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Entrevista con el filósofo Jacques Rancière

«La emancipación pasa por una mirada del espectador que no sea la programada»

Fuentes: Público

Jacques Rancière es filósofo. Alejado de las arenas mediáticas y partidistas, desarrolla un trabajo profundamente original y de largo recorrido sobre la idea de emancipación, que pasa por la estética, la política, la educación o la historia. Su último libro publicado en castellano es El espectador emancipado (Ellago ediciones). Los libros de Jacques Rancière han […]

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Jacques Rancière es filósofo. Alejado de las arenas mediáticas y partidistas, desarrolla un trabajo profundamente original y de largo recorrido sobre la idea de emancipación, que pasa por la estética, la política, la educación o la historia. Su último libro publicado en castellano es El espectador emancipado (Ellago ediciones).

Los libros de Jacques Rancière han acicateado siempre a quienes querían pensar de otro modo el arte o la política. Pero ahora se percibe un silencio incómodo en torno a El espectador emancipado. Rancière toca ahí una llaga: la creencia en la desigualdad entre los que saben y los que no, entre los capaces y los incapaces, que atraviesa el arte político y el pensamiento crítico.

Desde Brecht a Debord, pasando por Artaud, Meyerhold o Piscator, detecta usted en el arte político una cierta denigración de la posición del espectador. ¿En qué consiste, en qué presupuestos se basa? Y por el contrario, ¿cuál sería su idea de un espectador emancipado?

Hay varios motivos que se mezclan. Por ejemplo, está la oposición marxista entre interpretar el mundo y transformarlo. Pero Brecht o Piscator son bien conscientes de que el marxismo también es una interpretación del mundo, que se preocupa por fundar la acción sobre esa interpretación. O está también la gran voluntad artística de comienzos del siglo XX: la de un arte que crea directamente formas de vida. Pero ésta no conlleva en sí misma una depreciación de la mirada, ni tampoco del espectador. Pensemos por ejemplo en el cine-ojo de Dziga Vertov. Por tanto, hay algo que se remonta más lejos en esta depreciación del espectador: hasta la denuncia platónica de la mímesis, la oposición entre el hombre de la caverna víctima de las apariencias y el sabio que contempla la verdad. Platón oponía a la pasividad del teatro el coro ciudadano, la ciudad en acto, cantando y danzando su propia unidad. La exigencia de abolición de la distancia espectadora, muy típica de los hombres de teatro militantes, y el pensamiento marxista de la ideología que sostiene su proyecto político, tienen en común ese fondo platónico no criticado. Frente a ello, no se trata de emancipar al espectador, sino de reconocer su actividad de interpretación activa. De hecho, es más bien a los intelectuales y a los artistas a los que habría que emancipar en primer lugar, liberándolos de la creencia en la desigualdad en nombre de la cual se atribuyen la misión de instruir y hacer activos a los espectadores ignorantes y pasivos.

Guy Debord denunciaba que la dimensión común del mundo se construye hoy a través de lo que miramos a la vez (cada uno pasivamente y por separado) y ya no de lo que hacemos activamente juntos: el espectáculo. Sin embargo, usted llega a decir que la «crítica del espectáculo [y de la mercancía] se ha convertido en la ideología dominante», ¿cómo es posible?

Debord ha construido su noción de espectáculo cruzando dos ideas: la denuncia platónica del habitante de la caverna inmóvil en su silla y fascinado por las imágenes, mientras que un manipulador tira de los hilos a su espalda; y el pensamiento romántico de la comunidad separada de sí misma, a partir del cual Feuerbach pensó la alienación del hombre separado de su esencia y Marx, la alienación del trabajador que veía el producto de su actividad alzarse frente a él como un mundo extraño y hostil. La primera inspiración siempre fue muy fuerte en Debord. Y con el hundimiento de las esperanzas revolucionarias, se volvió predominante. La idea misma del mundo objetivo como producto de la desposesión de la actividad de los trabajadores se olvidó. Y ya sólo quedó el estereotipo del espectador pasivo, transformado más tarde por los arrepentidos del marxismo en característica del «individuo democrático». La crítica del espectáculo se ha asimilado entonces a la crítica de los media, es decir, a la idea complaciente que quienes se tienen a sí mismos por «intelectuales» se hacen de unas masas pasivas ante el desbocamiento de los mensajes y las imágenes.

