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En torno al "republicanismo" (II)

La democracia jacobina

Fuentes: El Viejo Topo

«Las revoluciones que se han sucedido desde hace tres años, lo han hecho todo por las otras clases de ciudadanos, casi nada aún por la más necesitada quizá, por los ciudadanos proletarios cuya única propiedad es su trabajo» Robespierre, 13 Vll 1793 La Revolución Francesa es el acontecimiento señero que en la periodización histórica marca […]

«Las revoluciones que se han sucedido desde hace tres años, lo han hecho todo por las otras clases de ciudadanos, casi nada aún por la más necesitada quizá, por los ciudadanos proletarios cuya única propiedad es su trabajo»

Robespierre, 13 Vll 1793

La Revolución Francesa es el acontecimiento señero que en la periodización histórica marca el comienzo de la Contemporaneidad. Lo que hace de la Revolución Francesa el acontecimiento iniciador y a la vez característico de nuestra Era es la irrupción de las masas pobres en la política. Desde entonces, las masas populares -el populacho, la plebe, el proletariado, el pueblo- no abandonarán la historia. Todas las fuerzas políticas se verán, en lo sucesivo, en la necesidad de asumir la centralidad de ese acontecimiento: para servir a su liberación, para servirse de ellas como instrumento y aliado subalterno, o para aterrorizarlas.

Esa irrupción de los pobres en la política culmina con la constitución del primer Régimen político democrático desde la Antigüedad Clásica: La República Democrática Jacobina de 1793.

Dos rasgos caracterizan la contemporaneidad de este proyecto político: la democracia jacobina surge en lucha, y como alternativa, contra el capitalismo, que trata de instaurar su régimen económico, tras la abolición del Antiguo Régimen señorial absolutista. La nueva República Democrática organiza un régimen viable no para una ciudad, sino para un país de 23 millones de habitantes.

Condiciones de posibilidad de la democracia

En Francia desde los años treinta del siglo XVlll se había comenzado a desarrollar, en la agricultura fundamentalmente, el capitalismo. Grandes campesinos y señores feudales aprovechaban el auge de los precios agrícolas para enriquecerse, y extorsionaban con nuevas condiciones de explotación a los pequeños cultivadores arrendatarios, que eran los verdaderos productores. Cercaban las tierras y bosques del común, que habían sido disfrutados hasta entonces por las comunidades campesinas, con objeto de ponerlos en arriendo como nuevas tierras de cultivo, y exportaban los productos agrícolas al extranjero, donde se pagaban mejor, con lo que se desabastecían los mercados y se encarecían los productos de primera necesidad. El capitalismo nacía en el campo. Ante esta situación, paulatinamente en las 36 000 comunas de Francia, se comenzó a desarrollar una nueva cultura de lucha, que surgía del tejido social cultural organizado tradicional, pero que se adaptaba al nuevo enemigo y desarrollaba nuevas prácticas y objetivos de lucha. En esta lucha por el control de los precios y de los bienes de primera necesidad, se unían en alianza los campesinos y los hombres de los oficios, así como la intelectualidad pobre -abates, abogados, médicos etc.-. A esta nueva cultura desarrollada en contra del capitalismo y de las nuevas condiciones sociales por él generadas la denominan E. P. Thompson y Florence Gauthier la «Economía Moral de la Multitud»[1]. La capacidad de lucha de este tejido social organizado y creativo era tal que en 1775, cuando el ministerio Turgot había querido imponer la desregulación total de los precios del trigo, para lo que se necesitaba romper el poder de control de las comunas mediante el decreto de la primera ley marcial de la historia, una gigantesca jacquerie, de intensidad nunca conocida hasta entonces, había derrocado al gobierno. Fue la llamada guerra de las harinas[2]

Análogamente, en las grandes ciudades, la plebe se encontraba organizada en gremios y asociaciones que habían luchado por el abastecimiento a buen precio de bienes de primera necesidad.

