“Si bien se resisten al cambio y lo retrasan durante un tiempo, las élites van a terminar aumentando la profundidad del colapso” (Carlos De Castro, “Transición versus Colapso: ¡Realimentaciones!”, 15-15-15. Revista para una nueva civilización)
El presente artículo aborda la desactivación determinista del excedentariado en el contexto de colapso ecosocial y crisis terminal del capitalismo. La tesis central sostiene que, en un escenario de crisis múltiples, la masa social definida como excedentariado – formada por personas cuyas habilidades, roles, valores, ideas y vidas no encuentran lugar en el sistema por resultar molestas y prescindibles a ojos de este – se verá sistemáticamente desactivada por mecanismos cada vez más expeditivos, hasta llegar a diversas formas de exterminio simbólico o físico.
El término excedentariado se refiere a un extensísimo grupo social que, a diferencia del clásico proletariado, no encuentra una demanda más o menos estable ni para su fuerza de trabajo ni para su capacidad de consumo en el sistema económico vigente. Tampoco aparece como asimilable, funcional o utilizable en términos políticos y culturales. Se trata de un excedente de población, en el sentido de sobrante, considerado “inútil”, “obsoleto” o “prescindible”, cuando no potencialmente hostil o “enemigo”. Este fenómeno ha sido exacerbado por la globalización y las crisis recurrentes del capitalismo. En el marco de un colapso ecosocial, caracterizado por el agotamiento de recursos naturales y la degradación ambiental, el excedentariado enfrenta una desactivación estructural que va más allá de la mera exclusión laboral.
La crisis terminal del capitalismo, combinada con el colapso ecosocial, crea un entorno en el que los recursos naturales se vuelven cada vez más escasos y costosos de extraer. Este proceso, que llega a sus límites como consecuencia de la propia lógica sistémica capitalista, erosiona las bases materiales sobre las cuales se ha sostenido el crecimiento económico y la acumulación de capital. En este contexto, las políticas neoliberales ya no pueden ofrecer soluciones viables, llevando a una intensificación de las desigualdades y a la marginación de grandes segmentos de la población.
Para abolir los obstáculos a la reproducción agónica del capital, su enfermiza inercia hacia la psicopatía conduce necesariamente al proyecto necroliberal de desactivación exterminista del excedentariado, que puede entenderse como un dispositivo multifacético que involucra diversos mecanismos. Algunos son económicos, como la automatización y la digitalización, que continúan eliminando empleos de baja y media cualificación, relegando a una gran parte de la población a la inactividad económica y la miseria. Otros son sociales, mediante la estigmatización y la criminalización de la pobreza y el desempleo, mientras las políticas públicas tienden a enfocarse en la seguridad y el control social (incremento de la población reclusa), más que en la inclusión y la redistribución. Y también políticos, con la incapacidad de los sistemas democráticos para representar efectivamente los intereses del excedentariado, lo que conduce a una erosión de la confianza en las instituciones y potencia la decepción abstencionista, el populismo de extrema derecha, la degradación democrática y el autoritarismo tecnocrático, que precisamente utilizan a los sectores más vulnerables como chivo expiatorio para sus políticas coercitivas. La represión creciente y la guerra a gran escala son las consecuencias de todos estos mecanismos «correctores» del colapso capitalista. Y todo ello en el mismo centro del sistema, ya que en su periferia la capacidad destructiva de estos mecanismos, ya con décadas de recorrido, se incrementa exponencialmente.
El excedentariado
En un contexto de capitalismo catabólico, esto es, de un capitalismo autodestructivo que intenta seguir consiguiendo beneficios a costa de su propia desintegración, el excedentariado designa a una población que, debido a diversos factores económicos y sociales, se percibe como excedente, en el sentido de superflua o innecesaria para el funcionamiento del sistema capitalista. Esta población, que abarca miles de millones de personas, no tiene acceso suficiente a empleo, recursos, capacidad de consumo u oportunidades para integrarse de manera plena en la economía formal o en la sociedad en general. Es víctima del desempleo estructural, la segregación, la estigmatización y criminalización, la precariedad laboral, la alienación existencial, la marginación social y la exclusión política y cultural, factores que se agravan con los condicionantes emanados del racismo, el neocolonialismo, el machismo, la destrucción de la biodiversidad y el extractivismo depredador del Sur global, que es el área donde más numerosa es la población excedentaria.
