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La diplomacia preventiva y los sacerdotes imperiales

Fuentes: Cubarte

En 1998, la Universidad de Uppsala, en Suecia, otorgó su premio «Johan Skytte en Ciencias Políticas» al investigador norteamericano Alexander L. George, profesor emérito de la Universidad de Stanford, California. En la fundamentación del reconocimiento se expresaba que el profesor George había realizado importantes aportes al estudio del… «rol que pueden jugar los estados en […]

En 1998, la Universidad de Uppsala, en Suecia, otorgó su premio «Johan Skytte en Ciencias Políticas» al investigador norteamericano Alexander L. George, profesor emérito de la Universidad de Stanford, California. En la fundamentación del reconocimiento se expresaba que el profesor George había realizado importantes aportes al estudio del… «rol que pueden jugar los estados en la solución temprana de conflictos, sus posibilidades y limites, así como la importancia de un liderazgo en política internacional basado en el conocimiento, las argumentaciones razonadas y la responsabilidad, a la hora de tomar decisiones». De más está decir que tanto los académicos de Uppsala, como la obra del profesor George cuando mencionaban la palabra «liderazgo internacional» se referían exclusivamente al de Estados Unidos.

En la ceremonia de entrega del premio, celebrada en el Swedish Institute of International Affair, el profesor George pronunció unas palabras que fueron luego publicadas en la revista «Cooperation and Conflict» nº 34, de 1999, bajo el título » Strategies for Preventive Diplomacy and Conflict Resolution: Scholarship for Policy-making». Ha transcurrido una década desde que fueron publicadas, el mundo, y los propios Estados Unidos han cambiado, pero quien desee entender mejor cómo funciona el entramado de la política norteamericana, y cómo se lleva a cabo el trasvase de ideas y conceptos de las investigaciones sociales a la política del imperio, y viceversa, tiene en la argumentación del profesor George una oportunidad única, que no debe desperdiciar.

En el Antiguo Egipto la casta de los sacerdotes estaba formada por hombres instruidos en la escritura y otras ramas de las ciencias de la época. El saber acumulado en este grupo, celosamente mantenido en secreto, lejos del alcance del vulgo y de los propios Faraones, era la garantía de la estabilidad de un sistema despótico, pero eficiente. Comprometidos con la gobernabilidad más que con los gobernantes, los sacerdotes eran el verdadero poder tras el trono, capaces de garantizar la construcción de las pirámides y el cobro de los impuestos, la impartición de justicia, la marcha victoriosa de las guerras de conquista, y el indispensable equilibrio entre clases y estamentos sociales. Tan poderosos resultaron, y tan indispensables para la continuidad de un poder siempre amenazado por revueltas y golpes palaciegos, que llegaron a deponer y nombrar a los propios Faraones. De entonces data la tradición de los depositarios del saber al servicio del poder, de esos ojos y oídos del César permanentemente atentos a los ruidos subterráneos, eternos conjuradores de tormentas y crisis, que se adelantan con sus recomendaciones a los hechos de la realidad, y que, por ello, se les recompensa generosamente.

No tengo ninguna duda, leyendo las palabras del discurso de aceptación del premio del profesor George, que de haber nacido hace 3000 años en el Antiguo Egipto, bajo el reinado de Ramzes o Thutmosis, hubiese formado parte del selecto grupo de los sacerdotes del Faraón, de la misma manera que se adivina que, habiendo nacido en el Siglo XX, cumple las mismas funciones al servicio del imperialismo de su país.

La filosofía política que yace tras las aparentemente sobrias y académicas palabras y conceptos del profesor George forman parte de la cosmovisión geoestratégica de los sacerdotes postmodernos interesados, como sus predecesores egipcios, en asegurar a cualquier precio el dominio y la hegemonía norteamericana sobre el resto del mundo. Sus recomendaciones, basadas en estudios exhaustivos, con el análisis de un sinnúmero de datos extraídos de la realidad y de casos concretos de la política internacional, fallan por un vicio de origen: el del prisma a través del cual se leen estos mismos datos, de la unilateralidad que concede a los Estados Unidos, y un poco también a Occidente, la misión divina de poner orden en el resto del mundo, no por imperativos de la moral o la justicia, sino de la gobernabilidad. Estamos en presencia de una exegética, de una teleología imperial a la cual se subordina la ciencia, y no mediante el burdo expediente de la manipulación de la realidad, sino de la lectura tendenciosa de sus datos, lo que, al final, termina siendo casi lo mismo. El profesor George es, en consecuencia, el típico exegeta del poder constituido, el leal conjurador de tormentas en el horizonte de un imperio, que para entonces, hace diez años, y de la mano del clan neoconservador, se aprestaba a lanzarse a la aventura expansionista que tuvo en el 11 de septiembre del 2001 su pretexto, y en las guerras de Afganistán e Irak sus expresiones.

En sus palabras, el profesor George partía de reconocer que el saber acumulado para la solución de conflictos internacionales durante la Guerra Fría, resultaba inoperante para enfrentar actualmente esos mismos retos, más caracterizados por choques en el interior de los estados, que por choques entre los estados. Debido a ello, tanto los políticos encargados de tomar decisiones, como los propios investigadores enfrentaban el desafío de involucrarse en los mismos antes de que desembocaran en conflictos violentos, de incalculables consecuencias. Las variables a tener en cuenta, en las actuales condiciones, eran las alertas tempranas y las respuestas efectivas, y a tiempo. Obsérvese que en el análisis académico y aparentemente irreprochable del profesor George no quedaba espacio para ningún cuestionamiento acerca de la legitimidad de semejante involucramiento, ni de lo lesivo que podría ser llevarlo a cabo, desde las posiciones hegemónicas de una superpotencia imperialista, como era y siguen siendo los Estados Unidos. Por supuesto que en las páginas de su discurso no se mencionan, ni una sola vez, conceptos esenciales para la paz y el orden mundial como son la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos.