Paralelamente, desde mediados del siglo, Francia fue el único país en el que se desarrolló una rama de la Ilustración filo plebeya, que, en determinados casos personales llegó, incluso, a tener en cuenta las luchas populares -de Rousseau a Mably y Morelli, etc-. Esta corriente se contaba entre el ala más politizada de la Ilustración y recogía en herencia la tradición republicana clásica, grecolatina, devuelta a la vida intelectual por el Humanismo cívico, y en la cual, esta Ilustración de izquierdas se inspiraba para la elaboración intelectual de los problemas sociales y políticos de su presente[3].

En vísperas de la Revolución Francesa, la plebe, el inmenso campesinado, las gentes de oficio de la «artes mecánicas», los obreros manuales, los pequeños comerciantes de tiendas y tenderetes, vendedores ambulantes, buhoneros y chamarileros, y los intelectuales y letrados pobres habían desarrollado una nueva experiencia exitosa de lucha, de poder de control sobre la actividad de las comunidades y de independencia frente al poder.

Del Régimen Mixto del Tercer Estado a la Democracia del Cuarto Estado

Pero al comienzo de la Revolución, el único proyecto alternativo al Antiguo Régimen suficientemente desarrollado para constituirse en alternativa inmediata era el proyecto político económico burgués, de los grandes terratenientes, de los campesinos ricos, de los grandes comerciantes y armadores, de los intereses coloniales y de las finanzas.

En 1789, la monarquía absoluta, como consecuencia de la grave crisis financiera, se vio obligada a reunir los Estados Generales. La sociedad francesa se movilizó para debatir sus problemas y plantear sus agravios ante la corona -les cahiers de doléances-, pero la inmensa mayoría de los diputados elegidos para representar al Tercer Estado fueron burgueses. Una vez estalló la Revolución con una gigantesca Jacquerie, «El gran Miedo», y se hubo asaltado la Bastilla, se impuso a la monarquía el reconocimiento de los delegados del Tercer Estado como los representantes de la nación. Durante los primeros días los representantes nacionales titubeaban ante el empuje de la movilización, y para frenarla, legislaron la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, así como la liquidación del feudalismo, en agosto de 1789. Una vez remitida la movilización popular los representantes burgueses comenzaron a desplegar un proyecto político legislativo que instauraba el capitalismo, ante el desconcierto de las masas populares, carentes de proyecto alternativo. En primer lugar, se legisló la libertad ilimitada de comercio de granos y se prohibió el control público del mercado y la tasación de precios, es decir, se promulgaba la libertad de los capitalistas. Como la respuesta fue inmediata, el 21 de octubre se proclamaba la Ley marcial contra los tasadores, y se desataba una masiva, sistemática y duradera oleada de terror blanco. Otras cuatro leyes marciales perfeccionarían a la mencionada. Además, la Constitución de 1791, en contravención con la Declaración de los derechos del hombre, excluía del acceso a los derechos políticos a los más pobres; se proclamaba «ciudadanos activos», con derecho a sufragio, tan sólo a aquéllos ciudadanos que habían pagado impuestos por valor no inferior a tres días de trabajo.

El régimen político del Tercer Estado era una oligarquía o Regimen mixto, en el que una nueva aristocracia, la aristocracia del dinero, instauraba su poder. Esta nueva clase se proponía tener en cuenta la voz y los problemas de determinados sectores de las masas populares, una vez excluidos de la ciudadanía los más pobres, pero siempre que las masas delegaran en ella la dirección política, y no amenazasen su poder, tal como hubiera deseado Aristóteles. Si el lector compara este proyecto con la actualidad, se hará cargo de que éste es el régimen que impera en nuestros días. Una plutocracia dirigente, aliada con una clase política profesional, que, una vez excluida una parte de la sociedad, a la que se le niegan los derechos -emigración, etc.- acepta tener en cuenta ciertas necesidades de los demás grupos subalternos, siempre que éstos acepten su liderazgo indiscutible: la «democracia oligárquica», o «régimen mixto» según la denominación de los clásicos.

