundo, que tuvo una tranquilidad que se extendió por 40 años, algo ha comenzado a pasar que sus súbditos ya no son los mismos. Desde finales de la década pasada, aquella grieta que los estudiantes abrieron en el muro de la institucionalidad económica y política no ha dejado de ensancharse, boquete por el que fluye el malestar de millares que antes se sintieron contenidos por el modelo neoliberal. La abertura es tan evidente, que no solo la elite política ha debido reaccionar ante la crisis, sino que también lo ha hecho el verdadero dueño del engendro, aquel uno, ó 0,1 por ciento más rico: la oligarquía chilena.
Desde fines del año pasado ya había señales de cambios en el el Centro de Estudios Públicos (CEP), casa fundada durante la profundidad de la dictadura por el corazón de la oligarquía chilena, el grupo Matte, familia que se hunde en la historia nacional entre el latifundio, las finanzas, los cultivos y la política. Los Matte presionaron con fuerza desde la Papelera por el golpe de Estado, encubrieron en la misma fábrica violaciones a los derechos humanos y hasta tuvieron una ministra al lado de Pinochet. Como los Edwards, se mueven en la historia como si Chile fuera su propio fundo. Así es como de un Matte, antepasado directo de los actuales dueños de Entel, Colbún, el Banco BICE, la Papelera y otras empresas que les reportan un patrimonio de 7.500 millones de dólares, escribió una frase para el bronce. Eduardo Matte, que fue diputado, senador y ministro en los gobiernos de Balmaceda y Jorge Montt, dijo, con meridiana claridad, que «los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio». Cuando en pleno siglo XXI oímos a las futuras generaciones Matte repetir más o menos lo mismo, vemos que la historia no parece evolucionar en estas tierras.
Eliodoro Matte es el heredero de la sentencia de Eduardo Matte. Y lo hace a través del CEP. Desde allí se trazan las grandes políticas -las verdaderas-, los grandes ciclos. Para el resto, la minucia, está la UDI, RN y también la Concertación. Porque el CEP, que lanza periódicamente sus encuestas y otras evaluaciones, acogidas y amplificadas por el diario de Agustín Edwards, reúne como ningún otro centro, partido, fundación o club, a unos mecenas capaces de juntar en pocos meses cincuenta millones de dólares para influir y presionar. Algo se percibe en el aire que socios como Jean Paul Luksic, Roberto de Andraca, Roberto Angelini, Alvaro Saieh o el mismo Matte estiman que bien merece el esfuerzo y la inversión.
El CEP está alerta. Hay un llamado de atención. Este extraño clima otoñal, algo artificial y sobrecalentado, es efecto de una transformación mayor. El CEP no se alarma por las citas y declaraciones entre partidos ni por titulares de la prensa; el Centro observa, acaso, las grandes olas, que mide y sopesa. El cambio en las multitudes, sus percepciones e intenciones. La transformación de una ciudadanía que despierta sobresaltada.
El CEP cambió el año pasado a su director. Despidió al escritor Arturo Fontaine Talavera, a cargo de la mansión durante los años del gran consenso político, para colocar al economista Harald Beyer, el neoliberal de tomo y lomo que fue destituido del Ministerio de Educación. Un cambio en el conductor, de conciliador a militante, que responde no solamente a una transformación climática, sino a sus predicciones. ¿De soleado a nublado? ¿A tormentoso?
Fontaine, poco después de dejar su cargo, habló sobre esta transformación que vive la ciudadanía. Su percepción, que esboza una crítica, apunta hacia la contradicción del modelo: por un lado lo elogia, pero también observa sus falencias en cuanto deja a millares fuera de sus beneficios. Harald Beyer diría que son distorsiones por falta de mercado.
Cincuenta millones de dólares es un argumento de peso que expresa el temor empresarial ante un clima social y político que pone en riesgo sus expectativas de continuar lucrando a manos llenas. Con el fin -y colapso- de las políticas de los consensos, podemos pensar que desde las marchas y la rabia, filtradas en el programa de la Nueva Mayoría, atenderemos al fenómeno mediático, clásico por cierto, que hoy nace. La suave reforma tributaria preparada por el gobierno de Michelle Bachelet muta, canalizada por el duopolio y la televisión corporativa, hacia el público ingenuo e ignorante cual aberración económica. La efervescencia social se baja con el miedo económico.
El poder empresarial parece ubicuo. A los medios de comunicación, casi todos bajo su propiedad, le agregan ahora los contenidos. Las ideas, le llaman. ¿Tiene el neoliberalismo alguna idea que no sea el lucro, la ganancia a todo evento? Si se abre este nuevo escenario, este nuevo clima político y social, será interesante esta lucha. Pero no será solo de ideas, sino de intereses, mentiras. Las ideas proceden de otro lado.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 803, 2 de mayo, 2014