Para la UNESCO, la educación es un bien público y un derecho humano del que nadie puede estar excluido. Concebir la educación como derecho y no como un mero servicio o una mercancía, exige un rol garante del Estado para asegurar una educación obligatoria y gratuita a todos los ciudadanos porque los derechos no se […]
Para la UNESCO, la educación es un bien público y un derecho humano del que nadie puede estar excluido. Concebir la educación como derecho y no como un mero servicio o una mercancía, exige un rol garante del Estado para asegurar una educación obligatoria y gratuita a todos los ciudadanos porque los derechos no se compran ni se transan.
Declaración de la oficina regional de la UNESCO para América Latina, 19 de junio de 2008
La Educación Superior como un bien público y una estrategia imperativa para todos los niveles de educación y fundamento de la investigación, la innovación y la creatividad debe ser un tema de responsabilidad y apoyo económico para todos los gobiernos. De acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos «La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos» (Artículo 26, Parágrafo 1º).
Conferencia Mundial de Educación Superior de la UNESCO, París, Julio de 2009
La raíz del actual conflicto en el ámbito de la educación superior no está, ni mucho menos, en la defensa de intereses corporativos por parte de quienes trabajan en las universidades públicas, sino en el contumaz empeño del gobierno por desconocer que ella, tanto por su decisiva importancia para el desarrollo del país como para una plena y provechosa integración de sus habitantes a la vida social, no constituye un bien transable solo en virtud de los intereses particulares de oferentes y demandantes, es decir, no es una simple mercancía, sino que representa, simultáneamente, una necesidad social y un derecho individual, lo que le confiere el carácter de un bien público que el Estado tiene la obligación de proveer. En cambio, l o que el gobierno pretende con las medidas que ha anunciado, es mantener y profundizar un modelo educativo completamente fracasado y que se ha evidenciado extremadamente nefasto para el país.
En el marco de la imposición de las políticas neoliberales bajo la dictadura, y como un componente de ellas -políticas que fueron asumidas también por los sucesivos gobiernos de la Concertación-, en los últimos treinta años se ha ido abriendo paso a un modelo educativo privatizador que reduce progresivamente el rol del Estado para abrir este ámbito de actividad a agentes económicos privados que intervienen en él impulsados y orientados por el afán de lucro. Este afán privatizador se ha materializado con mucha mayor fuerza en el campo de la educación superior porque, aparentemente, resulta más fácil allí que el Estado se desentienda de su responsabilidad social, transfiriéndole la mayor parte del peso de su financiamiento a sus demandantes directos. Esto se justifica sosteniendo que la educación superior es un asunto de interés privado y que las instituciones que operan en ella tienen el deber de autofinanciarse.
Hitos importantes en la imposición de estas políticas fueron el establecimiento de un régimen de gobierno cuartelario en las universidades, bajo el mando discrecional de los «rectores-delegados», el desmembramiento de las dos grandes universidades nacionales del Estado -la Universidad de Chile y la Universidad Técnica del Estado- dando lugar a una proliferación de universidades de menor tamaño, la autorización para constituir sin demasiadas exigencias ni control nuevas universidades privadas y la progresiva reducción de los aportes del Estado a aquellas que permanecieron siendo públicas, obligándolas a transferir la mayor parte de sus costos a sus estudiantes. A ello se añade la privatización del Instituto Nacional de Capacitación (INACAP) y el impulso a la constitución bajo una lógica enteramente mercantil de los Institutos Profesionales (IP) y los Centros de Formación Técnica (CFT).