La democracia jacobina, el poder político de los pobres

Pero a pesar de la sorpresa y de carecer de un proyecto claro, las masas populares de campesinos y sansculottes comenzaron de inmediato la movilización y la deliberación a partir de la nueva experiencia organizativa y de lucha, por una parte, y de la tradición intelectual demo republicana que la ilustración de izquierdas ponía a su disposición. Entre 1789 y 1792 las 36 000 comunas, sede del poder consuetudinario de la Economía Moral se convertían en nuevos poderes políticos democráticos, asamblearios, locales. Las comunas se coordinaban a través de las asambleas primarias y de los clubes políticos, principalmente el jacobino, y de la figura y la voz de Robespierre y de su pequeño grupo, que durante todos aquellos años habían asumido la tarea de someterse a la voluntad popular y ser su voz orgánica en las instituciones. Se fraguaba así un nuevo espacio público, una nueva opinión pública popular autónoma, emancipada de la oligarquía. Se fracturaba el tercer estado, base de la hegemonía burguesa y del régimen mixto.

Entre 1792 y 1794, el cuarto estado, los pobres: el campesinado y la sansculotterie, esto es, el proletariado, de forma autónoma, elaborarán paulatinamente otro proyecto de sociedad, basado en el derecho a la existencia, y, en palabras de Robespierre otra «economía política popular» -10 V 1793-, cuyo fin es la igualdad de todos.

La democracia es un régimen político cuyo fundamento es la igualdad sustantiva, real, de todos los ciudadanos, o igual libertad para todos. En consecuencia, como segunda característica, la democracia es el régimen en que los pobres, las clases subalternas, constituidas en movimiento político, organizan el poder político y establecen las condiciones materiales que posibilitan realmente la igual libertad. El fin de la democracia es el desarrollo pleno de cada individuo para que alcance la felicidad. Así, escribía Robespierre: «La libertad es el poder que es propio del hombre de ejercer, a su libre arbitrio -à son gré- todas sus facultades. Ella tiene la justicia como norma, los derechos del otro como límites, y la ley como salvaguarda»[4].

La felicidad consiste precisamente en la posibilidad de libre desarrollo de cada cual, una vez removidas las condiciones que imponen a los pobres la necesidad de depender de los demás e impiden su autodesarrollo libre. Por ello la democracia, y la jacobina en consecuencia, legisla sobre el acceso a los bienes materiales que permiten a cada individuo ser independiente, es decir, libre, de la coacción y de la dominación del potentado que lo asalariza y esclaviza de este modo: «La propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano de disfrutar y disponer de la porción de bienes que le está garantizada por la ley. El derecho de propiedad está limitado, como todos los demás, por la obligación de respetar los derechos de los demás. No puede acarrear perjuicio ni contra la seguridad, ni contra la libertad, ni contra la existencia, ni contra la propiedad de nuestros semejantes»[5]

En consecuencia con lo dicho, la democracia legisló el reparto entre los pobres de los bienes confiscados a los enemigos de la Revolución, poniendo así en pie una gigantesca reforma agraria; la devolución de los bienes comunales al poder de las comunidades, la tasación de los precios tanto de los bienes de primera necesidad -denrées- como de los materiales y demás medios necesarios para el trabajo productivo de los artesanos, la abolición de la libertad de comercio de los bienes de primera necesidad ,y los salarios mínimos. El proletariado, las nueve décimas partes del pueblo, accedía así, verdaderamente, sustantivamente, a las condiciones que le permitían ser ciudadanía y disfrutar de la igual libertad.

El proyecto democrático llevado a la práctica por Robespierre, rechaza la autonomía de la economía respecto de la política y propugna que debe estar subordinada a la sociedad civil.

Pero la democracia jacobina también evitó la independización de la política respecto de la ciudadanía. Creó para ello un poder político que no se basaba en el modelo burocrático de estado, elaborado por el feudalismo durante el periodo absolutista, y que, posteriormente recuperaría Napoleón.