El excedentariado se encuentra en una posición particularmente crítica, pues al no “encajar” en las coordenadas de un mundo a la deriva, sometido a un horizonte de escasez y de lucha a muerte intercapitalista por unos recursos menguantes, se ubica en unos parámetros de desechabilidad que tienden a ensancharse, atrapando cada vez a más poblaciones, que son succionadas a la carrera hacia ese desagüe sistémico que debe tragarse a los residuos humanos excedentes. El colapso ecosocial añade una capa adicional de urgencia a esta problemática. La degradación ambiental y el caos climático agravan las condiciones de vida del excedentariado, que a menudo reside en áreas más vulnerables a desastres naturales y contaminación, y que se expone a la falta de acceso a recursos básicos y a riesgos ambientales, lo que a su vez aumenta la probabilidad de que estas poblaciones sufran las peores consecuencias del colapso ecosocial.
Para entender mejor el concepto de excedentariado hay que referirse a las aportaciones de dos grandes pensadores, como son Gunther Anders, en su ya clásica La obsolescencia del hombre, publicada en dos volúmenes, el primero en 1956 y el segundo en 1980, y Zygmunt Bauman, en su obra Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (2005).
Günther Anders presenta una serie de tesis críticas sobre la relación entre el ser humano y la tecnología en la sociedad moderna. Al respecto enfatiza la deshumanización a través de la tecnología, argumentando que los seres humanos se sienten obsoletos en comparación con las máquinas que han creado. Este fenómeno genera una alienación profunda, ya que las máquinas no solo realizan tareas que antes eran exclusivas de los humanos, sino que las superan en eficiencia y precisión. La deshumanización se manifiesta en que las personas comienzan a verse a sí mismas como inferiores a sus propias creaciones. A ello Anders añade el problema de la brecha prometeica, que se refiere a la disparidad entre nuestra capacidad de crear (poder tecnológico) y nuestra capacidad de imaginar y entender las consecuencias éticas y existenciales de nuestras creaciones. Además está el problema de la concepción moderna del ser humano tratado como un producto más, evaluado por su utilidad y eficiencia. Debe sumarse, así mismo, la cuestión de la indiferencia moral, ya que los individuos, cada vez más insensibilizados y menos moralmente responsables, son incapaces de comprender la magnitud de las consecuencias de sus acciones tecnológicas, como en el caso de los trabajadores de la industria armamentística.
Al final todo ello lleva a la “extinción del futuro”, una situación en la que la humanidad, a través de su dependencia tecnológica y su incapacidad para prever y manejar las consecuencias de sus acciones, se dirige hacia su propia destrucción, debido al potencial catastrófico del armamento nuclear. Las aportaciones de Anders siguen siendo relevantes hoy en día, especialmente en un mundo cada vez más dominado por la tecnología digital, la agroindustria, la inteligencia artificial, la automatización y las propias consecuencias del colapso ecosocial. Las críticas de Anders a la deshumanización, la brecha prometeica y la indiferencia moral son, también hoy, un llamado a una reflexión profunda sobre la dirección ecocida y suicida que está tomando la sociedad capitalista industrial.
En cuanto a Zygmunt Bauman, este aborda una de las paradojas más inquietantes de la modernidad: la producción de una cultura de residuos humanos, que comprende toda la masa de “poblaciones superfluas” de emigrantes, refugiados y demás parias. Anteriormente, esta generación de residuos superfluos era desviada y reabsorbida por otros lugares a los que todavía no había llegado el proceso de modernización. Sin embargo, en las actuales condiciones de globalización lo anterior se ha vuelto imposible, pues aquellos lugares se encuentran también “llenos”. Por ello, la producción de “residuos humanos” y su eliminación se ha convertido en un problema de primer orden en la agenda de las elites de la sociedad actual, que buscan la forma más eficaz y rápida de invisibilizarlos, de desactivarlos, con el fin de que no enturbien la luminosidad de la líquida y consumista vida moderna, eliminando al mismo tiempo su inquietante potencial conflictivo.