¿Es por las mismas o parecidas razones por las que afirma usted que el pensamiento crítico se ha metido hoy en un verdadero callejón sin salida, se ha dejado ganar por el nihilismo?

El devenir del situacionismo forma parte efectivamente de una involución mucho más global de la tradición crítica. Ésta se ha atribuido la tarea de desvelar los mecanismos de la dominación, las seducciones engañosas de la mercancía y las ilusiones del espectáculo, con el fin de suministrar armas contra el sistema de explotación. Esa pretensión ya es en sí misma dudosa, porque está fundada sobre la presuposición de que el consentimiento a la dominación reposa sobre la ignorancia de las leyes de su funcionamiento. Pero en el pasado se basaba en todo caso en la idea de una realidad distinta del reino de las apariencias mercantiles y espectaculares, y de la existencia de una fuerza militante capaz de subvertir ese reino. Hoy en día, quienes retoman esos temas han renunciado a la idea de que hay un mundo real detrás de las apariencias y también a la esperanza en una transformación revolucionaria. Así que estos temas funcionan simplemente para explicar por qué la dominación es inevitable y toda rebelión es vana, si no culpable. La creencia en la desigualdad incluida en la proposición de que la emancipación pasa por el saber aparece entonces al desnudo.

Lo que usted afirma en el libro sobre la capacidad activa del espectador en relación sobre todo al teatro, ¿se podría aplicar igualmente al espectador de televisión por ejemplo?

Ciertamente. No hay ninguna razón para suponer al espectador de televisión como una víctima invadida e inundada por las imágenes que desfilan ante él. Tampoco hay razón para suponerle una lucidez particular. Es suficiente reconocer que quienes están frente a una pantalla no son animales de laboratorio sometidos a descargas de estímulos. No cesan de juzgar -explícita o implícitamente, con más o menos resignación o de combatividad- las imágenes y los comentarios que desfilan ante ellos.

Señala usted que la crítica de la «inflación» o la «invasión» de las imágenes tiene un fondo y un origen reaccionario en los discursos elitistas del siglo XIX. Pero, ¿cómo pensamos entonces los problemas de la atención en una atmósfera sobreestimulada, esa sensación tan común y extendida de que «no tenemos tiempo» para elaborar los mil estímulos que recibimos?

Esta pregunta presupone ya de hecho la respuesta por el uso mismo del término «estímulos» que reconduce al espectador o al oyente a esa situación de un animal de laboratorio que reacciona a los estímulos. Pero los «estímulos» en cuestión son de hecho palabras, imágenes o espectáculos que los individuos reciben, admiran o rechazan, y juzgan como tales. En el siglo XIX, no había ni radio, ni tele, ni Internet y sin embargo el discurso sobre el individuo desbordado por los estímulos era exactamente el mismo. Lo que este discurso expresa en primer lugar es un juicio sobre la ignorancia y la estupidez de las masas. Y ese juicio traduce en realidad el temor a que las masas no se vuelvan demasiado sabias o demasiado inteligentes. Siempre hay demasiados «estímulos» para quienes pretenden que la gente se quede en su lugar, demasiados saberes divulgados para quienes quieren reservarse su privilegio. Observemos hoy las furiosas campañas contra Internet: la puesta a disposición de cualquiera de un saber enciclopédico da lugar a la gran lamentación sobre el océano de estímulos que ahoga a los pobres cretinos de los usuarios de la red. Sin duda no tenemos tiempo de asimilar todo ese saber, pero hace medio siglo tampoco había tiempo para asimilar una centésima parte.

Según usted, ¿qué vuelve política a una imagen?

