La coyuntura política veraniega ha estado marcada por la tormentosa renuncia del administrador de La Moneda Cristián Riquelme. Las funciones de este poco conocido cargo son de bastante relevancia: «Apoyar de manera operativa a la presidenta de la República y sus asesores, brindándoles todo el apoyo logístico necesario para su gestión». Se trata de un […]
La coyuntura política veraniega ha estado marcada por la tormentosa renuncia del administrador de La Moneda Cristián Riquelme. Las funciones de este poco conocido cargo son de bastante relevancia: «Apoyar de manera operativa a la presidenta de la República y sus asesores, brindándoles todo el apoyo logístico necesario para su gestión». Se trata de un rol administrativo y de bajo perfil, pero que posee alta responsabilidad por el volumen de recursos que maneja. No sólo se trata de la administración del inmueble del palacio presidencial, sino ante todo gestionar contratos, subvenciones presidenciales, controlar riesgos y prever la auditoría interna de todas las actividades presidenciales. Con la renuncia de Riquelme se produjo una tensión adicional, dado que ocupó altas funciones en el equipo de recaudación financiera de la campaña de la actual mandataria.
Los cuestionamientos a Riquelme se centraron en el uso abusivo de contratos de asignación directa y por conflictos de interés, al revelarse negocios con empresas relacionadas a su patrimonio. Todas estas situaciones no son diferentes a las que han cercado a otros funcionarios públicos, tanto de este como de gobiernos anteriores. Lo que hace distinto a Riquelme es que su nombre se suma al de una serie de otros cuadros políticos a los que se les ha señalado como parte de los G90 del PPD. Este grupo generacional se habría nucleado en torno al liderazgo del ex ministro del Interior Rodrigo Peñailillo, y por esa vía habría conseguido tejer una red de designaciones y nichos de poder a escala nacional, unida a empresas y sociedades comerciales vinculadas a sus nombres. En definitiva, una intrincada organización político-financiera orientada a su usufructo directo.
¿EXISTE UNA «GENERACIÓN DE LOS NOVENTA»?
La prensa ha denominado a esta camarilla con el nombre de G90, y parece que al grupo le agrada ese nombre. En cierta forma la idea misma de ser la representación política generacional otorga un aura de respetabilidad y legitimidad a quienes se apropien del título. Si estos son los representantes generacionales es coherente que ocupen los cargos a los que han accedido y que, en definitiva, se arroguen la representatividad de un universo que estaría contenido en sus personas.
Como reflexiona Zygmunt Bauman: «Igual que los conceptos de ‘nación’ o de ‘clase’, el término ‘generación’ es performativo -expresiones que crean una entidad con sólo nombrarla-, una llamada o un grito de guerra para llamar a filas a una comunidad imaginada o más precisamente convocada»(1). Por eso apelar a la «generación» da credenciales para ser los que «deben ser», para apropiarse de una representación imaginaria que da derecho a apropiarse de lo que a esta generación le corresponde. Tomar su parte en la torta de los derechos intergeneracionales.
Como por edad la G90 debería ser la mía, me intriga si es posible hablar de una «generación de los noventa». Según la definición más usual, de Mannheim, «puede decirse que los jóvenes que experimentan los mismos problemas históricos concretos forman parte de la misma generación»(2). Pero, ¿los «noventeros» chilenos experimentamos los mismos problemas históricos? ¿O nos situamos desde perspectivas existenciales totalmente distintas?
Retomando una reflexión del mexicano Manuel Gómez Morín, una generación «es un grupo de hombres que están unidos por una íntima vinculación quizá imperceptible para ellos: la exigencia interior de hacer algo, y el impulso irreprimible por cumplir una misión que a menudo se desconoce […] y no importa que falten la unidad de época o de estilo o de ideología», basta con compartir «ciertas maneras profundas de entender y valorizar la vida y de plantear sus problemas»(3).