El poder político organizado en aparatos específicos y desempeñado por magistrados en los que se delegaban funciones o por funcionarios, era denominado por los jacobinos «gobierno» y abarcaba tanto al poder legislativo como al ejecutivo. La historia de la Modernidad había enseñado, desde los orígenes del estado moderno, que, al lado del egoísmo y las riquezas, el gobierno era el agente del peor mal de la sociedad, al que se denominaba con una palabra pavorosa: Despotismo. Identificado con esta tradición republicana ilustrada, Robespierre escribe. «Jamás los males de la sociedad vienen del pueblo, sino del gobierno (.) la miseria de los ciudadanos no es otra cosa que el crimen de los gobernantes (.) el primer objetivo de toda constitución ha de ser defender la libertad pública e individual contra el gobierno mismo»[6]

En consecuencia con esto, la constitución jacobina de 1793 establecía un poder central, que era la Convención, elegida por el pueblo soberano reunido en asambleas primarias, anualmente (art 32 de la Constitución[7]); ésta era el verdadero poder ejecutivo. Pero la función legislativa de este organismo central, consistía tan sólo en que «El Cuerpo legislativo propone las leyes…(art. 53 «…y dicta -«rend»- decretos»: instrumento legal que determina quién ejerce el gobierno diario). Los proyectos legislativos debían ser impresos y enviados a las comunas para que fuesen discutidos. Art. 59: Cuarenta días después del envío de la ley propuesta, si en la mitad de los departamentos, más uno, el décimo de las Asambleas primarias de cada uno de ellos (.) no ha reclamado, el proyecto (.) se convierte en ley. Art. 60: Si hay reclamación, el Cuerpo legislativo convoca a las Asambleas primarias». Dichas asambleas, constituidas por los ciudadanos, tenían además capacidad de auto convocatoria, a petición de un quinto de los ciudadanos con derecho a voto (art. 34). Por ello, cuando muchos años más tarde Buonarrotti escribiera su obra con la que pretendía restablecer la continuidad de la tradición y salvar la memoria histórica, registró: «Democracia en Francia: lo que es. No hay que creer que los revolucionarios franceses hayan atribuido a la democracia que ellos exigían el sentido que le atribuían los antiguos. A nadie se le ocurría en Francia convocar al pueblo entero a deliberar sobre los actos de gobierno Para ellos la democracia es el orden público en el que la igualdad y las buenas costumbres ponen al pueblo en condición de ejercer útilmente el poder legislativo«[8]. La ciudadanía ejercía directamente las tareas legislativas. La primera democracia de la contemporaneidad, inspirada en la tradición demo republicana, elaboraba alternativas políticas novedosas, que daban salida a nuevas situaciones históricas de explotación y dominación -el capitalismo- y organizaba una constitución en la que cupiera la deliberación y la soberanía de la ciudadanía, no de una pequeña polis, sino de una sociedad de 12 millones de cabezas de familia. Era una democracia para la nueva era.

Como vemos, no todo poder político era un poder delegado o constituido por aparatos especializados de profesionales: también la sociedad civil es sede de poder político, y la democracia jacobina hace que éste asuma la mayor parte del protagonismo político. Robespierre exige: «Dejad en los departamentos, y bajo la mano del pueblo, la porción de los tributos públicos que no sea necesario depositar en la caja general, y que los gastos sean pagados en las propias localidades, siempre que ello sea posible. Rehuid la manía antigua de los gobernantes de querer gobernar demasiado: dejad a los individuos, dejad a las familias el derecho de hacer lo que no molesta a otro, dejad a las comunas el poder de reglar ellas mismas sus propios asuntos, en todo aquello que no concierna muy esencialmente a la administración de la república. (.) Respetad sobre todo la libertad del soberano en las asambleas primarias«[9].

Comunas y asambleas son poderes políticos de enorme peso según la constitución, pero no son considerados «gobierno», porque no son delegados. Las comunas, convertidas por la constitución en municipalidades, eran la sede de la soberanía local y el instrumento de aplicación local de las leyes promulgadas. No existía burocracia alguna que ejecutase capilarmente las leyes aprobadas por la ciudadanía, ni, por supuesto existía cuerpo de policía -invento posterior, hazaña del liberalismo-. El poder político tenía su sede en la sociedad civil democráticamente organizada. El estado, era un instrumento dócil sometido a su Soberano, el pueblo, lo mismo que en la actualidad lo está al suyo: la plutocracia capitalista.

Dos apuntes sobre teoría política republicano democrática jacobina

La constitución jacobina declara que la universalidad de los ciudadanos franceses son el pueblo soberano (art. 7) y que «Él delibera sobre las leyes» ( art. 10); ¡Sapere aude!.