No hay criterio que haga política a una imagen. Las imágenes pueden traducir intenciones políticas, pueden ilustrar las categorías o reproducir los modos de representación instituidos; o también pueden, por el contrario, desdibujarlos o subvertirlos. Pero no hay que pensar ese efecto en los términos de la mímesis, es decir, en los términos de la buena o la mala imagen que se da del trabajador, de la mujer, del negro, etc. Una imagen nunca va sola, ni simplemente reenvía a un imaginario colectivo pensado como reserva de imágenes. Una imagen forma parte de un dispositivo de visibilidad: un juego de relaciones entre lo visible, lo decible y lo pensable. Ese juego de relaciones dibuja por sí mismo una cierta distribución de las capacidades. Hacer una imagen es siempre al mismo tiempo decidir sobre la capacidad de los que la mirarán. Hay quien se decide por la incapacidad del espectador, bien sea reproduciendo los estereotipos existentes, bien sea reproduciendo las formas estereotipadas de la crítica a los estereotipos. Y hay quien se decide por la capacidad, por suponer a los espectadores la capacidad de percibir la complejidad del dispositivo que proponen y dejarles libres para construir por sí mismos el modo de visión y de inteligibilidad que supone el mutismo de la imagen. La emancipación pasa por una mirada del espectador que no sea la programada.

Retomando el consejo de Benjamin, toda una corriente del arte político ha ido durante el siglo XX más allá del problema del contenido o el mensaje, ensayando formas cooperativas y horizontales de hacer (que cuestionan las divisiones director-técnico, por ejemplo), creando nuevos circuitos para la circulación de las obras, convirtiéndose incluso en recurso activo de debate público, vínculo político u organización. Pienso por ejemplo en el cine realizado en torno a Mayo del 68 (sobre todo los Grupos Medvedkine, pero también Arc, Vertov, etc.) que inspiró aquella famosa frase de Godard: «no se trata de hacer cine político, sino de hacerlo políticamente». ¿Le parecen relevantes estas cuestiones de la factura colectiva, la importancia concedida al proceso y no sólo al resultado, el desarrollo de circuitos alternativos, el desdibujamiento de la autoría y el carácter útil (que no utilitario) de la obra en que ha insistido tanto parte del arte político durante el siglo XX? ¿Representan para usted una ampliación del significado político de una obra?

Sí. Hay que salir de la visión que juzga el valor político de las obras individuales según las formas de la conciencia y el afecto que transmiten, es decir, según el modelo crítico que asocia la competencia del crítico de arte a la del representante de la vanguardia política. El arte participa de la política de muchas maneras: por la manera en que construye formas de visibilidad y de decibilidad, por la manera en que transforma la práctica de los artistas, por la manera en que propone medios de expresión y acción a quienes estaban desprovistos de ellos, etc. Lo que es políticamente relevante no son las obras, sino la ampliación de las capacidades ofrecidas a todos y a todas de construir de otro modo su mundo sensible. A menudo se ha privilegiado tal o cual aspecto limitado de esa ampliación: el gran arte «cercano» al pueblo, la transformación de las obras en acciones o situaciones, la colectivización del trabajo del autor, etc. Pero hay que pensar mucho más ampliamente el difuminado de las oposiciones entre regímenes de experiencia. Lo que me parece más interesante en Benjamin es la idea de que el cine se dirige a un nuevo tipo de «expertos», a una idea nueva de la capacidad de juzgar.

Otra importante corriente de la tradición crítica (donde tal vez podríamos incluir algunos nombres como Dada, la IS, los Yippies, Reclaim The Streets o Tiqqun) entiende que la emancipación pasa sobre todo por, simplificando mucho, la intensificación de la vida (de los cuerpos, de las formas de vida, de los mundos sensibles). Así, de alguna manera, la obra debe abolirse en el gesto, el producto en el proceso vital, el teatro en acción directa. Sin embargo, para usted la emancipación es más un desdoblamiento que una intensificación. De ahí la afinidad que señala entre política y literatura. ¿Es así? ¿Podría explicarnos mejor su posición a partir de ese contraste?