Este proceso de progresiva privatización de la educación superior se ha dado conjuntamente con uno de efectiva y fuerte ampliación de su cobertura, lo que suele ser exhibido como el principal logro de estas políticas. Sin embargo, dicha asociación es enteramente falaz toda vez que la expansión en la cobertura de la educación terciaria en las últimas décadas ha constituido un fenómeno mucho más general, que se ha dado con distintos ritmos en América Latina, abarcando simultáneamente países que cuentan con modelos educativos muy diversos. Según datos oficiales, la cobertura de la educación superior ha alcanzado este año en Chile a 42% de los jóvenes de 18 a 24 años, siendo el promedio de los países de la OCDE de un 65%. Por su parte, según datos publicados este año por la UNESCO, la cobertura en Cuba es de 87%, en Venezuela de 76% y en Argentina de 58%. Lo que en cambio sí constituye un sello distintivo del modelo, hasta el punto de representar una anomalía en el concierto internacional, es la altísima proporción en que las familias, incluso las más pobres, se ven obligadas a aportar a su financiamiento. Actualmente el gasto privado en educación superior alcanza a algo más de 1,5% del PIB en tanto que el gasto público apenas llega al 0,3% del PIB.
Aparte del problema de fondo, que es sin duda el del financiamiento, este conflicto involucra, sobre el propio ámbito educativo, al menos tres aspectos principales que se hallan estrechamente relacionados, sobre dos de los cuales se levantan, además, las principales líneas de defensa argumentativa de las actuales políticas de educación superior. El primer y más importante argumento gubernativo es el referido a la competencia como la vía apropiada para mejorar la calidad de las prácticas académicas y captar los recursos que éstas necesitan, trasladando con ello al plano de las prácticas educativas la lógica con que normalmente se opera en el ámbito de los negocios. Sin embargo, es necesario cerrar los ojos para no ver que existe un apreciable conflicto de intereses entre el logro de elevados estándares de excelencia en la formación profesional, lo que implica exigir altos niveles de rendimiento académicos de parte de los estudiantes, y las demandas de autofinanciamiento de las instituciones de educación superior, lo cual efectivamente lleva a competir por captarlos y retenerlos («fidelizar»), a como dé lugar, en calidad de «clientes» llamados a aportar los recursos necesarios.
Este conflicto de intereses se da en todos los ámbitos en que los criterios de racionalidad mercantil buscan imponerse sobre las consideraciones de bien público que debiesen guiar el curso de las acciones, dando origen a un sinnúmero de incentivos perversos que conspiran irremediablemente en contra de aquellas y frente a los cuales los reparos éticos suelen verse completamente sobrepasados. Es esto lo que hemos observado con frecuencia en estas últimas décadas en el ámbito de la construcción de viviendas sociales (recuérdese por ejemplo el caso de las casas COPEVA), de las obras públicas (por ejemplo el caso del derrumbe del puente sobre el rio Loncomilla) de las prestaciones de salud (los fraudes criminales en muchas intervenciones de cirugía plástica o de cesáreas que no se justifican) y también en el campo educativo, donde se crean y ofrecen sin ningún tipo de escrúpulos carreras que carecen de mercado laboral (como lo evidencia la actual saturación de las carreras de tiza y pizarrón o como fue también el caso de criminalística) o se ignoran los estándares mínimos de exigencia compatibles con una formación profesional.
Además, conjuntamente con el problema de la calidad se plantea el de la equidad. Una educación de calidad, lo mismo que una atención de salud de calidad, conlleva inevitablemente costos que quienes proceden de familias pobres no están en condiciones de solventar. Es por ello que, salvo que el sistema se orientase a atender exclusivamente a la elite que dispone de una elevada capacidad de pago, como ocurre con los colegios particulares pagados o con las clínicas privadas, ese financiamiento debe ser necesariamente aportado por el Estado, buscando hacer de ese modo efectivo el derecho de todos a acceder a dichos servicios. Pero, como ya se ha indicado, lo mismo que en la atención de salud destinada a los sectores más vulnerables, los recursos que el Estado actualmente aporta para garantizar estos derechos básicos de la población están muy lejos de permitir una cobertura que satisfaga los estándares de calidad requeridos.
