Han transcurrido más de cuatro años desde que se inició la actual crisis financiera internacional, con la quiebra del gigantesco banco de inversiones Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008. Desde ese día, la historia económica del mundo se ha acelerado, y en ese envión han ido cayendo las certezas acumuladas por medio siglo […]
Han transcurrido más de cuatro años desde que se inició la actual crisis financiera internacional, con la quiebra del gigantesco banco de inversiones Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008. Desde ese día, la historia económica del mundo se ha acelerado, y en ese envión han ido cayendo las certezas acumuladas por medio siglo de relativa estabilidad internacional. Entre las convicciones que se evaporaron está la idea del progreso continuo y constante. Todos los nacidos después de la segunda guerra mundial habíamos bebido de la idea, simple y alegre, que sostiene que viviremos mejor que nuestros padres. Pero ocurre que esa verdad era sólo una hipótesis, y las evidencias empiezan a mostrar que podría estar errada, y que en muchos aspectos viviremos peor. Tendremos más ciencia y tecnología, pero en otros aspectos no gozaremos de una mejor calidad de vida. Nuestros empleos serán más precarios y por ello, nuestras jubilaciones serán más escuálidas. Deberemos pagar más por la salud y la educación de nuestros hijos. Los derechos sociales y las conquistas democráticas alcanzadas se desvanecen en el aire.
Por eso, hasta en los países con democracias «avanzadas» se empieza a hablar de la dictadura de los mercados, no como una metáfora o una hipótesis radical, sino como una evidencia cotidiana en la medida en que los gobiernos parecen resignados a obedecer los mandatos de un nuevo poder, ubicuo y difuso, que todo lo sabe y que todo lo controla. El filósofo italiano Mario Perniola ha propuesto una explicación inteligente a este cambio de ciclo: «Mi tesis se centra en un nuevo fenómeno: la ruptura de la alianza entre el capitalismo y la burguesía. La burguesía ya no le sirve al capitalismo, que encuentra en la clase media un obstáculo a la expansión del patrón neoliberal. La clase media es demasiado costosa. En el siglo XIX el burgués era un acaudalado que vivía de una renta. Hoy el capitalismo ya no está dispuesto a pagar un sueldo ‘político’ independiente del mercado. Eso nos conduce a la formación de solo dos rangos sociales: una pequeña minoría de super ricos y una enorme masa de subocupados y miserables»(1).
Por esta ruptura el capitalismo neoliberal ya no necesita imponerse ideológicamente. Más aun si sus fundamentos teóricos, lo que le hacía «razonable» ante las clases medias, han quedado refutados por el curso mismo de los acontecimientos. El rey mercado, autorregulado y autosuficiente, quedó desnudo en la medida en que los Estados tuvieron que salir a cubrir sus vergüenzas con el dinero de los contribuyentes. El gurú del neoliberalismo, Alan Greenspan, lo tuvo que reconocer en 2008 durante una comparecencia ante el Congreso norteamericano que examinó sus responsabilidades como presidente de la Reserva Federal(2).
Lo que Greenspan tuvo que reconocer no es baladí. Todo su andamiaje conceptual se basaba en un dogma, aparentemente irrefutable, que en esa comparecencia sintetizó al decir: «El interés propio de las organizaciones, específicamente los bancos, era tal que los hacía capaces de proteger mejor a sus propios accionistas y el patrimonio de las empresas». Esa idea tiene una larga tradición, que entronca con Adam Smith cuando decía: «No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés». Pero en la realidad los bancos de inversión, abandonados a buscar su propio lucro, no sólo se autodestruyeron, sino que arrastraron los intereses generales de toda la sociedad a un horizonte futuro de pobreza y precariedad insospechado. Por lo tanto, no basta con dejar al carnicero, al cervecero y al panadero buscar desreguladamente sus propios intereses, porque pueden terminar acribillándose y dejándonos a todos sin carne, sin cerveza y sin pan. Por algo Adam Smith complementaba su idea de la «mano invisible» con una sólida teoría de los sentimientos morales, que sus seguidores se encargaron de poner en el olvido.
La mayor bancarrota en esta crisis no ha sido la de los bancos. Ha sido la ruina de la ideología del mercado autorregulado. Pero una cosa es que se haya muerto el fundamento legitimador del actual modo de producción y otra cosa es que se haya terminado. Dicho de otra manera, la ideología neoliberal ha sucumbido, aunque el neoliberalismo en sí goza de abundante vida y salud política. ¿Cómo puede suceder tal cosa? Porque el capitalismo neoliberal no se ha impuesto en el mundo por la lucidez de sus argumentos lógicos, la consistencia de sus ecuaciones o la coherencia de sus principios políticos. Lo ha hecho porque ha tenido la fuerza coercitiva para ejercer su dominio.