Los ejemplos que cita no son equivalentes. Pero en todo caso, podemos considerarlos a todos más o menos marcados por una cierta idea de la acción directa. Pero esa acción directa se piensa ella misma según dos modelos que divergen: uno es el del gesto radical de separación que sospecha de todas las propuestas de vida existentes como cómplices de la dominación; el otro toma por el contrario del catálogo existente de proposiciones de vida un modelo vitalista de intensificación de la vida, de los cuerpos y de la comunidad. Dicho esto, pienso efectivamente que la emancipación no es una intensificación de la vida. La emancipación social ha sido una respuesta a la oposición misma entre dos modos de vida: la vida supuestamente libre de los «hombres ociosos» y la vida «desnuda» de los que estaban obligados al trabajo y la reproducción. La emancipación social fue la obra de hombres y mujeres deseosos de romper con la vida ligada a su condición. Por esa razón, la capacidad de no hacer nada, la capacidad de contemplar en lugar de actuar, tan estigmatizadas por una cierta tradición «progresista», han sido elementos esenciales en la idea y la práctica de la emancipación. He tratado de mostrar cómo la literatura novelesca moderna daba testimonio de esa escisión de la vida: el héroe por excelencia del ascenso plebeyo en el orden social, el Julien Sorel de Rojo y negro, no encuentra la felicidad más que en el tiempo detenido de la prisión. Y es la estructura misma de la ficción la que, con él, comienza a marcar esa escisión interna de la experiencia plebeya.

Tal vez las dos corrientes antes citadas coincidirían en su crítica del museo como lugar de fijación de la producción estética en un espacio separado de cualquier forma de vida, de cualquier uso, que instala la contemplación inconsecuente como único modo de relación con la obra, algo completamente compatible con la operatoria mercantil: indiferencia hacia las formas de vida, traducción de cualquier experiencia en operaciones de compraventa. Quizá esto pueda ayudar a explicar la difícil relación entre el museo y los movimientos sociales: hay la impresión de que en el museo no pasa nada y por eso se buscan otros contextos de intervención/exposición más específicos. Por el contrario, su reflexión sobre el museo, tan distinta, llama polémicamente la atención y quizá podría ser útil para repensar de nuevo esa relación entre arte, política y museo.

Cuando decimos que el museo separa el arte de la vida, la primera cuestión a plantearse es: ¿de qué vida? El nacimiento de los museos de arte en el siglo XIX separó, de hecho, las obras de arte de la vida a la que estaban ligadas, es decir, las separó de su función de ilustraciones de la religión, de signos de la grandeza de los príncipes o de decorado de la vida aristocrática. El museo construye un espacio de indiferencia hacia esas funciones sociales jerarquizadas. Pone todas las obras en igualdad, sea cual sea la dignidad de su objeto, y las ofrece a un espectador que es cualquiera. Es una actitud totalmente superficial identificar esa indiferencia con la indiferencia monetaria. La ley del mercado no es una ley de indiferencia, sino una ley de apropiación y exclusión. La igualdad de las obras en el museo no es seguramente la revolución. Pero la mirada del espectador anónimo formó parte en el pasado de esa conmoción de las lógicas sensibles que quebró la distribución ancestral que hacía coincidir las formas de experiencia sensibles de los dominados con la condición social a la que estaban destinados. Esa confusión de los dominios y de las formas de experiencia funciona distinto hoy en día, cuando vemos a los lugares del arte servir a menudo a modos de presentación sensible y a formas de circulación de la información alternativas con respecto a las dominantes. Pero en todo caso, la extra-territorialidad del museo implica también un desplazamiento posible con respecto a las lógicas sensibles dominantes. Por supuesto, esa distancia no funciona sin tensiones como es el caso de los museos implantados en viejos espacios industriales vacíos o en barrios en «rehabilitación» y que se esfuerzan en echar luz sobre las contradicciones sociales que presiden su instalación, mientras que las estrategias dominantes hacen de ellos instrumentos de «gentrificación».