Bauman considera que la producción de residuos humanos constituye una consecuencia inevitable de la modernidad, de sus procesos económicos característicos y de la búsqueda del “orden”. De acuerdo con Bauman, en el proyecto de la modernidad, la construcción de ese orden contiene la posibilidad del caos, esto es, la amenaza potencial de que cualquier elemento dado – como es el caso de los residuos humanos -, no entre a formar parte de la clasificación social establecida. El efecto de tal elemento es contaminante y entraña peligro. De ahí la constante vigilancia que requiere el control de estos márgenes de la modernidad, de tal modo que la producción incesante de residuos humanos genera toda una compleja “industria de la seguridad”.
Bauman utiliza la comparación metafórica entre el campo semántico del “basurero” y la masa creciente de los excluidos de las ventajas de la modernidad – los residuos humanos o “víctimas colaterales del progreso” -, recorriendo las diferentes similitudes entre los dos términos de la analogía en todas las dimensiones de la vida humana, incluyendo el ámbito de las relaciones íntimas. La transitoriedad, fluidez, fragilidad y caducidad generalizadas en la vida moderna “líquida” convierten a ésta en una “civilización del exceso, la superfluidad, el residuo y la destrucción de residuos” (Bauman, 2005), tanto humanos como no humanos.
El exterminismo
El concepto de exterminismo se refiere a la tendencia o inclinación de ciertas estructuras de poder hacia la destrucción masiva de poblaciones y recursos naturales. Este término puede ser comprendido en el contexto de la fase terminal del capitalismo, donde las dinámicas catabólicas y autolíticas de explotación y acumulación de capital conducen inevitablemente a la devastación ambiental y social.
El término exterminismo ha sido utilizado en diversas disciplinas para describir políticas y prácticas que resultan en la destrucción sistemática de vidas humanas y ecosistemas. El exterminismo puede ser visto como un componente del colapso ecosocial-civilizacional, representando el punto en el que las dinámicas destructivas del sistema socioeconómico alcanzan su máxima expresión. Abarca la ruina ambiental, la aniquilación demográfica derivada de una desigualdad social cada vez más extrema, una violencia estructural en aumento, azuzada por políticas sociales necroliberales, la militarización de los conflictos sociales, y el recurso a la guerra y al genocidio como “solución final”.
La primera alusión explícita al exterminismo aparece en un artículo del prestigioso historiador británico E.P. Thompson, “Notas sobre el exterminismo, la última etapa de la civilización», publicada en 1980 en New Left Review. Thompson desarrolló el concepto de exterminismo en un contexto histórico muy específico: la Guerra Fría y la amenaza constante de un conflicto nuclear entre las superpotencias. El concepto de E.P. Thompson es una crítica profunda y multifacética a las estructuras y lógicas que, aunque no buscan explícitamente la destrucción, crean las condiciones para una potencial aniquilación masiva, como sucede con el complejo militar-industrial, los efectos demoledores de la fría racionalidad calculadora, la deshumanización y la cultura de la guerra. Ante tales riesgos Thompson llama a un cambio radical en la política global, promoviendo el desarme, la cooperación y una revalorización de la vida humana y la seguridad global.
Pese a que la mirada de Thompson se centra en el contexto de la Guerra Fría, su análisis tiene una profundidad que va más allá de esa coyuntura particular, proponiendo un marco teórico para entender cómo ciertas tendencias y estructuras sociales pueden llevar a la destrucción masiva. Como ha señalado John Bellamy Foster (2022), para Thompson el término exterminismo no se refería a la extinción de la vida en sí, ya que algo de vida permanecería incluso ante un intercambio termonuclear global, sino a la tendencia al exterminio de la civilización contemporánea. No obstante, el exterminismo apuntaba a la aniquilación masiva y al exterminio de multitudes. De aquí que el tratamiento del exterminismo por parte de Thompson se centrara directamente en la guerra nuclear y no abordara directamente la otra tendencia exterminista emergente de la sociedad contemporánea: la crisis ecológica planetaria. Con todo, su perspectiva era profundamente socioecológica. Por ello, Foster sostiene que es necesario abordar estas tendencias exterministas duales: la crisis ecológica planetaria (que incluye no sólo el cambio climático, sino también el cruce de otros límites planetarios clave que definen la tierra como un hogar seguro para la humanidad), y la creciente amenaza de confrontación nuclear global. Ello implica una elección entre el exterminismo y el imperativo ecológico humano, ya que “el agente causal de las dos crisis existenciales globales que ahora amenazan a la especie humana es el capitalismo y su búsqueda irracional de una acumulación de capital y un poder imperial exponencialmente crecientes en un entorno global limitado.” (Foster, 2022).