La refutación matemática del neoliberalismo ya se había hecho en 1956, con la «Teoría del segundo óptimo» formulada por Richard Lipsey y Kelvin Lancaster, que destruyó con números los mitos de la competencia perfecta, el mercado eficiente, las expectativas racionales y el orden espontáneo, frutos de la «fatal arrogancia» de Friederich von Hayek y su escuela. Lo que ahora ha ocurrido es una nueva refutación, pero en la dura realidad. Por eso hemos entrado en una etapa histórica en la que las fuentes de legitimación social y cultural del capitalismo neoliberal se han debilitado. Y por lo tanto su capacidad de dominar por la vía del consenso, activo o pasivo, se han reducido gravemente. Lo que por una parte abre grandes ventanas de oportunidad a la multitud subalterna y plebeya que antagoniza per se con el poder del capital. Pero a la vez el agotamiento ideológico del neoliberalismo augura un escenario de mayor violencia y despotismo de parte de la dictadura de los mercados. Cuando el soft power ideológico se agota se abre la puerta al hard power represivo. Por eso estamos viendo una arremetida impúdica que busca criminalizar la protesta social, debilitar las garantías judiciales, minimizar los derechos humanos y rebajar los estándares democráticos. Y esto no ocurre sólo en Chile o en otros países periféricos, sino en países centrales de larga tradición institucional y con amplias clases medias en proceso de rápida pauperización.
Durante los años de bonanza nos vendieron una novela rosa que hablaba de las virtudes del autointerés racional, de modo que si cada uno buscaba egoístamente su propio bien se realizaría por arte de magia el bien común(3). Pero era evidente que este cuento de hadas no cuajaba en el mundo de la vida. Incluso los intelectuales de la derecha intelectualmente más rigurosa, como James Buchanan, nunca aceptaron estos cantos de sirena y trabajaron sobre la base de las enseñanzas del viejo ogro Thomas Hobbes, que advertían que sin un Leviatán poderoso, un Estado que se precie, la condición humana lleva necesariamente a la guerra perpetua de todos contra todos. Por eso, en esta nueva etapa, la derecha «libertaria», que ha abundado desde los años de gloria de Milton Friedman, será reemplazada por una nueva derecha más autoritaria y dirigista de la economía, estatalista a su manera, proteccionista, corporativista, represiva, nacionalista, en definitiva, más «hobbsiana».
Este giro ya se puede ver en Europa. Junto al alza electoral de neonazis y partidos de ultraderecha, la derecha tradicional o moderada está virando muy rápidamente en esa misma orientación. Ha reconocido que la deslocalización de su tejido industrial hacia China y otras economías emergentes fue suicida y ahora desea reindustrializarse, pero a costa de retomar los discursos nacionalistas, xenófobos y racistas. Se tiende a abandonar la idea del diálogo social y se procede por imposición unilateral de las políticas, sin reconocer a los sindicatos, ONGs y otras instancias que permitieron modular la tensión social en las últimas décadas. De celebrar la globalización como un tiempo lleno de oportunidades, se ha pasado a un discurso catastrofista, lleno de amenazas, que exige sacrificio y austeridad bajo la excusa de la competitividad internacional. Los grandes grupos empresariales, aterrados, contemplan el mercado global como a un Frankenstein que se les ha escapado de las manos y reclaman a los gobiernos que les brinden mayor protección, subsidios, amparo jurídico, y les garanticen un mercado nacional libre de competidores.
Este cambio podría llevar a pensar que basta con recuperar las ideas del desarrollismo y la planificación estatal. Pero no hay que olvidar que el nuevo Leviatán no es el Estado nacional, sino una trama de poderes financieros, muy restringida, que usa a los Estados como gendarmes de sus conveniencias. Por ello no basta exigir más y mejor Estado. Es necesario atacar al corazón de la bestia, y oponer a la idea del libre mercado la demanda por un mercado liberado, que permita democratizar la economía sobre la base de destruir los monopolios, las concentraciones de poder y las instituciones que crean escasez artificialmente para garantizar sus utilidades. Se trata de una agenda anticorporativista a la que la Izquierda no ha prestado demasiada atención, focalizándose en la defensa de la esfera de lo público-estatal. Pero ante la magnitud de la crisis, no basta. El futuro pasa por una economía social, de alta productividad, a pequeña escala, sobre una base del conocimiento técnico, la innovación y la colaboración entre pares. A la derecha neohobbsiana y su nuevo Leviatán sólo cabe oponer un programa radicalmente democratizador.
(1) Unelibros, otoño 2012, p 25.
(2) Comparecencia ante el Comité de Supervisión y Reforma Gubernamental del Congreso de EE.UU. el 23 de octubre de 2008. http://www.youtube.com/watch?v=R5lZPWNFizQ&feature=related
(3) Por ejemplo, Robert Nozik en Anarquía, Estado y utopía .
Publicado en «Punto Final», edición Nº 772, 7 de diciembre, 2012