Hemos visto que este principio no era una mera fictio iuris escrita para legitimar el ejercicio de la función legislativa por parte de un organismo electo, y cómo el ejercicio de este principio por parte de la ciudadanía era desarrollado minuciosamente. A ello se refería precisamente la frase precitada de Buonarrotti, en la que aparecía una enigmática apostilla -¿o es tal vez un circunloquio huero?-: la democracia es el «orden público en el que la igualdad y las buenas costumbres ponen al pueblo en condición de ejercer útilmente el poder legislativo». «Costumbres» es una palabra de fuerte contenido político para este periodo, y lo mismo, por supuesto, «igualdad». Ambas hacen referencia a condiciones garantizadas por el orden político, con objeto de que se pueda ejercer de verdad la soberanía prescrita por la constitución. Los robespierrianos registraban dos peligros: el clientelismo y el federalismo.

La reflexión sobre el clientelismo no es nueva; procede de la vieja tradición republicana y nace de las consideraciones que esta tradición hace sobre la historia de la caída de la Roma republicana. Lo que ésta había enseñado es que personas que dependían de otras para su existencia no eran libres verdaderamente, aunque se les considerase ciudadanos, y que su situación de falta de libertad -dependencia- hacía que su voto quedase en manos del patrón a cuya clientela pertenecían. Escribe Saint Just:»Creo reconocer que la desaparición de todas las repúblicas ha venido de la debilidad de los principios sobre la propiedad. Un pacto social se disuelve necesariamente cuando uno posee mucho y otro demasiado poco. (.)Todo ciudadano debe vivir de su campo y enriquecerse de su oficio o de su industria. (.) Y en vano la ley positiva garantizará esta libertad del débil contra el fuerte, de aquel que no tiene nada contra aquel que lo tiene todo. (.) En nuestros lares de Europa la masa del pueblo es tan estipendiaria del resto del pueblo que si la porción rica viaja o atesora el estado morirá pronto de hambre. (.) La primera de todas las leyes sociales es la garantía y la independencia de la vida. Este objeto no debe entrar en el comercio que no es posiblemente más que el uso de lo superfluo»[10]

Los jacobinos eran conscientes de que la ley positiva no basta para garantizar la libertad o independencia del individuo, sino que está en relación con las condiciones materiales de su existencia, pues quien depende de la voluntad ajena para poder vivir no es libre. Además en Europa los jacobinos registran que se han venido desarrollando unas novedosas relaciones materiales entre pobres y ricos, basadas en el capital de éstos -la «nueva aristocracia del dinero»-, cuyo uso depende de la voluntad y de la presencia del poseedor, pues el capital, al contrario que la tierra, se mueve y traslada junto con su propietario. Estas relaciones entrañan una novedosa y perversa característica: la ausencia del nuevo «señor» del dinero, su desinterés por explotar al esclavo de nuevo tipo, contrariamente al caso del señor de la tierra, acarrea la muerte del siervo; esta nueva situación de este nuevo tipo de esclavo, distinta de la del siervo de la tierra tradicional, es la del asalariado, el cual, desarrolla el interés asombroso, antes nunca visto, de que se le explote: comparte el interés por la suerte de la empresa de su dueño, y hasta ese extremo es esclavo. Por ello, escribe Saint Just: «La soberanía del pueblo es indivisible, incomunicable, inalienable: es la fuerza por la que resiste a la opresión. Hay otra soberanía que no es menos indivisible, incomunicable, inalienable, es la soberanía particular de todos los hombres por la cual la propiedad, la posesión se mantiene. Esta soberanía es lo que se llama independencia. Este es el mismo espíritu con el que el pueblo es soberano. Lo es para mantener su propiedad y su posesión.» [11]

Sólo la libertad material garantiza verdaderamente la ciudadanía y la soberanía, la libertad del juicio y del sufragio, y los jacobinos pusieron manos a la obra.

