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La estética engeliana y lo que ocurrió después

Fuentes: La Jiribilla

No suele hablarse en puridad de una estética marxista, cuando más se toma al realismo socialista como el momento más representativo dimanado de la doctrina de Marx y Engels, en la historia de la literatura y el arte. En realidad, el realismo socialista tuvo más que ver con la aplicación del socialismo en la Unión […]

No suele hablarse en puridad de una estética marxista, cuando más se toma al realismo socialista como el momento más representativo dimanado de la doctrina de Marx y Engels, en la historia de la literatura y el arte. En realidad, el realismo socialista tuvo más que ver con la aplicación del socialismo en la Unión Soviética -a través de Lenin y Stalin- que con las nociones que aparecen en decenas de trabajos debidos a los filósofos alemanes. Inmediatamente que uno profundiza en las obras que ellos firmaron, y se aparta de las interpretaciones de segunda o tercera mano, aparece un cuerpo de ideas sorprendentemente robusto sobre el arte y la literatura, sus funciones y su destino.

Quiero referirme particularmente a ciertos juicios estéticos de Federico Engels que me parecen trascendentales a la hora de forjar la educación estética de cualquier sociedad civilizada (occidental al menos). En el prefacio a la edición italiana de 1893, del Manifiesto Comunista, asegura Engels: «El fin de la Edad Media feudal, la llegada de la era capitalista moderna, son señaladas por una figura colosal: un italiano, Dante, es a la vez el último poeta de la Edad Media y el primer poeta de los tiempos modernos. Hoy, como hacia 1300, una nueva era histórica va a abrirse. ¿Italia nos dará un nuevo Dante que anunciará el nacimiento de esta nueva era proletaria?»

Fiel a su costumbre de salpicar sus escritos filosóficos y políticos de referencias culturales y artísticas, Engels aseguraba tácitamente, en el pasaje antes citado, su convencimiento de que los grandes creadores son aquellos que son capaces de atrapar en su obra el espíritu de la época, con sus contradicciones esenciales y sus personajes típicos, siempre al lado de lo nuevo, lo progresista, lo libertario. Pero por otra parte, el filósofo no solo admiraba a los creadores capaces de pintar su época, sino que respetaba sobremanera a aquellos que, como el propio Dante o Shakespeare, podían ilustrar las eternas inmutaciones del humano comportamiento: «Parecerá siempre ficticio el empeño de algunos por sacar a Corneille de la Edad Media romántica, y también es ficticia la pretensión de que Shakespeare debe a la Edad Media algo más que la materia bruta que encuentra en ella», afirma el joven Engels en un artículo de 1841 publicado en la revista Telegraph für Deutschland.

Casi con furia, respondió Engels el ataque a Shakespeare de cierta crítica de arte alemana incapaz de reconocer la grandeza del bardo inglés. En una carta a Carlos Marx, de 1873, escribió: «Solo en el primer acto de Las alegres comadres existe más vida y realidad que en toda la literatura alemana actual; Launce, él solo con su perro Crab, vale más que todas las comedias alemanas en su conjunto». Tal admiración por la comedia, en particular por la farsa costumbrista, es un acápite que ha preferido olvidar un buen sector (oficialista) de la crítica de arte posterior, cultivada en varios países socialistas, donde solían castigarse las comedias vernaculares, ya fuera en teatro o en el cine, puesto que se valían de la coartada deformante de la sátira para mejor poner de manifiesto los males contemporáneos. Además, el realismo socialista tenía que ser solemne, de una gravedad casi plúmbea, y por lo tanto no cabía la admiración por «ligerezas cómicas» como las que defiende Engels con tanto fervor.

De todos modos, la admiración nunca paralizó en fanatismos al sagaz escritor, por gigantesca que fuera la figura que estaba analizando. Es un verdadero modelo de crítica dimensionada, plena de facetas luminosas e ideas originales, su acercamiento a Goethe, el autor de la inmortal Fausto: «En sus obras, Goethe se comporta de dos maneras en relación con la sociedad alemana de su tiempo. Bien le es hostil, busca huir de lo que le contraría (…) se rebela contra ella bajo los rasgos de Goetz, de Prometeo y de Fausto, vuelca sobre ella por boca de Mefistófeles su burla más amarga; o bien, por el contrario, la trata de manera amistosa, más aún la defiende contra el movimiento histórico que la amenaza, como hacer particularmente en todas las obras en que le ocurre hablar de la Revolución francesa. Es una lucha continua entre el poeta genial, al que asquea la miseria de su contorno, y el hijo circunspecto del señor consejero de Francfort que se ve obligado a concluir un armisticio con ella y habituársele. Así, Goethe es ora colosal, ora pueril; ora un genio altivo, irónico, que desprecia el mundo, ora un filisteo precavido, satisfecho, estrecho. (…) No le hacemos reproches, en general, desde un punto de vista moral ni desde una posición de partido, sino desde un punto de vista estético e histórico. (…) No podemos demorarnos en analizar las relaciones de Goethe con toda su época, con sus precursores literarios y sus contemporáneos, ni su evolución, sin su actitud ante la vida. Nos limitamos simplemente a constatar los hechos».

