«Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio». Eduardo Matte Pérez. ¿Qué es lo que debería sorprendernos del bochorno que hicieron pasar un grupo de transeúntes al ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, cuando pretendía […]
«Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio».
Eduardo Matte Pérez.
¿Qué es lo que debería sorprendernos del bochorno que hicieron pasar un grupo de transeúntes al ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, cuando pretendía simbólicamente disolver las asimetrías entre autoridad y ciudadanía, comiéndose un sándwich en pleno centro de Santiago? Es que, como se dice, el horno no está para bollos, y las tensiones desbordan la difusa frontera que antes hubo dibujada de forma regente entre los que gobiernan y los que son gobernados.
Las distancias son excesivas. Es un paseo a pie entre Los Dominicos y Estación Central. Es subir hasta lo más alto de Valparaíso por una escalera. Las costumbres -dicen las elites- son otras: la sensación respecto a los problemas del país también. Las torres con ventanales cristalinos y las oficinas climatizadas donde se discute de la alta política y los indicadores macroeconómicos (donde se cita hasta Marx y se festina con Gramsci), se contrastan con los carros de sopaipilla y los bares de mala muerte en que se pasan las penas del vivir cotidiano allá abajo o allá arriba (dependiendo de la urbe), muy lejos de la otra ciudad, del otro país.
Lo vocación diplomática, la deliberación parrhesiaca inspirada en la eklessia ateniense, la contemplación armoniosa o las discusiones eruditas susurrando citas rebuscadas de autores selectos, no caben en una población periférica. Pero esa vida no se la inventaron los pobres. No es la autopoiesis de su tragedia. No fueron ellos los que escogieron vivir en conventillos verticales, que se asemejan a los módulos de la penitenciaria. Eso les tocó y, a fin de cuentas, son los que menos se quejan si los comparamos con un empresario escandalizado por la reforma tributaria. Tal vez la encuesta de felicidad habría que aplicarla solo en el barrio alto: no sería extraño que hubiese quejas.
La naturalización de las desigualdades está agotada. Es el «cuento del tío» que prevaleció como narración institucional pero las metáforas tienen un límite: los eventos inscritos en el pavimento de la realidad, a causa de la erosión que provocan décadas de neoliberalismo. En una columna de opinión, y a propósito de las reformas, Mario Waissbluth arremete contra la irresponsabilidad de una legislación que disminuya las horas de trabajo, argumentando los efectos que tendrá para el crecimiento ¿qué esperamos después, que la tribuna popular los aplauda?
La riqueza del país la producimos entre todos, lo dice desde la Sofofa hasta la CUT, pero el plusvalor o excedente, que equivale prácticamente a la totalidad de la jornada laboral, se lo quedan unos pocos ¿es que en realidad se lo merecen? ¿Es que acaso la «naturaleza humana» los premió y en vez de arrancar la manzana del árbol para saciar el hambre, se apropiaron del manzanar y de los hambrientos? Hay que evaluar los impactos, indudablemente. Pero en los periodos de expansión económica la situación no mejora sustancialmente para los que pagan el costo de las contracciones. Siempre las consecuencias las absorben los más pobres ¿a quién queremos engañar?
Esta idea de que las reglas del crecimiento económico solo son comprensibles por expertos, a los que debemos confianza y obediencia, son los últimos suspiros de una tecnocracia decadente e ilegítima, que no conoce la pobreza del país más que por medio de números y gráficos. Mal que mal, así son formados en las escuelas de ingeniería. Aunque ni la exactitud de los números ni los significados que los doten de sentido, resisten los efectos extraargumentativos.
El mito de que somos una comunidad y nos debemos compromiso mutuo resistió la transición, pero se disuelve en la liquidez que caracteriza este momento. Además ¿a quién va a convencer una sentencia tan irrisoria de que es un error aumentar el porcentaje de cotización en las pensiones con cargo al empleador porque la economía está atravesando por una época de «vacas flacas», o que no se pueden incrementar los salarios porque ello traería desempleo? Solo si partimos del supuesto que las cosas no se pueden hacer de otro modo que no sea este ¿Y quién explica el motivo por el cual las Isapres aumentaron sus utilidades en un 54% respecto a 2015, cuando la economía está en crisis? 2,4% de ganancias y el resto disuelto en beneficios para los usuarios, nos dicen. Pero, aunque así fuera, 2,4% es mucho, es demasiado. Como sea, pensar la realidad social en números es engañoso, es peligroso.
Con justeza cabe la pregunta ¿es que el mercado, aquel lugar que sus apologistas han reivindicado desde lo metalingüístico, no puede pensarse a partir de otro horizonte de sentido que no sea el capitalismo? Lo cual implica modificar sus principios, sus reglas y sus procedimientos.
Por eso le lanzan monedas a un ministro. Porque las promesas se cumplen y, cuando no, se desatan las reacciones ¿qué es tan difícil de entender? Es mucho tiempo de circo y matinales. De docu-reality y teleseries cebolla. La vida está cara y las cosas no mejoran. Las ciudades se dividen en dos cada vez con mayor radicalidad. Ese populismo de mercado construido con disimulo por medio de inauditas autopistas no proviene de la izquierda, sino de los límites antagónicos que trazó la dictadura y los gobiernos posteriores se encargaron de remarcar. No había que tener un líder sino una trinchera urbana que significara progreso. El progreso no llegó y los LCD o los IPhone no subsanan el hacinamiento de las viviendas de 21 mts2 y del transporte público, como la tecnología no reemplaza las áreas verdes y las películas en HD la disponibilidad de servicios públicos o la conectividad con el centro urbano.
La acusada irracionalidad e irrespeto de los desaforados tiene sentido. Los medios con que cuentan son escasos ¿qué más queda que gritar cuando el descontento se acumula? La denigrada «chusma inconsciente» también existe, también tiene derecho a existir del modo en que lo decida. Cuestionar las formas es un llamado a qué ¿a exigirles capital cultural? ¿un diálogo adornado por el humo de un cappuccino en Providencia? La virtud del miedo que nos enseñaba Hobbes transgredió su primera barrera: la del temor al Príncipe. Pecar sin calcular el castigo de la divinidad.
Es que la elite insiste en interpretar el mundo desde su condición particular. Crear un diagrama de normalidad política tomando como punto de apoyo sus sofisticados rituales y sus léxicos. Eso ya no sirve, menos responsabilizar a la ciudadanía (al estilo de Garretón) por no ir a votar, afirmando que sus demandas sí fueron canalizadas en un programa de gobierno. La fractura es más profunda, no es reducible a la gratuidad en la educación o a la desafección entre sociedad civil y partidos políticos. La participación viste a la mona de seda, pero mona se queda.
Tiene razón Waissbluth en su advertencia. La sistematicidad económica es un gran cuadro de rompecabezas. Alterar una pieza provoca efectos en el conjunto. Pues que así sea. Y es que en buena hora Chile se está «kirchnerizando» (aunque a mí me gustase que se chavizara o se fidelizara), porque cualquier cosa es mejor ante el riesgo de «trumpearse».
http://m.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/04/10/la-elite-nauseabunda/