Y sobre el «federalismo». El temor hacia el estado, al que se considera la fuente del «despotismo» o dominación (despotés/dominus/dueño), esto es, de la esclavitud o sometimiento a la voluntad de otro, está en la matriz del pensamiento republicano cívico humanista desde que esa nueva máquina de hacer política denominada estado surge a fines del siglo XV. Y este temor se convierte en argumento central del pensamiento republicanista ilustrado, compartido por los jacobinos. Pero la experiencia política revolucionaria hizo que los jacobinos desarrollaran una novedosa reflexión crítica, que resulta de suma necesidad para nosotros. Es la polémica contra el «federalismo». El lector debe ser prevenido de que este término no posee el significado que se le torga hoy día.

Como sabemos, la constitución del año l consagra que el pueblo «delibera sobre las leyes» (art. 10) Para hacer efectiva esta norma constitucional, la propia constitución legisla dos medidas. La primera tiene como fin evitar que, en la práctica, la legislación quede en manos de representantes. El representante nombrado para legislar por procuración, debe responder ante un grupo de ciudadanos que lo han elegido en función de las necesidades e intereses colectivos de esa comunidad. El éxito del representante consiste en poder demostrar que ha defendido bien los intereses y aspiraciones de sus electores. Por tanto, la legislación en cuya elaboración participa es el resultado de una negociación estratégica con los representantes de otros intereses colectivos locales o particulares, para tratar de sindicar o federar los diversos puntos de vista particulares encontrados. Las decisiones y leyes elaboradas como resultado de la negociación estratégica a partir del conjunto de intereses particulares se desvían de forma aberrante de las decisiones posibles como consecuencia de la deliberación sobre el interés general de la comunidad republicana -el bien común, o bien público republicanos-. Además, la especialización activa de un pequeño grupo de ciudadanos en las tareas de negociación y legislación, y el abandono de estas funciones por parte de la mayoría, que juzga la política en función de la solución de sus intereses particulares, implica que el poder y los recursos del estado quedan en manos de ese pequeño grupo que controla y gestiona el poder político. Esta organización convierte a la mayoría en «ciudadanos pasivos», en súbditos clientelares, y a la minoría en un patriciado con intereses propios que se perpetúa como tal; es nuestra propia experiencia. Como escribe Saint-Just, ese tipo de funcionamiento federalizador de intereses particulares no define a un «Cuerpo Legislativo», sino a un «Congreso».

Para evitar la independencia y profesionalización de los diputados la constitución legisla: «Cada diputado pertenece a la nación entera» (art. 29). Cada circunscripción puede elegir como diputado a cualquier ciudadano de todo el estado, y no hay campañas electorales con candidatos locales -por lo demás hay elecciones cada primero de mayo- .

Además los ciudadanos no eligen representantes porque es el ciudadano directamente el que debe participar en la deliberación sobre la legislación.

Pero surge un segundo problema. Una vez la ciudadanía se constituye realmente en legislador, es decir, en poder soberano real, hay que evitar que abandone su misión de expresar la voluntad general sobre la comunidad republicana en general cuando legisla. Para ello la constitución determina cuáles son los asuntos que «Están comprendidos bajo el nombre general de ley» (art. 54) y qué asuntos «Son designados con el nombre particular de decreto» (art. 55). Las leyes son normas legales universales que afectan por igual a todos los ciudadanos. Los decretos, por el contrario, son normas particulares que deben desarrollar la ley, aplicándola de forma diferenciada a distintos colectivos y territorios; su elaboración es un cometido que queda encomendado al «gobierno». La ciudadanía tiene el cometido de deliberar y legislar leyes. Los intereses particulares de cada ciudadano legislador sólo pueden ser atendidos por él mismo en la medida en que quedan comprendidos en la legislación de leyes universales. La ley universal concierne a todos por igual sin hacer divisiones. Se evita así la cristalización en el seno del legislador, en el ejercicio de la su función deliberante y legislativa, de intereses colectivos locales o particulares, y la negociación conforme a juegos de estrategia -resuenan aquí los ecos del Contrato Social-.

