«¿Y la revolución, padre, qué nos queda a ti y a mí de tu vieja revolución, cuando aún creías que la vida tenía un sentido y no el que descubriste tantos años después en las amargas profundidades del pozo? ¿Qué nos queda?». En su última novela, «Otro Mundo» (Piel de Zapa), el escritor y periodista […]
«¿Y la revolución, padre, qué nos queda a ti y a mí de tu vieja revolución, cuando aún creías que la vida tenía un sentido y no el que descubriste tantos años después en las amargas profundidades del pozo? ¿Qué nos queda?». En su última novela, «Otro Mundo» (Piel de Zapa), el escritor y periodista Alfons Cervera escribe principalmente de su padre. En una obra anterior, «Esas Vidas», se centró en la figura materna. Busca en sus relatos personajes y lugares cercanos, como «Los Yesares», el paisaje de ficción con el que recrea su pueblo natal, Gestalgar, y la comarca valenciana de la Serranía. «Siempre ficciono, aunque sea en novelas autobiográficas como ésta», afirma el autor durante la presentación de su último libro en la librería Primado de Valencia.
Las mezclas, los juegos con el tiempo y el espacio, la amalgama de estructuras sirven para cualquier tipo de escritura, sea narrativa o biográfica, considera el autor de «Las Voces fugitivas» y «Todo lejos», quien aprovecha estos recursos. Cuando un lector urbanita lee las descripciones de Los Yesares puede pensar que son minuciosas y realistas, pero los lugareños de la Serranía, conocedores del terreno, perciben inexactitudes. «Éste hace lo que quiere», bromean. Pero es precisamente la confusión entre realidad y ficción lo que da lugar a la obra literaria.
En «Otro Mundo» Alfons Cervera ha pretendido rendir homenaje a una generación que nació en los años 20, y que murió sin contar nada de cuanto había vivido. «Por las razones que sea», matiza el escritor. Esa experiencia podía resultar muy importante para las generaciones posteriores, pero tal vez ellos no lo supieron. Sin embargo, no se trata de glorificar pasadas heroicidades, pues «no existen héroes sino imbéciles que se lo creen». Sus novelas rondan las 150 páginas y además son cada vez más reducidas, con una tendencia creciente al poema, desnudas, sin ornamentos ni paja retórica. «Al final se quedarán en media línea, como el cuento del dinosaurio de Augusto Monterroso», ironiza el autor de cinco novelas que componen el «ciclo de la memoria». También prefiere en sus libros los pequeños lugares, los entornos familiares y los tipos cercanos.
¿Cómo se alumbró la novela «Otro Mundo»? Quizá de una paradoja, porque el escritor y periodista andaba muy atareado en octubre de 2014 con otro proyecto narrativo, protagonizado por un inmigrante español en Alemania. Extrajo los mimbres de un reportaje publicado por la revista «Triunfo» en 1969. En medio de una conversación con su traductor, le dio el «alto». «Para», le dijo. Se le había ocurrido la trama del actual libro. A partir de ahí, «fue una escritura compulsiva y desordenada» que terminó en agosto de 2015. Cumplió, por supuesto, con la «regla de oro» de las 150 páginas. El siguiente paso consistió en «coser» el texto y rechazar la materia sobrante. «Pero al ser novelas más cortas, hay que corregir menos». Tan importante es este criterio para Alfons Cervera, que en una ocasión le llamó la escritora Almudena Grandes y le dijo: «Voy por la página mil, disculpa».
Otra singularidad de Cervera es que escribe sin utilizar el punto y aparte. «Antes sabía, pero ahora llevo muchos años sin ponerlos; cuando escribo en los periódicos me los añaden en la redacción», comenta. En cuanto al contenido, trata de trascender el yo, el ombligo particular, al contrario de lo que habitualmente hacen los columnistas de los periódicos. El pueblo de Gestalgar y la comarca de la Serranía, proyectadas en «Los Yesares», son los naturales del escritor, pero podrían ser otros. Al igual que el personaje paterno: «La ficción permite que entren en la novela otros lugares, otro tiempo y otros personajes».