El exterminismo por abandono
Al considerar la desactivación exterminista del excedentariado, es decir, su drástica exclusión o reducción como una supuesta vía para aliviar las tendencias implosivas que amenazan un sistema en proceso de colapso estructural, es conveniente tener en cuenta una mínima taxonomía del exterminismo.
Desde nuestro punto de vista, se puede diferenciar entre un exterminismo por abandono y un exterminismo por aniquilación. El primero se enfoca en dejar morir, ya de manera pasiva como activa, mientras que el segundo se centra en matar masivamente. En ambos casos existe una intención deliberada, con mayor o menor grado de planificación, vinculada a una respuesta expeditiva del capitalismo para protegerse de los efectos del colapso causado por su propia lógica de funcionamiento. Que estas prácticas sean implementadas por regímenes más totalitarios o más formalmente democráticos es irrelevante, ya que responden a políticas reactivas de élites sistémicas globales (económicas, políticas y culturales), proyectadas a través de sus extensiones locales. Estas élites, depositarias últimas del poder real, operan por detrás de siglas, estadistas y gobiernos, o aprovechando los recursos e influencia facilitados por determinadas estructuras intergubernamentales y transnacionales, o por grupos de presión más o menos opacos.
Asimismo, se puede distinguir entre un exterminismo simbólico y un exterminismo físico, aunque ambos estén interconectados. El exterminismo simbólico, que suele preceder al físico, se manifiesta a través de actitudes, discursos o políticas que buscan la estigmatización, ostracismo, marginación o eliminación de un grupo social, cultural o étnico, de manera metafórica o figurativa. Esto puede incluir la discriminación verbal, la persecución cultural o la representación negativa en medios de comunicación, arte y redes sociales, así como la promoción de estereotipos negativos y la perpetuación de la discriminación mediante leyes o políticas institucionales de segregación. Por otro lado, el exterminismo físico implica acciones concretas y físicas destinadas a eliminar o exterminar directamente a extensos grupos humanos. Esto abarca genocidios, limpiezas étnicas y cualquier forma de violencia física sistemática dirigida a la aniquilación del grupo en cuestión, con consecuencias humanitarias catastróficas. En ambos casos, se trata de formas extremas de intolerancia y violencia que tienen repercusiones devastadoras para las sociedades afectadas. Con el añadido de que todo etnocidio constituye también un ecocidio y viceversa.
El sociólogo mexicano Luís Herrera Robles (2010) ha analizado el abandono como un rasgo central y característico de las sociedades globalizadas contemporáneas. A su juicio, el abandono implica una política de desgobierno planificado, ligada a la vigilancia anticipada, que incentiva la pobreza, la frustración, la desmoralización, la ansiedad, la violencia, la decepción, la desconexión y el desamparo de enormes masas de población en todo el mundo, que son víctimas del hambre, de la miseria o de las dificultades crónicas económicas, ecológicas y sociales. De modo que abordar desde la perspectiva del abandono la problemática de una población desechable o sobrante implica comprender cómo el sistema capitalista trata a aquellos que considera excedentes, superfluos o no rentables. En principio, el exterminismo por abandono tiene una vertiente tanto simbólica como física, mientras que en el caso del exterminismo por aniquilación es prioritaria la vertiente puramente física.