La confianza de Federico Engels en el arte, cual espejo veraz de virtudes y manquedades humanas se patentiza en un artículo publicado en el New York Tribune, en 1854: «La brillante escuela moderna de los novelistas ingleses, cuyas páginas demostrativas y elocuentes han revelado al mundo más verdades que todos los políticos profesionales, publicistas y moralistas juntos, ha descrito todas las capas de la clase media, desde el rentista y el detentador de bienes del Estado, hasta el pequeño tendero y el clérigo confesional. ¿Y cómo Dickens y Thackeray, Miss Bronte y Miss Gaskell los han pintado? Llenos de vanidad, de afectación, de tiranía mezquina y de ignorancia».

Engels no ocultaba su simpatía por las grandes narrativas del realismo novelesco decimonónico, y no solo de origen británico, sino también francés: «Balzac, a quien considero un maestro del realismo infinitamente más grande que todos los Zola passés, présents et à venir, nos da en La comedia humana la historia más maravillosamente realista de la sociedad francesa, describiendo bajo la forma de una crónica de costumbres, la presión cada vez más fuerte de la burguesía en ascenso. (…) Su gran obra es una perpetua elegía que deplora la descomposición irremediable de la alta sociedad; pero todas sus simpatías van hacia la clase condenada a desaparecer. Mas, pese a todo, su sátira no es nunca más hiriente, su ironía más amarga, que cuando hace, precisamente actuar a los aristócratas, a esos hombres y mujeres por los cuales sentía una simpatía tan profunda».

El hecho de que un artista coincidiera con sus puntos de vista sobre la burguesía y el capitalismo no convertía a Engels necesariamente en un entusiasta de esa obra. Algo así le ocurrió con Thomas Carlyle, el escritor británico que oponía los valores de la aristocracia histórica a una burguesía ociosa y reaccionaria. A este respecto escribió: «Carlyle tiene el mérito de haberse erguido, con sus escritos, contra la burguesía, y esto en una época en que las concepciones, los gustos y las ideas de esta dominaban enteramente la literatura inglesa oficial. (…) Mas en todos estos escritos la crítica del presente está estrechamente ligada a una apología extraordinariamente poco histórica de la Edad Media. (…) Mientras que en el pasado admira, al menos, las épocas clásicas de una cierta fase social, el presente lo desespera y el futuro lo asusta. Allí donde reconoce e incluso llega a glorificar la revolución, esta se concentra, según él, en un individuo aislado, sea un Cromwell, sea un Danton. Es a ellos a quienes dedica ese culto a los héroes, como el solo refugio fuera de un presente saturado de desesperación, como una religión nueva».

El pensamiento estético de Engels ha devenido escuela sobre todo para los críticos que intentan aplicar lecturas ideológicas y políticas de las obras de arte, lecturas tan necesarias, posibles y fecundas como cualquier otra aproximación crítica. El problema devino cuando se pensó que solo ese planteamiento era posible, es decir, el desarrollo de la una obra, y su lectura por el espectador, solo desde premisas tales como la lucha de clases, el orden político, el panfleto obrerista. Después del sicoanálisis, por solo mencionar una tendencia crítica y estética trascendental en el siglo XX, ya queda claro que los sentimientos y el espíritu no solo están determinados por las condiciones de vida, ni son reflejos exactos de nuestra situación económica.

La interpretación sectaria e irracional de los presupuestos estéticos de Marx y Engels condujo a que el Estado, en la Unión Soviética de Stalin, por ejemplo, le impusiera al creador como única fuente de inspiración y temática absolutista el muestreo ilustrativo de «los activos constructores de la nueva vida». Todo lo que saliera de este estrecho marco temático, estilístico y referencial era tildado de formalista, enemigo del pueblo, aburguesado y decadente. No obstante, la deformación tendenciosa del pensamiento engeliano no puede, de ninguna manera, ocultar su tremenda valía y actualidad, sobre todo en un momento cuando los ideólogos del pesimismo y la desmovilización preconizan la profunda (supuesta) enemistad entre arte y política, entre entretenimiento y sociedad.