Siguió atentamente el movimiento de los «intermitentes del espectáculo». En la onda de Toni Negri, hubo quien vio en esa lucha el punto de cruce conflictivo entre arte y producción: así, el trabajo artístico revelaría el nuevo paradigma biopolítico de la producción (tendencialmente inmaterial; la vida puesta a trabajar; el cuerpo como máquina donde se inscriben arte y producción; etc.) y, por ello, estaríamos ante una lucha «ejemplar» y «universal» en tanto que mostraría las posibilidades de organización y liberación de la creatividad general del aparato capitalista que la captura. Imagino que su punto de vista es muy distinto. ¿Por qué le interesó el movimiento de los «intermitentes», qué potencialidades le vio, qué se estaba jugando ahí para usted?

Sí, son dos visiones completamente diferentes de la cuestión de la subjetividad. Lo que para mí es importante en este caso no es la idea de la constitución de una nueva subjetividad global -posmoderna o posfordista, y que está más allá de las antiguas divisiones entre saber y trabajo, producción y afecto, tiempo de trabajo y tiempo libre-, sino la idea y la realidad misma de la intermitencia como intervalo. Para mí, una forma de subjetivación es siempre una manera de ocupar un intervalo entre dos identidades. Está, por tanto, vinculada siempre a una suspensión de las lógicas globales y de la temporalidad dominante. Y esto es lo que está en juego en la cuestión de los «intermitentes». Los «intermitentes» funcionan como revelador de una sociedad marcada, cada vez más, por el trabajo a tiempo parcial, las alternancias entre trabajo y el paro, o el trabajo y los estudios, la distancia entre las cualificaciones de los individuos y las tareas que efectúan, etc. Todo ello implica el incremento de la participación en modos de experiencia heterogéneos. Y creo que es de esa heterogeneidad de las experiencias de donde nacen las líneas de fuga y las posibilidades de subjetivación que interrumpen el tiempo de la dominación.

¿Podría explicarnos qué significa para usted que la emancipación en el campo del arte pasa por que el autor «no quiera ser dueño del efecto»? ¿Podría ponernos algún ejemplo de obra contemporánea que le haya parecido interesante en ese sentido?

Quisiera subrayar en primer lugar que se no se trata, por mi parte, de un requerimiento paradójico dirigido a los artistas, sino simplemente del reconocimiento de un hecho: el efecto de una obra -ya sea el placer del espectador, el sentimiento de belleza que siente o una toma de conciencia política- no pertenece a quien la crea. Producir una obra no es producir su efecto. La debilidad de muchas instalaciones con voluntad política es partir del efecto a producir y suponerlo realizado por el volumen mismo ocupado en el espacio. La emancipación comienza asumiendo el riesgo de la separación. Y, por supuesto, la separación entre la voluntad realizada en la obra y su efecto sobre los espectadores pasa también por las condiciones de exposición o de la distribución. Tomemos el ejemplo de las películas realizadas por Pedro Costa con los habitantes del barrio chabolista de Fontainhas en la periferia de Lisboa. Ahí se da una voluntad política de testimoniar sobre la realidad de una situación de desposesión. También la práctica de hacer una película con los habitantes, incluyendo a aquellos cuyo comportamiento frente a la cámara es imprevisible. Hay dos grandes tomas de posición estéticas: una es desdibujar la división entre la ficción y el documental; la otra es filmar, no la miseria de la gente, sino la riqueza sensible de su decorado bajo la luz y la riqueza de su experiencia de vida, con el fin de restituirla. Pero en definitiva, una película sigue siendo una proyección de sombras; y el mismo tiempo que se ha pasado restituyendo esa riqueza de los pobres compone películas que el sistema de distribución clasifica como films estetizantes para estetas, redirigiéndolas al infierno de los festivales y los museos. Esto crea una gran separación difícil de asumir y que Pedro Costa asume sin embargo.

Fuente:http://blogs.publico.es/fueradelugar/140/el-espectador-emancipado

Primer capítulo de El espectador emancipado