Las preguntas del niño, inocentes y sin aparente trascendencia, subyacen a la narración. El autor del libro le preguntaba a su progenitor por qué a los cinco años se tuvo que hacer monaguillo, si su padre no iba a la iglesia. ¿Por qué, si la familia eran los panaderos de Gestalgar, tuvieron que trasladarse a una lechería de la capital? ¿A qué se debía ese peregrinar por Vilamarxant, Llíria o Valencia? Porque la única certeza es que su padre quería ser actor de teatro, y le hablaba al niño de ese gran director teatral y actor que fue Enrique Rambal, «que llenaba el escenario de barcos y caballos». Alfons Cervera sólo vio a su padre una vez en el escenario, en el papel de don Juan Tenorio; en una de las representaciones mató con la espada a Luis Mejías, encarnado por Matías, uno de los grandes amigos del padre del escritor. Se trabajaba con medios muy precarios: «Un día cayó el telón y la mitad del cuerpo quedó dentro y la otra mitad fuera del escenario».
Otra cuestión a la que el niño no encontró respuesta llegó con un personaje del mundo del teatro de la capital, que fue a buscar a su padre a Gestalgar con una gran noticia: que se incorporara a trabajar con Enrique Rambal. «¿Por qué no?» Siempre quedaba el interrogante, a pesar de que la familia trataba de sugerir: «Tu padre es un culo de mal asiento» o «los artistas llevan una mala vida». Pero el infante encontró al final la respuesta en una cartera. Allí figuraba el expediente de un juicio sumarísimo que establecía la condena a doce años y un día del progenitor. La madre no sabía de qué hablaba, pues su marido no había estado nunca en prisión. Y el niño empezó a curiosear. Descubrió que las penas se podían conmutar y cumplir en el mismo pueblo, sin posibilidad de abandonarlo. Era la «prisión atenuada», según glosaba el expediente. Por eso cuando pasaron los 12 años y un día, su padre tenía una necesidad imperiosa de salir. «Como los titiriteros, ir de un lugar a otro», apunta Alfons Cervera. Ató cabos: «El hecho de que yo fuera monaguillo también tenía ese punto de humillación».
Pero este pequeño relato biográfico no es mero anecdotario. Permite sacar conclusiones sobre el proceso de creación literaria. El narrador hace planear la duda: «Que sea realmente la historia de mi padre y la mía qué más da, podría también negarlo». A juicio de Alfons Cervera, «lo importante es que la escritura genere verdad, confianza y seguridad en el que te lee». Si esto es así, la verdad existe: la de la escritura, no la de la historia. Afirmaba Antonio Machado que en muchas ocasiones «se miente más de la cuenta por falta de fantasía», y agregaba el poeta: «Hasta la verdad se inventa». Alfons Cervera comparte esta idea machadiana y agrega: «Pero hay que inventarla bien, que sea creíble, que no engañe». Además, «Otro Mundo», igual que el resto de novelas del escritor valenciano, intenta generar preguntas. «Se escriben con el culo al aire, sin certezas, no son guías para llevar una dirección». Más bien al contrario, se trata de describir fantasmas, de narrar abandonos y olvidos. ¿Por qué es tan importante que se relaten los recuerdos, en este caso los de su padre? «Lo que no se cuenta no se recupera, porque ya los tiempos son otros».
El libro presentado por Alfons Cervera en la Librería Primado es, también, un homenaje a aquellos autores que publicaban en pequeñas colecciones, a veces hasta dos novelas a la semana. Del Oeste, de Ciencia-Ficción o de lo que fuera, pero tenían que entregarlas para cobrar. Muchos de ellos fueron republicanos y estaban debidamente «fichados» por la dictadura. Eran conocidos por su mote americanizado, que adoptaron para ocultar su identidad y también porque así vendían más novelas. De este modo, Paco González Ledesma era el famoso Silver Kane y Pascual Enguídanos Usach era George H. White. El primero se dio a conocer con las pequeñas novelas «negras», del oeste o policíacas. El segundo está considerado como uno de los clásicos de la ciencia-ficción española; pero «hubo otros muchos autores», destaca Cervera, «y había novelas de las que se lanzaban entre 50.000 y 60.000 ejemplares».
«No sería gran literatura, pero gracias a ellas muchos aprendimos primero a leer y después a amar a Tolstoi, Dostoyevski o a Flaubert». También, gracias a gente como Siver Kane, «a leer de todo y no ser lectores selectivos». Había casas en las que no se tenían libros, pero siempre se guardaba un lugar para estas «novelitas», a cuyos escritores no se les reconocía siquiera derechos de autor. Hay quien critica que fueran novelas «malas», pero «ya me gustaría ver a Onetti o a Faulkner escribiendo dos novelas a la semana». De quiosco y a duro.
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