Estas ideas, que están recogidas en la constitución jacobina fueron defendidas por Saint-Just, encargado por el grupo robespierrista de dirigir el debate sobre el borrador constitucional elaborado por Condorcet. Dice Saint-Just: «una representación federativa que hace las leyes, un consejo representativo que las ejecuta. Una representación general, formada por las representaciones particulares de cada uno de los departamentos, no es una representación sino un congreso. (.) Aquel que no es nombrado por el concurso simultáneo de la voluntad general, no representa más que a la porción de pueblo que lo ha nombrado; y los diversos representantes de estas fracciones, si se reúnen para representar el todo, están aislados, sin vinculación con sus sufragios y no forman una mayoría legítima. La voluntad general es indivisible, vosotros mismos lo declarasteis anteayer: esta voluntad no se aplica sólo a las leyes, se aplica a la representación; y esto debe hacerse porque delibera en lugar del pueblo en los actos ordinarios en que su voz no es oída. La representación y la ley tienen, por tanto, un principio común. La primera no puede emanar ni del territorio ni de la población dividida y representada por números; la segunda no puede emanar de una representación federativa, ni siquiera en los actos ordinarios, porque la mayoría de un congreso no tiene autoridad más que por la adhesión voluntaria de las partes del imperio, y el soberano ya no existe, porque está dividido.».[12]

Ese tipo de régimen en el que una ciudadanía dividida por intereses colectivos locales y particulares elige representantes para que legislen, destruye la república, pues no existe deliberación sobre la res pública donde aquélla no es deliberación general, sino sobre necesidades particulares. «Todo congreso vuelve la constitución federativa; y se haga lo que se haga, sea lo que sea lo que se finja o se imagine, la república debe disolverse un día, y su pérdida debe salir del congreso representativo»[13].

Este régimen federativo tiene un nombre: «…esta autoridad (que) delibera y ejecuta, se convierte rápidamente en una independencia. (.) la realeza no es el gobierno de uno solo; se encuentra en toda potencia que delibera y que gobierna»[14].

Por ello había que evitar este estado de cosas y: «(.) reducir, pues, la voluntad general a su verdadero principio, éste es la voluntad material del pueblo, su voluntad simultánea; (esto) tiene por objetivo consagrar el interés activo del mayor número, y no su interés pasivo»[15]. Precisamente para evitar que los ciudadanos se conviertan en súbditos de facto, fueron adoptadas esa serie de medidas que daban verdaderamente fuerza de soberanía a la deliberación y al sufragio popular.

Sin embargo, sabemos que esta lección fue olvidada. En los regímenes políticos del siglo XX, se confió a los aparatos de estado -el «gobierno»- la función de organizar a las sociedades, y de representar y atender las demandas de los ciudadanos: «federalismo». Esto condujo paulatinamente a la oligarquización de la política y a la despolitización de la ciudadanía, que entendía su relación con la política en términos de solución clientelar de intereses particulares.

Aprender de nuestro pasado

«…y dirigiéndose a ellos, pronunció estas aladas palabras»

Iliada, X, 191

La participación organizada de las masas en la política ha sido, por el momento, paralizada. Y sin embargo resulta imprescindible. No augura nada bueno el interés de la oligarquía capitalista por liquidar las modestas democracias parlamentarias, registradas en las constituciones surgidas del consenso de la segunda guerra mundial, y por instaurar un nuevo orden europeo, cuya acta es el Tratado Constitucional, que deja atrás no sólo la democracia parlamentaria, sino el propio parlamentarismo. A contrario, el interés por eliminar la democracia parlamentaria del horizonte histórico, y destruir y corromper toda fuerza política autónoma, indican el peligro que entrañan estas ideas para el capitalismo, la labilidad que sus agentes presienten en la situación actual; este recelo, esta saña, revelan que sólo en las mentes pusilánimes de la izquierda resulta «imposible» recomponer la lucha de masas.

La experiencia jacobina señala el camino e ilumina los errores. Hay que reorganizar un «demos», o «proletariado», un «Pueblo»: un sujeto autónomo, de carácter declaradamente político, que luche por imponer la democracia, y someter la sociedad a su soberanía. Que evite la subordinación y la dependencia respecto de los aparatos de estado y el clientelismo económico, y luche por la propiedad como medio para lograr la libertad: por la apropiación social de los medios de producción y cambio por parte de los ciudadanos libres asociados.

