La información golpeó fuerte y provocó gran impacto en la conciencia colectiva: la pobreza tuvo el mayor descenso en 12 años, cayendo del 18,7% al 13,7%, indicando, entre otras cosas, el éxito del crecimiento económico y de las políticas sociales. Fue como cuando en las fiestas ponen la música correcta y todos salen a bailar […]
La información golpeó fuerte y provocó gran impacto en la conciencia colectiva: la pobreza tuvo el mayor descenso en 12 años, cayendo del 18,7% al 13,7%, indicando, entre otras cosas, el éxito del crecimiento económico y de las políticas sociales.
Fue como cuando en las fiestas ponen la música correcta y todos salen a bailar moviendo sus cuerpos con desparpajo, erotismo y desenfreno emocional. Sin embargo, y sin querer interrumpir la fiesta ni frenar el éxtasis festivo y alegre que a todos nos gusta cuando la estamos pasando bien, creo que hay algunas pequeñas observaciones que nos deberían llevar a bajar un tanto los decibeles y el griterío, por más justificado que sea, pues en el barrio hay algunos que deben levantarse muy temprano para hacer largas y tediosas colas en los paraderos, con frío y mucha frustración, pues no van a una fiesta sino a trabajar lejos, en jornadas estresantes y con remuneraciones escalofriantemente insuficientes. El problema es que esos pertenecen a un sector del barrio muy grande -en realidad son el 80% de las casas- y aunque los indicadores sociales los considera ricos, saben muy bien que la vida no es color de rosa para ellos y que se las tienen que arreglar mediocremente, mal y muy mal para vivir.
Nada grave, pero los números, por muy fríos que sean, igual dejan cierta sensación de incomodidad y sorpresa. Tampoco es muy difícil descubrir cómo llegan a esas conclusiones y, por lo mismo, tampoco es muy difícil sorprenderse y hasta indignarse con el desparpajo con que celebran estos resultados.
En primer lugar, nos deberían sorprender tales resultados en un contexto de enorme desigualdad. Entiendo que los especialistas me van a decir que es posible reducir la pobreza a pesar de la desigualdad creciente. Este argumento es correcto y más aún cuando vemos el método para contar a los pobres que utilizan los pobretólogos, es decir, los que saben de pobreza, no por haber sido pobres o serlo todavía, sino porque son grandes e instruidos especialistas en contar pobres y saber cómo abandonar dicha condición. No es por nada, pero el sentido común nos obliga a establecer un vínculo entre creciente y gigantescas desigualdades y más graves condiciones de pobreza. Por otra parte y desde el punto de vista teórico-económico, no es posible mejorar significativamente a unos pocos sin desmejorar a otros, más aún cuando los recursos no son ilimitados y cuando los países son pobres. Desde un punto de vista político, cuando las democracias no funcionan bien y los pobres no tienen representación política, estos aumentan en número y capturan crecientemente menos parte de la riqueza. Todo esto es obvio pero no para los especialistas en pobreza -los pobretólogos.
Necesariamente, y por donde se le mire, la mayor desigualdad tiene que estar asociada a mayor pobreza, aunque los modelos matemáticos puedan decir lo contrario y los sofisticados cálculos de los especialistas pretendan demostrarnos que un Olmo puede dar peras. Más aún cuando la desigualdad es tan aguda. Según el Banco Mundial, Chile es uno de los países más desiguales del planeta. De acuerdo con los Indicadores de Desarrollo Mundial 2005 del Banco Mundial, entre 124 naciones, Chile ocupaba el lugar decimosegundo entre los países más desiguales del mundo, compartiendo posiciones con Namibia y por debajo de países más pobres como Zimbabwe, Bolivia, Zambia, Nigeria y Malawi. Es más, en esta materia Chile está muy lejos de acercase medianamente a la situación de países que muchas veces constituyen un referente para nuestra elite política y empresarial, los países desarrollados, quienes muestran diferencias entre el segmento de mayores ingresos y el más pobre muy por debajo de los que exhibe nuestro país, que llega a más de 40 veces.
Ciertamente, dada la debilidad política de los pobres y que el crecimiento económico de los últimos años no nos permite hablar de un gran salto en riqueza para permitir más recursos disponibles y reducir pobreza sin reducir desigualdad, muy probablemente las condiciones del 2005 sean hoy más agudas.
La única manera de que crezca la desigualdad y se reduzca la pobreza -dada nuestra realidad económica- es que el método sea muy pero muy limitado y deje afuera de los pobres a quienes nadie podría calificar sino como pobres y mucho menos aún de ricos. Es allí donde esta la madre del cordero. Es muy sencillo y elemental pues el método consiste en lo que se llama la línea de pobreza, la que hoy es 47.009 pesos mensuales en las zonas urbanas. Esto quiere decir que si una persona dispone mensualmente de 47.500 pesos mensuales, pues que sea feliz ya que no es pobre. Lo más grave es que la línea de pobreza es todavía más baja en las zonas rurales.
Queda claro entonces cual es la política más eficaz para reducir la pobreza. A mi juicio, es una de las más fáciles y menos costosas de todas las políticas públicas: contratar a un especialista en pobreza que sepa muy bien cómo justificar teóricamente una línea de pobreza tan ridículamente baja que no quede nadie abajo o el menor número posible. Así las cosas, igual hay una segunda lectura menos complaciente de estos indicadores que regocijan al Gobierno, puesto que, a mi juicio, con la forma en que cuentan a los pobres -número de personas que no tienen 47 mil pesos mensuales- no deja de ser sorprendente que todavía haya pobres en Chile. Si todavía hay gente que no tiene esa cifra, para mi es un indicador del fracaso del modelo económico y de las políticas públicas para reducir la pobreza.
De esta manera entonces, es muy fácil sostener teóricamente y en la práctica la posibilidad de reducir pobreza y aumentar la desigualdad. Nada más fácil para los especialistas que por menos de un millón de pesos mensuales como salario no estarían dispuestos a trabajar en implementar tales políticas de reducción de pobreza. Pero, un mínimo de seriedad científica no obliga a mirar la realidad con mayor honestidad y menos aprovechamiento político-comercial-electoral. Lo cierto es que, de acuerdo con datos del Servicio de Impuestos Internos para el 2003, el 98% de los chilenos no supera los 890 mil pesos mensuales como ingreso o salario. Por otra parte, de acuerdo a la Revista Capital, sobre la base de la información del Censo 2002, el 90% de los habitantes de la Región Metropolitana vive en hogares cuyo ingreso familiar no es superior a los 880 mil pesos mensuales. Téngase presente que en Santiago vive cerca del 40% de los chilenos. El diario Estrategia, el 2005, sostiene que de acuerdo a la encuesta Casen anterior, sólo un 16% tenía un ingreso familiar de 820 mil pesos mensuales hacia arriba.
Las cifras anteriores son escalofriantes pues si consideramos que una persona no puede satisfacer en un mínimo aceptable sus necesidades a menos que disponga de unos 130 mil pesos mensuales, lo cual ya es bastante precario, y si por hogar hay unas 4 personas, entonces la conclusión es que aquellos que se las arreglan mal y muy mal para enfrentar sus necesidades supera largamente el 13,7% y se empina en torno al 80% de los chilenos.
Como nos lo decía un profesor de estadística en la Universidad de Chile: las cifras se pueden torturar hasta que confiesen.