Durante la dictadura se emplearon numerosos métodos de aniquilamiento físico y destrucción sicológica de opositores, entre ellos el envenenamiento con armas químicas, prohibidas por la ONU. Eugenio Berríos, químico de la Dina, conocía ese engranaje para matar, pero fue ultimado por la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine) en Uruguay. Su cuerpo apareció en abril […]
Durante la dictadura se emplearon numerosos métodos de aniquilamiento físico y destrucción sicológica de opositores, entre ellos el envenenamiento con armas químicas, prohibidas por la ONU.
Eugenio Berríos, químico de la Dina, conocía ese engranaje para matar, pero fue ultimado por la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine) en Uruguay. Su cuerpo apareció en abril de 1995. El agente de la Dina, Michael Townley, también sabe demasiado y vive en Estados Unidos, país que no ha concedido la extradición por los crímenes en los cuales participó.
Ahora se conoció otro eslabón. El ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Alejandro Madrid, condenó a los militares Eduardo Arriagada Rehren y Sergio Rosende Ollarzú, a 20 años de cárcel en calidad de autores de homicidio calificado de los reos comunes Víctor Hugo Corvalán Castillo y Héctor Walter Pacheco Díaz, y en grado de frustrado de los ex presos políticos Guillermo Rodríguez Morales, Ricardo Aguilera Morales, Elizardo Aguilera Morales, Adalberto Muñoz Jara y Rafael Garrido Ceballos. Además, Joaquín Larraín Gana, Jaime Fuenzalida Bravo y Ronald Bennett Ramírez deberán pagar 10 años y un día de presidio si se ratifica el fallo del ministro Madrid.
Todo comenzó el 7 de diciembre de 1981 en la galería Nº 2 de la ex Cárcel Pública. Ocho reos presentaron síntomas de una enfermedad gastrointestinal. Las condiciones sanitarias en esa prisión eran deplorables. «Desde la galería superior chorreaban aguas servidas», recordó Ricardo Aguilera a Punto Final .
Elizardo Aguilera fue el primero en sufrir vómitos y diarreas. Continuaron el día siguiente. Luego perdió el habla, tuvo doble visión y parálisis del cuerpo. Sin perjuicio de su gravedad «no fueron atendidos ni en la enfermería del penal, ni en la misma celda», señaló el juez Madrid en su dictamen. El responsable de la Cárcel Pública era el coronel Ronald Bennett.
El estado de salud de Elizardo Aguilera se agravó y comenzó el calvario de sus otros compañeros. El 9 de diciembre siete de ellos fueron llevados a la enfermería de la cárcel.
INYECTARON LA BACTERIA
EN LOS TOMATES
Los hermanos Aguilera habían llegado hacía pocos días, en prisión preventiva. «Yo todavía tenía las articulaciones de las rodillas reventadas, producto de los colgamientos en la Brigada Investigadora de Asaltos de la PDI», puntualizó Ricardo. Se encontraron en la celda con Guillermo Rodríguez, condenado a presidio perpetuo por un Consejo de Guerra.
A las 19:03 horas del 9 de diciembre los trasladaron al hospital de la ex Penitenciería. Se informó que el reo común Víctor Hugo Corvalán Castillo murió en el trayecto. Sin embargo, Ricardo sintió el golpe seco de la caída de su cuerpo desde la camilla de la enfermería de la ex Cárcel Pública. No volvió a escuchar sus quejidos ni movimientos y «minutos después fuimos trasladados».
El reo común Héctor Walter Pacheco Díaz, falleció el 10 de diciembre. Al día siguiente llegó un médico de la Cruz Roja Internacional. En el hospital penitenciario no entendían el cuadro clínico de los envenenados. Gendarmería decía «que habíamos ingerido pájaro verde(*). El profesional de la Cruz Roja dijo de inmediato que lo más probable es que fuera botulismo», añadió Ricardo. Elizardo sufrió un paro respiratorio. Lo reanimaron y enviaron a la Posta Central.
Guillermo Rodríguez, debido a su gravedad, fue enviado el 10 de diciembre al Hospital San Juan de Dios. Requirió ventilación mecánica e hizo una neumopatía aguda. Fue transferido al Hospital Clínico de la Universidad Católica. Le apareció una úlcera corneal en el ojo derecho. En abril de 1982 se le paralizaron las cuerdas vocales.
Adalberto Muñoz Jara recuerda que en la cárcel recibieron víveres. «Guillermo preparó el almuerzo, que consistió en carne, papas, tomates y una conserva de papayas. Recuerda que sobró ensalada de tomates y la compartieron con los cuatro reos comunes que se encontraban en la celda contigua».
Muñoz no se sintió mal el mismo día que sus compañeros, sino al siguiente. Coincidió con el día de visitas. Fue el único que las pudo recibir. Relató a su esposa lo que estaba sucediendo y le pidió que avisara a la Vicaría de la Solidaridad. «Alguien debe haber inyectado algo en los tomates, ya que ese fue el único alimento que se compartió con los reos comunes», aseguró.
Gendarmería revisaba todos los alimentos que ingresaban al penal. «Fue responsabilidad de ellos la demora en la atención médica», expuso Muñoz al tribunal.
LA TOXINA LLEGO A LA CANCILLERIA
Días antes un funcionario de Gendarmería, Juan Segura, a cargo de la calle 2 de la Cárcel Pública, aconsejó a Muñoz que no siguiera compartiendo con los otros reos de la celda. ‘Muñoz, cámbiese de carreta, no coma nada con ellos porque usted no tiene nada de político’, y me dijo que comiera solo». Cuando regresó a la calle 2 se percató que ya no estaba el funcionario Segura.