El presente plantea un nuevo reto que no tuvieron que asumir los jacobinos: construir una nueva cultura autónoma como medio para crear el nuevo sujeto. La democracia jacobina nacía de una cultura autónoma existente, que denominamos «economía moral de la multitud», y que estaba dada.

Pero todo, en la historia, ha sido siempre, para bien y para mal, obra de los seres humanos. Todo lo que es pensable y proferible mediante la palabra -las aladas palabras-, puede ser comunicado públicamente, colectivamente acordado, y realizado. Y nada hay que sea más sólido que eso: poder es capacidad intelectual de orientar la actividad mediante ideas y valores. Incluso el propio leviatán no es más que «orden ideal que se realiza a través de actos humanos»[16]. Nuestros enemigos son mucho más conscientes que nosotros de que la democracia es una idea peligrosa, cuyo conocimiento invita a su realización; de que democracia es palabra pública y persuasión, de que a la democracia, y a la acción, se llega mediante la deliberación, el debate y la palabra. Y que, de todo eso, tenemos de sobra.



[1] E. P Thompson: Tradición, revuelta y consciencia de clase, Ed Crítica, B. 1979. Mismo autor Costumbres en común, Ed. Crítica, B. 1995. Florence Gauthier et alt. La guerre du blé au XVlll siècle, Les éditions de la Passion, Paris 1988. Ver también: Florence Gauthier Triomphe et mort du droit naturel en Révolution, PUF, París, 1992

[2] Vid. La guerre du blé…Op. Cit.

[3] A menudo, libros que pretenden se pretenden de la tradición republicanista, son textos liberales que tratan de colar de matute falsa moneda liberal. Para una aproximación al republicanismo desde sus propios fundamentos, se puede consultar, VV AA Republicanismo y Democracia, Ed. Miño y Dávila, Buenos Aires, 2005.

[4] Robespierre, «Proyecto de declaración de los derechos del hombre» art. lV, en Robespierre, Pour le bonheur et pour la liberté Antología a cargo de Florence gauthier, et alt. Ed. La Fabrique, Paris, 2000 p. 234. En prensa por Ed. Viejo Topo, trad. castellana a cargo de Joan Tafalla.

[5] Robespierre»Proyecto de declaración…», Op, cit., derechos Vl, Vll, y Vlll., pp. 234, 235

[6] Robespierre, Op. Cit. , p. 239- 258

[7] Godechot, Jacques, Les constitutions de la France depuis 1789, París, Flammarion, 1994. Constitución jacobina, pp 69- 92.

[8] Buonarrotti, Philippe, Conspiration pour l´egalité, dite de Babeuf (1828), Éditions Sociales, Paris, 1957, p. 38

[9] Robespierre, «Sobre la Constitución» ( 10 V 93) Op. Cit. ,p. 249, durante los debates constitucionales. Y Saint Just:»La jurisdicción municipal no es política. Administra las cosas, no las personas. Estos son los principios. (.) Pero si examináis la administración municipal en su naturaleza veréis que es una administración popular, paternal y doméstica. Es la parte de la legislación que debe ser la menos confusa. Esta administración es, por así decir, extraña al gobierno. Es el pueblo en familia quien rige sus asuntos.» En «Sobre los municipios», Op. Cit p.78

[10] Saint-Just, «Carnet de notes» en Saint Just en la revolución democrática popular, antología y presentación a cargo de Carlos Valmaseda, Ed Viejo Topo, en prensa, pp 134 y 135

[11] Saint-Just, «De la naturaleza», Op. Cit. p. 93

[12] Saint-Just, «Ensayo sobre la constitución de Francia»,Op. Cit. p.48

[13] Saint-Just, «Ensayo sobre la constitución de Francia»,Op. Cit. p.49

[14] Saint-Just,»Ensayo sobre la onstitución de Francia», Op. Cit. p. 46

[15] Sain-Just, Op. Cit, p. 48

[16] Hans Kelsen. El estado como integración. Ed. Tecnos, M. 1997 p. 45. El lector sabrá excusar, en el epílogo de un artículo, una cita.