No me cabe duda que los jóvenes de los sesenta y los setenta «experimentaron los mismos problemas históricos concretos», aunque les dieran respuestas totalmente disímiles. Y también está claro que los de la G80 compartían «una exigencia interior de hacer algo». A todos los ochenteros les interesaba terminar con la dictadura. Incluso le interesaba a los de derecha. Les unía el deseo de salir de una situación insoportable, imposible de prolongar en el tiempo. Cada grupo deseaba un final distinto para la dictadura, pero a su forma, deseaba su fin. Para algunos era una salida hacia el socialismo, para otros era simplemente la normalización de un estado de cosas que les beneficiaba, pero que sabían insostenible. Al final se impuso una salida acomodaticia, que se parece bastante a la imaginada por los ochenteros de derecha.
En cambio, a mí me parece que a los jóvenes de los noventa no nos unía nada en particular. No existía esa «vinculación quizá imperceptible» de la que habla Gómez Morín. No siento que se fraguó una identidad generacional, ya que nunca coincidió entre nosotros el «tiempo individual» y el «tiempo social». Lo dominante en ese periodo era justamente esa separación. Ser noventero era ante todo hacer primar la identidad individual por sobre la identidad colectiva. Ser como los demás, «estar en algo» con otros, era anacrónico. Eran tiempos de pensar en uno mismo, ante todo y por sobre todo.
No es extraño que la representación política de esta generación sea tan pobre, ya que no existen en ese periodo recursos y significados social e históricamente compartidos. Las historias de vida se fragmentan y los relatos biográficos remiten a referencias personales, muy particularizadas. Y de acuerdo a los valores dominantes de esa época no es extraño que hayan triunfado los Peñailillo, los Riquelme, los Harold Correa. Es el triunfo de los más buscavidas entre muchos buscavidas, los más individualistas entre una legión de individualistas, los más desvergonzados entre una multitud de desvergonzados.
Mi recuerdo vital de ese tiempo me remite a lo inaceptable que me parecía que Pinochet siguiera en su sitio, dominándolo todo. Pero para una multitud de coetáneos que el ex dictador siguiera como comandante en jefe del ejército, tutelando al sistema político, les daba lo mismo. No lo defendían, pero tampoco estaban dispuestos a moverse un centímetro para cambiarlo. Era parte del paisaje al que se estaban acostumbrando.
Para algunos noventeros nostálgicos de los ochenta, la política era sinónimo de militancia en un colectivo, afianzado en posiciones ideológicas firmes, cualquiera que ellas sean. Pero para los que captaron el espíritu de la época la política era otra cosa: se trataba ahora de una actividad individual, basada en armar una carrera a la sombra de un padrino poderoso, que se encargaría de decir lo que hay que pensar y lo que hay que hacer en el momento preciso.
Que la universidad fuera tan cara, para una pequeña minoría era un problema político estructural, ligado a derechos colectivos. Para otros muchos, era sólo un problema económico-financiero, que se arreglaba con un crédito más generoso, con un subsidio o con una beca individual. Por eso Peñailillo y compañía quebraron el Congreso de la Confech en 1998. Para ellos el peligro era politizar una demanda que ellos creían reducible a una medida técnica, como la que propuso su padrino político Sergio Bitar en 2001, con el llamado Crédito con Aval del Estado (CAE).
CONTRA LA IDEA DE LAS «GENERACIONES»
Por este contexto no existe conciencia generacional entre los noventeros, y no podría haberla. Desde la literatura Camilo Brodsky, tal vez el mejor poeta de esos años, es quién más violentamente rechaza la idea misma de generación, cuando dice: «Eso de las generaciones, en términos literarios, no me convence, no lo compro mucho; los esfuerzos taxonómicos por clasificar y meter en paquetitos cómodos y manipulables la literatura no son parte de mi horizonte de lectura, no me interesa esa mirada neurótica del asunto. A los textos prefiero aproximarme por lo que son en cuanto tales, situándolos, claro, pero más en relación con su contexto social, cultural, político, que en función de manadas o tropas de coetáneos»(4).