A pesar del pacto de silencio, el juez Madrid logró desentrañar la forma cómo producía armas químicas. El proceso se inició con una querella presentada por los hermanos Aguilera, a la cual adhirieron las otras víctimas y sus familiares. Expusieron que fueron «elegidos como conejillos de Indias para probar la efectividad de un agente tóxico empleado como arma química».
En la investigación por el asesinato del químico de la Dina Eugenio Berrios, un detective concurrió al Instituto de Salud Pública (ISP), entrevistó a numerosos funcionarios «entre los cuales estaba el químico farmacéutico Marcos Poduje Frugone, quien trabajaba en el departamento de liofilización», consigna el fallo. Poduje reveló que los coroneles Joaquín Larraín Gana, director entonces del Instituto de Salud Pública (ISP) y Jaime Fuenzalida Bravo, director y jefe de seguridad, colaboraron con la Dina y la CNI «para fabricar armas químicas en el complejo que el ejército tenía en Talagante», señalaba el fallo.
«En 1981, entre el 22 de julio y el 7 de agosto, el comandante Fuenzalida le telefoneó para que fuera a buscar un encargo a la Cancillería, que en la época estaba en La Moneda. Se le hizo firmar un documento y se le entregó un paquete pequeño (…) Al llegar al Instituto Bacteriológico (actual ISP), lo abrió y extrajo un tubo con la leyenda clostridium botulinum «. La guardó en un refrigerador por tratarse de una bacteria muy peligrosa, declaró.
El lunes siguiente llevó el tubo a la oficina del jefe del Departamento, Hernán Lobos, creyendo que él lo había solicitado. Sin embargo, Lobos desconocía el hecho, así que preguntó al coronel Joaquín Larraín. «El coronel se quedó con la toxina y nunca más supo qué pasó con ella», puntualizó. Meses más tarde Poduje hizo el cuadro: la relacionó «leyendo la prensa, con la intoxicación de unos militantes del MIR», expresó Poduje.
LABORATORIO SECRETO
En tanto, el coronel Larraín confesó a la PDI que entregó la toxina clostridium botulinum a pedido de Arriagada. Agregó que como las cepas no existían en el ISP, se solicitaron «a Brasil a uno de los tres institutos que se encontraban en la ciudad de Sao Paulo, al parecer, uno de nombre Butantan (…) Dichas cepas no es posible encargarlas de forma particular, es necesario hacerlo por medio de un organismo como el Instituto Bacteriológico», detalló.
Poduje explicó que se refaccionó un viejo liofilizador por orden de Larraín. «Lo arreglaron y después lo llevaron a la Vicaría de Carabineros, una iglesia ubicada en calle San Isidro, y dejaron el aparato detrás del altar».
Por su parte, Jaime Fuenzalida Bravo, dijo que en esa fecha existía un laboratorio de investigación a cargo de Arrriagada.
La PDI interrogó a la suboficial (r) Kathya Estela Medina Hidalgo, quien perteneció al Batallón de Inteligencia y confirmó la hipótesis de un laboratorio químico secreto del ejército. Declaró que fue creado en 1980 para producir bacterias y agentes patógenos letales, «a cargo del médico cirujano del ejército, general (r) Eduardo Arriagada Rehren (…) Hablaban de bacterias. El laboratorio estuvo en calle Carmen, en una casa militar antigua», precisó. El laboratorio se encontraba cerca de la Alameda, en la Vicaría Castrense.
Siempre cambiaban de lugar al laboratorio. Después se enteró que se encontraba en la localidad de Nos, dentro de la Escuela de Inteligencia. Trabajaba con un suboficial y una secretaria empleada civil. En 1998 supo que se encontraba en otro un lugar, manifestó Medina.
El coronel (r) del escalafón de veterinarios Sergio Rosende Ollarzú, señaló que en 1977, aproximadamente, cuando «estaban malas las relaciones con Argentina, lo llamó a su oficina el responsable de la jefatura veterinaria, Eugenio Tastets Solís, quien le presentó al médico de sanidad doctor Eduardo Arriagada Rehren, donde se enteró que este último estaba a cargo de un proyecto de antídoto de ántrax», expresó a los investigadores.
Este proyecto duró hasta 1991 y por ese motivo lo visitaba periódicamente el doctor Arriagada en su laboratorio. Rosende supo que cuando comenzó el proyecto, en 1977, Arriagada ya trabajaba para el Servicio de Inteligencia. Elena Eugenia Díaz Durán, empleada civil del ejército, fue destinada al laboratorio en calle Carmen a la altura del 300. Su superior directo fue Arriagada, que era jefe administrativo del laboratorio, y Rosende trabajaba en él.
En la Vicaría Castrense el laboratorio estaba ubicado en el segundo piso. Consistía en una oficina administrativa, dos baños y una sala que se ocupada de living. «La entrada principal era controlada por guardia militar todo el día», precisó Díaz.
La función de Elena Díaz era administrativa: «Confeccionaba oficios y documentos varios como la orden del día; a veces por órdenes del doctor Rosende le ordenaban trabajar en los medios de cultivo, indicándole él mismo cómo debía realizar el procedimiento. Solamente le preparaba el agar que se dejaba en las placas, una especie de gelatina que una vez que se enfriaba, se esterilizaba y era dejada en el refrigerador». Respecto «a lo más delicado, había un tubo donde se mantenía el cultivo de ántrax y este siempre permanecía en un refrigerador. El único que lo manipulaba con implementos de seguridad era el doctor Rosende (…) Los cultivos sembrados se mantenían con calor de estufas por dos días, crecían en este ambiente, luego se dejaban en frascos o en las mismas placas y se guardaban en el refrigerador».
(*) Bebida alcohólica preparada en base a destilado de alcohol de quemar.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 874, 14 de abril 2017.