El abandono pasivo ejercido desde el poder sistémico es sinónimo de desatención, descuido, dejadez, desidia y desinterés metódicamente ejercitado. Ello se concreta en la negligencia institucional, por la cual el gobierno y las instituciones no toman medidas efectivas para abordar las necesidades de las comunidades marginadas. También se traduce en una desinversión en infraestructuras y servicios básicos, como transporte, educación, agua potable, saneamiento y salud, auténtica antesala de una marginación que asegura la exclusión y la pobreza. Finalmente se produce un acusado desinterés por la justicia social, obviando la necesidad de abordar las desigualdades sociales, o favoreciendo políticas y prácticas que benefician a las élites económicas en detrimento de los grupos marginados, que se entregan resignadamente a la desafección electoral, la deserción de su ciudadanía, las adicciones, las enfermedades mentales, el suicidio o la criminalidad. Se trata de dejar que los degradados se degraden más aún hasta que ni ellos mismos se respeten ni reconozcan. Quitarles todo suelo bajo los pies para que se hundan por sí mismos.
El ejemplo paradigmático de este tipo de abandono premeditado es la aplicación de la ideología del neoliberalismo, entendido como destructor de los modos de vida para imponer los intereses de las élites a las que sirve. No en vano, como ha señalado Rainer Mausfeld, el “neoliberalismo nunca quiso solventar los problemas del conjunto de la ciudadanía. Se trataba de redistribuir la propiedad desde la mayoría a unas minorías, de drenar dinero del sur al norte, de recolocar la parte que le correspondía al trabajo y al capital en el producto nacional de cada país inclinando la balanza a favor del capital.” (Mausfeld, 2022).
En cuanto al abandono activo, esté se sitúa a poca distancia del exterminismo por aniquilación, pues existe una especial determinación en provocar daño mediante acciones específicas. Sería el caso de aplicar políticas activas para contener, marginar o criminalizar a ciertos grupos de población, la eliminación de programas de bienestar social, la reducción brutal de servicios públicos o la la aplicación de desplazamientos forzosos. En algunas ocasiones, se puede observar un despojo activo de recursos de las comunidades objeto de agresión, mediante expropiación y desposesión de tierras o la privatización de recursos naturales. Todo ello podría ir acompañado de medidas para incrementar la vigilancia, el control, la represión y la violencia contra los movimientos sociales que luchan por los derechos de las colectividades. La reducción de poblaciones enteras a un régimen de cuasiesclavitud, apartheid o internamiento penitenciario (campos, centros, áreas), constituiría el grado mayor de dureza del abandono activo.
Dentro del abandono activo, es crucial resaltar el triple enfoque represivo – legislativo, policial y bélico – dirigido hacia la población considerada excedentaria, lo cual conduce a una securitización generalizada de la vida cotidiana. El enfoque legislativo se centra en una legislación punitiva con medidas de «mano dura» y políticas de «tolerancia cero», así como en la privatización de la seguridad, lo que dificulta la rendición de cuentas y fomenta el uso excesivo de la violencia contra las poblaciones. Además, se suma la criminalización de la pobreza y el descenso social mediante leyes que penalizan la mendicidad, el trabajo informal o la ocupación de espacios públicos, exacerbando la marginalización de la población desechable.
En cuanto al enfoque policial, implica utilizar los cuerpos policiales como herramientas de control social, a menudo mediante tácticas agresivas y abusivas, así como el perfilamiento racial y social que afecta a las comunidades de bajos ingresos y minorías étnicas, perpetuando la estigmatización y la discriminación. Además, incluye la represión de los movimientos sociales como medio para perseguir la disidencia, empleando tácticas como la vigilancia abusiva, la detención arbitraria, la violencia física y la prohibición de protestas legítimas.
Por último, el enfoque bélico implica la militarización de zonas marginadas, abordando los problemas sociales como conflictos armados y tratando los disturbios como amenazas militares. Esto conduce a que las protestas y manifestaciones sean consideradas amenazas a la seguridad nacional, justificando respuestas militares en lugar de soluciones políticas o sociales. Además, conlleva el uso por el Estado de una violencia sistematizada, concebida como herramienta para infundir miedo y sumisión en las comunidades a través de operaciones militares, ejecuciones extrajudiciales o desapariciones forzadas.