Por su parte, las «ayudas» que el Ministro Lavín promete brindar a los estudiantes más pobres se dan en el marco de esa misma lógica mercantil y constituyen, en realidad, una suerte de presente griego para ellos. En efecto, lo que el ministro presenta demagógicamente como ayuda es simplemente el propósito de transformar a estos estudiantes en nuevos deudores del sistema bancario, condenándolos a cargar luego por largos años con una pesada mochila financiera. Se, por lo tanto, efectivamente de una ayuda, pero para los bancos, a objeto de que puedan ampliar su cartera de clientes con garantía estatal, y además para las instituciones de educación superior con fines de lucro, a objeto de que puedan contar con una demanda solvente que les torne rentable el negocio. Pero está muy lejos de representar una ayuda real para los estudiantes más pobres en cuyas apremiantes necesidades el ministro intenta escudarse. La verdadera ayuda que dichos estudiantes necesitan es la de poder acceder a la formación profesional que demandan, y a que tienen derecho, de manera gratuita, lo que sólo puede proporcionárselo un sistema de educación superior financiado en su mayor parte por el Estado.
En consecuencia, como lo ha evidenciado a lo largo de estos últimos 30 años, el modelo de Educación Superior existente en Chile no solo ha contribuido a deteriorar severamente la calidad de la educación terciaria, sino que, además, ha servido para reproducir y acentuar las inequidades sociales. Un modelo que, en ausencia de un Plan Nacional de Desarrollo que oriente su accionar, opera empujado exclusivamente por las señales del mercado y que por ello mismo se ha ido configurando como un espacio institucional fuertemente segmentado, con una gran heterogeneidad en cuanto al tipo de establecimientos y selectividad de la matrícula. En el plano de la investigación, que ha sido también una tarea tradicional de las universidades, sucede algo análogo. Si las universidades se ven en la necesidad de autofinanciar sus actividades, sólo pueden llevar a cabo el tipo de investigaciones que sea capaz de atraer una demanda de mercado suficientemente solvente, vale decir, aquella que las empresas, en función de sus propios intereses, necesiten y por las cuales estén dispuestas a pagar.
En este contexto se pasa usualmente por alto un tercer problema que es el referido a los procedimientos establecidos o permitidos para la generación de las autoridades y el gobierno de las universidades. Actualmente el sistema se halla sujeto a modalidades de generación y esquemas de gobierno completamente autoritarios, amparados por la ley, que imponen en su interior grados de discrecionalidad que son exactamente la antítesis de lo que la sociedad chilena necesita para avanzar hacia la construcción de una cultura democrática expresada en formas de convivencia basadas en el respeto de los derechos de todos, ideológicamente pluralistas y plenamente participativas. Esto, a su vez, está en consonancia con el sesgo marcadamente profesionalizante, acrítico y sumiso en que se desea enmarcar el proceso formativo, con la ausencia de un pensamiento crítico acorde tanto con el espíritu científico que debiese imperar al interior de las universidades como con su misión de constituirse también en un espacio de creación de ciudadanía. Desde esta perspectiva cabe preguntarse, por qué a personas que califican para participar en la elección de las autoridades políticas del país no se les reconoce el derecho de hacerlo en la elección de las autoridades universitarias y en la toma de decisiones que es propia de la vida interna de las universidades.
Todo lo anterior lleva a interrogarse por las causas de fondo que explican la tozudez exhibida por las autoridades frente a estos problemas. Y el problema de fondo, como ya lo hemos señalado, no es otro que la crónica y visceral reticencia del gran capital, que constituye el poder fáctico que actualmente gobierna sin contrapeso este país, a tener que meterse la mano al bolsillo para aportar por vía tributaria alguna contribución medianamente significativa a la solución de los problemas que estamos examinando. De allí que su obsesión por mantener un presupuesto público equilibrado lo lleve a demandar una minimización permanente del gasto público mediante la demanda, de factura aparentemente técnica, de focalización del mismo. Pero, para ser coherente, la focalización del gasto conlleva como contracara la desfocalización de las fuentes de ingresos presupuestarios, lo que se ha traducido, en definitiva, en un gran alivio de la carga tributaria para los más ricos. En rigor, para la mantención de un presupuesto equilibrado también es una solución técnicamente impecable el incremento de los ingresos. El Estado podría disponer entonces de recursos suficientes para atender en buena forma sus deberes en el ámbito de la educación y la salud si se decidiese, por ejemplo, a aplicar un verdadero royalty a la gran minería y a elevar la hoy tenue carga tributaria que grava los ingresos de los sectores más pudientes. ¡He ahí la madre del cordero!