Lo que el profesor George llama, mediante un delicado eufemismo, «diplomacia preventiva», nos trae a la mente un concepto que puso de moda la catastrófica administración neoconservadora de George W. Bush: el de las «guerras preventivas». No puede ser de otra manera, se trata de caras de la misma moneda, una, destinada a aparentar apego a la legalidad internacional, supuestamente de vocación pacífica y partidaria del diálogo; la otra, abiertamente belicista y agresiva, poseedora del derecho a atacar naciones sin previo aviso, solo por considerarse amenazada por ellas, no importa si de manera real o ficticia. Sin dudas, ambos George, cada uno por su lado, y de manera coordinada, simbolizaron una época de garrotes y zanahorias al por mayor.

La «diplomacia preventiva» se consideraba, de creer el discurso aludido, como la plataforma idónea para el despliegue de herramientas de política internacional, tales como la mediación, el establecimiento y la preservación de la paz, las medidas para crear o restablecer la confianza entre las partes en conflicto, y el llamado «Carril dos». Nadie piense que se trata de una enumeración banal, sino de temas de estudio concretos de respetables entidades académicas norteamericanas, a las que un agradecido profesor George no pudo menos que mencionar: la llamada Carnegie Comisión on Preventing Deadly Conflict, y el Committee on International Conflict Resolution, de la National Academy of Sciences, de Washington. No se necesita mucha imaginación para ubicar a tales entidades como componentes ilustrados del colegio sacerdotal del imperio, encargadas de alumbrar sus caminos de conquista y evitarles amargos y costosos errores, o lo que es lo mismo, exponentes de cómo las ciencias pueden ponerse al servicio de causas espúreas.

Porque, de por si, no habría objeción alguna para que instituciones como las mencionadas e investigadores, como el profesor George, se dediquen a indagar cómo evitar guerras y conflictos y mantener la paz en el mundo, solo que eso no es ético hacerlo solo teniendo en cuenta los intereses del imperio, y silenciando el derecho de los pueblos agredidos y las verdaderas causas y consecuencias de las agresiones. Así, remitiéndose a uno de sus de estudios de 1997, realizado en unión de Jane Holm, el emérito profesor de Stanford concluye en lo que a primera vista podría parecer un llamado justo, y que si se analiza detenidamente, no lo es. «El problema no consiste en que los gobiernos no tengan información a tiempo de los conflictos-afirma- sino en que no actúan». Ya sabemos a qué cotas de delirio llevó el afán de actuación unilateral del gobierno de Bush y cuáles fueron sus consecuencias. Vale la pena también recordar que este llamado a la acción, o lo que es lo mismo, a las intervenciones imperialistas en los «oscuros rincones del planeta» agitados por conflictos, se hacía en el mismo año en que se daba a conocer el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano, ese programa de reconquista contrarrevolucionaria de los neoconservadores que llevarían al poder a George W. Bush, y que se basaba, precisamente, en empujar al país hacia guerras e intervenciones militares infinitas.

Donde se transparentan las verdaderas intenciones de un discurso y una concepción como la del profesor George es en su enumeración de aquellas oportunidades de impedir conflictos mayores que fueron correctamente asumidas, o sea, donde su concepción de la «diplomacia preventiva» fue correctamente aplicada y concluyó con éxito, desde el punto de vista imperial. Nadie piense que fueron mencionados conflictos de larga data y explosivo carácter, como el diferendo Cuba-Estados Unidos, el conflicto colombiano o el israelo-palestino. La lista es desvergonzadamente unilateral y elocuente: «… Macedonia, el conflicto entre Estonia y Rusia, entre esta última y Ucrania, y con Corea del Norte, alrededor del tema nuclear…» La razón de tales éxitos, y la recomendación que en consecuencia se formula, es que se debe amenazar a las partes de un conflicto que se quiera evitar, o al menos a una de ellas, «con suficiente credibilidad y mostrando suficiente potencia». No creo que merezca la pena explicar a qué se refería el seráfico profesor George cuando formulaba tales recomendaciones: el millón de muertos en Irak, en apenas seis años de guerra e intervención militar estadounidense, me revelan de ese esfuerzo.

Para terminar su discurso de aceptación del premio concedido por la benemérita universidad sueca de Uppsala, el profesor George esgrimió argumentos para defender la aplicación de lo que llamó «sanciones económicas», algo que a los cubanos nos toca de cerca, tras casi cincuenta años de bloqueo. Lejos de objetar este enfoque ilegal y frecuentemente inmoral, causante de sufrimientos a los pueblos, se adelantaba que la Carnegie Comisión publicaría en breve un estudio de otro sacerdote imperial, John Stremlau, donde se hacían recomendaciones «para elevar la eficacia de la política de sanciones económicas que aplican los Estados Unidos».

Ha pasado una década desde que estas palabras fueron pronunciadas. Imaginamos que alguien como el profesor George, a juzgar por sus concepciones, debió jugar un importante rol en la fundamentación de las políticas aplicadas por la administración Bush, dentro del esquema geopolítico neoconservador. Lo asombroso es que en la nueva administración de Barack Obama se escuchan conceptos similares, solo que ahora convoyados con el último «abrete sésamo» imperial: las teorías del poder suave e inteligente, a las que vienen también, como anillo al dedo, estos pseudocientíficos enfoques de la «diplomacia preventiva».

Ya lo alerté, desde el inicio: los faraones pasan, la casta sacerdotal permanece, y con ella, los más profundos intereses del sistema.