Un ejemplo elocuente del abandono activo es la dinámica de expulsiones en el capitalismo global, analizada por Saskia Sassen (2015). Según Sassen, las expulsiones son inherentes al funcionamiento del sistema económico, no simples fallos, sino resultados previsibles de su lógica interna. Los brutales mecanismos que articulan dichas expulsiones operan en cuatro áreas principales: la tierra, el trabajo, el dinero y el medio ambiente. Para Sassen, las políticas de austeridad y la concentración de riqueza exacerban la vulnerabilidad, invisibilidad y exclusión social, especialmente en el Sur global. En última instancia, las expulsiones reflejan un problema fundamental: las “formaciones predatorias” del capitalismo contemporáneo, entendidas como estructuras y dinámicas emergentes en la economía global que facilitan la explotación y la extracción de recursos, humanos y naturales, en beneficio de intereses corporativos y financieros. Estas formaciones predatorias se caracterizan por su capacidad para aprovechar las desigualdades y las vulnerabilidades de las personas y los países, exacerbando la concentración de riqueza y poder, y propiciando que muchos individuos y lugares terminan siendo literalmente expulsados de la economía.
El exterminismo por aniquilación
La aniquilación en términos sociales no admite demasiadas matizaciones, pues se refiere a la eliminación sistemática y total de un grupo social, cultural o étnico. También puede describir la erradicación de ideas, culturas, o formas de vida a través de políticas de asimilación, colonización, o globalización agresiva. Por lo tanto, la aniquilación implica no solo la eliminación física, sino también la extinción de identidad, cultura, o estructura, dependiendo del contexto. Es un término que denota una acción final y completa, con un impacto profundo y generalmente irreversible. Supone destrucción total y eliminación definitiva, ya sea en el ámbito físico, cultural, emocional o social. Es, pues, sinónimo de etnocidio, genocidio y biocidio.
El exterminismo por aniquilación eleva el exterminio a su máxima potencia. Los contundentes sinónimos de “limpieza”, “barrido”, “borrado”, “purificación”, “saneamiento”, “erradicación”, “purga” o “extirpación” dan cuenta del alcance devastador de la acción exterminista. Para atender a sus implicaciones y aplicaciones en el caso del exterminio del excedentariado, pueden ser de utilidad las reflexiones sobre el necroliberalismo y el brutalismo desarrolladas por Achille Mbembe (2011, 2022); sobre el Estado policial global, aportadas por William I. Robinson (2023); y sobre el carácter precursor del Holocausto nazi, analizado por Carl Amery (2002).
En cuanto al primero de ellos, el necroliberalismo, expresa la radicalización “anarcocapitalista” del neoliberalismo, que funciona como expresión de la necropolítica, que según Achille Mbembe (2011) se refiere a cómo el poder estatal y otras instancias capitalistas que tienden a fusionarse con él utilizan la gestión de la muerte y la violencia (necropoder) como herramientas para ejercer control y dominio sobre la población. Así que ese poder puede decidir qué vidas son consideradas dignas de ser vividas y cuáles son consideradas un “activo” de usar y tirar en el mercado. Esto puede manifestarse en la represión violenta, el genocidio, el terrorismo de Estado, los triajes y otros actos de violencia sistemática desde arriba hacia abajo.
En cuanto al brutalismo, se refiere a una categoría eminentemente política, entendida como una acción sobre elementos de todo tipo a los que hay que dar forma, si es preciso, por la fuerza. Es decir, un auténtico ejercicio de torsión y remodelado. Expresa la estrecha superposición del pensamiento económico, electrónico y biológico, pues el proyecto último del brutalismo es la transformación de la humanidad en materia y energía. Este proyecto está dominado por tres cuestiones centrales: el cálculo bajo su forma computacional, la economía bajo su forma neurobiológica y lo vivo sumido en un proceso de carbonización. El brutalismo es, en consecuencia, una forma de termopolítica, pues somete los cuerpos envilecidos, la energía y la vida a la combustión lenta (Mbembe, 2022).