Políticamente pasa lo mismo. La G90 de Peñailillo y compañía no es una generación. Tal vez el único modo de entender el fenómeno es recurriendo a Gramsci, cuando reflexiona sobre las relaciones genealógicas en las que se cuece el poder familiar, y que encubren más que evidencian. En los Cuadernos de la Cárcel , reflexiona sobre este asunto y dice: «De hecho los mayores ‘dirigen’ la vida, pero pretenden no hacerlo, dejando la dirección a los jóvenes; también en estas cosas es importante la ‘ficción'»(5).
En las «familias políticas» chilenas, en todas ellas, se da lo mismo: «los mayores ‘dirigen’ la vida, pero pretenden no hacerlo, dejando la dirección a los jóvenes», simulando el juego de irse para luego regresar por la vía de sus ahijados. Pero nunca se van del todo, porque se trata de una gran ficción que se cae en el momento en que un Lagos, un Escalona, un Piñera o un Insulza se cansa de tanto mal espectáculo y desea volver a tomar las riendas del negocio en sus propias manos.
LA GENEALOGÍA DEL PODER
La idea de generación en tiempos de hiper-individualismo es imposible porque no todos los «coetáneos» nos podemos considerar «contemporáneos» porque no todos vivimos el mismo presente. No existe entre nosotros lo que Ortega y Gasset llamaba una «sensibilidad vital» compartida, de la cual pueda desprenderse la «misión histórica»(6) de una generación.
Detrás de la teoría de las generaciones se suele esconder un pensamiento conservador y el interés de mantener las jerarquías ya establecidas. En el caso de Chile es algo que tiene relación con el acceso al poder. En 1990 una «generación política» se autoproclamó como restauradora de la democracia y utilizó este recurso para desplazar a la generación previa y para bloquear el paso a las generaciones siguientes, hasta ahora. Eso explica que veamos los mismos rostros en los puestos claves, y que los nuevos en general dependan de un viejo rostro que les ha colocado en ese puesto.
Más fecunda que la idea de «generación» es la noción de «genealogía». Se trata, siguiendo a Michel Foucault, de mostrar cómo se construye el poder en el tiempo, por medio de una identidad conformada de forma plural y a veces contradictoria. La G90 de Peñailillo sólo se entiende analizando una genealogía de poder. Este grupo no se comprende por sí mismo, sino en tanto se analiza su subordinación con Lagos, Bitar, Insulza y todos los que les criaron, vistieron, cebaron y luego se los comieron cuando lo necesitaron. Esta genealogía es la que explica su funcionalidad y su disfuncionalidad, su rápido auge y su súbita caída.
Mientras la verdadera política la siga haciendo el pequeño clan de septuagenarios y octogenarios que llegaron a La Moneda y al Congreso en 1990, no cabe pensar en que cambiarán las prácticas que se denunciaron en Riquelme, Peñailillo y sus aliados. Porque el fondo del problema no radica en ellos, sino en la genealogía de poder que los hizo posibles.
Notas
(1) Bauman, Z. (2007): «Between Us, the Generations», en Larrosa, J. (editor): On Generations. On coexistence between generations . Barcelona, Fundación Viure i Conviure, p. 370.
(2) Mannheim, K. (1928): «El problema de las generaciones». Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 62 (1993).
(3) Calderón Góngora, G. (2015): «Manuel Gómez Morín: entre generar y conservar», en http://horizontal.mx/
(4) Cabezón, J.(2012): «Entrevista con Camilo Brodsky», en http://www.revistaintemperie.cl/
(5) Gramsci, A. (1949): «La questione dei giovani». En Quaderni del Carcere. Torino: Einaudi [1975].
(6) Ortega y Gasset, J (1923): «La idea de las generaciones» en El tema de nuestro tiempo, Obras completas. Madrid, Revista de Occidente (1966).
Publicado en «Punto Final», edición Nº 846, 4 de marzo 2016.