El brutalismo sirve para “describir una época presa del pathos de la demolición y de la producción a escala planetaria de reservas de oscuridad y de desechos” (Mbembe, 2022). Mediante el brutalismo, el poder, como fuerza geomórfica, se constituye, se expresa, se reconfigura, actúa y se reproduce mediante la fracturación y la fisuración. También posee una dimensión molecular y química (tóxica,) aplicada tanto a recursos como a cuerpos. Demolición, agotamiento, eliminación, expulsión y evacuación describen, pues, rasgos del brutalismo que Mbembe utiliza para caracterizar una lógica de dominación marcada por su crueldad y falta de consideración por la vida humana y el planeta.
En cuanto al Estado policial global, debe vincularse a lo que Robinson (2023) denomina como la «pulsión mercantil de muerte,» que liga el excedente de capital, el excedente de mano de obra y el genocidio. Para este autor, se produce una coyuntura especialmente delicada para el capitalismo, que por un lado debe afrontar una gran crisis de sobreacumulación y estancamiento, a lo que debe sumarse un excedente en niveles extraordinarios en manos de unos pocos. Unido al acelerado empobrecimiento y desposeimiento de la mayoría, esto hace que a la clase capitalista transnacional le resulte cada vez más difícil encontrar nuevas salidas para sus enormes excedentes acumulados.
En suma, se produce una tensión mundial entre la necesidad económica que tienen las élites de mano de obra superexplotable para la acumulación militarizada y la necesidad política de neutralizar la rebelión real y potencial del excedente de humanidad. De modo que el genocidio necroliberal, mediante un Estado policial global donde confluyen los ejércitos clásicos con los pujantes ejércitos privados, está llamado a convertirse en una eficaz herramienta política para que el sistema pueda resolver represivamente la insostenible contradicción entre el excedente de capital y el excedente de humanidad.
Si bien es cierto que el necroliberalismo, el brutalismo y el Estado policial global pueden cobijar acciones de exterminismo por abandono, en el caso del carácter precursor del Holocausto nazi (Amery, 2002), esto sólo remite al exterminismo por aniquilación. En su ya clásica obra Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?: Hitler como precursor, Amery plantea una reflexión provocadora sobre el Holocausto y su relevancia para el presente y el futuro. Amery argumenta que Auschwitz no debe ser visto únicamente como un crimen histórico aislado, sino como una advertencia y una manifestación extrema de ciertas tendencias profundas en la civilización occidental moderna. Este sería el caso de la racionalidad instrumental, que al priorizar la eficiencia y la utilidad por encima de los valores humanos, puede llevar a la deshumanización y justificar atrocidades en nombre del progreso, como así sucedió con el nazismo.
Amery advierte que Hitler no fue una anomalía, sino un producto de tendencias y condiciones más profundas dentro de la civilización occidental. Es más, argumenta que las condiciones que permitieron Auschwitz no han desaparecido y podrían manifestarse de nuevo bajo diferentes formas si no se reconocen y se abordan las causas profundas. La tecnificación y la burocratización sin control ético, junto a las ideologías de progreso, eficiencia y control, llevadas al extremo, continúan siendo peligrosas, pues pueden justificar todo tipo de atrocidades contra la humanidad en nombre de objetivos superiores.
Como ha señalado acertadamente Casal Lodeiro (2022), basándose en la obra de Amery, a partir del momento en que las dinámicas expansivas de la civilización industrial capitalista topan con sus límites, un escenario nada descartable sería intentar mantener el crecimiento privando de sus recursos a otros países (genocidio, o solución hitleriana), continuando con la saturación de los sumideros planetarios (ecocidio), que en última instancia llevará a la muerte de todo, al omnicidio.
El capitalismo no parece dispuesto a renunciar a su propia lógica, pues muy probablemente sea incapaz de hacerlo, ya que las fuerzas arquetípicas que lo animan alimentan sin cesar su hybris, su desmesura y su hambre de más beneficios (Hernández, 2024), aun a costa de precipitarlo al vacío. En ese sentido, el carácter sociopático y caníbal que define al capitalismo crepuscular encuentra en el excedentariado el ámbito social de sacrificio preferente para intentar una salvación desesperada, a todas luces vana y autodestructiva.
Bibliografía
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