Cuando le suenan señales de alarma, la derecha -siempre y en cualquier parte del mundo- cierra inmediatamente sus filas y actúa como bloque monolítico. En definitiva, cuando vive un ataque está en juego su supervivencia como sector privilegiado; y eso, por lo que se ve, no admite dudas: o se une o la expropian, o […]
Cuando le suenan señales de alarma, la derecha -siempre y en cualquier parte del mundo- cierra inmediatamente sus filas y actúa como bloque monolítico. En definitiva, cuando vive un ataque está en juego su supervivencia como sector privilegiado; y eso, por lo que se ve, no admite dudas: o se une o la expropian, o depone diferencias y actúa como bloque o desaparece. La experiencia nos enseña que siempre, a cara de perro, opta sin titubeos por la primera opción. Pero no sucede lo mismo en la izquierda. ¿Por qué?
Como se ha dicho con cierta malicia, pero no sin una cuota de verdad: si algo define a las izquierdas políticas es su manía de estar siempre dividiéndose, peleándose por minucias, fragmentándose. Ese es un mal presente siempre y en cualquier parte del mundo, al igual que en la derecha su intuición de clase para unirse.
La cuestión es ¿por qué?, y más importante aún: ¿qué hacer al respecto?
Sabido es que la izquierda política es siempre un sector bastante marginal en las sociedades; implica una toma de posición que, si bien tiene algo, o mucho, de afectiva, es ante todo intelectual. Ser de izquierda significa ir contra la corriente. Para decirlo descriptivamente: es más fácil no «complicarse la vida» y no pensar de ese modo, lo cual sirve, antes que nada, «para meterse en problemas». Quien decide incorporar esas categorías de pensamiento en su vida da un salto racional nada desdeñable: se tiene que desembarazar de todos los valores que el peso de la tradición le confiere. Y ello implica un profundo paso intelectual. Luego -no siempre, pero sí en muchas ocasiones- puede venir un cambio sustantivo en la vida cotidiana (un pensamiento de izquierda no implica necesariamente una actuación revolucionaria; pero es ya un gran paso).
Dado ese paso, es muy probable que se abran nuevos horizontes conceptuales: al empezar a ver el mundo con nuevas categorías, al comenzar la «crítica implacable de todo lo existente» -tal como reclamaba el fundador del marxismo, padre intelectual de toda esta corriente- se descubren cantidad de mentiras sociales coaguladas, normalizadas, aceptadas desde siempre como naturales. No hay dudas que un pensamiento de izquierda es progresista y no se escandaliza ante ningún cambio positivo; se supone que es abierto, tolerante, no racista, no sexista, no discriminatorio, no enfermizamente consumista.
Pero sigue estando en juego el tema del poder. No es ninguna novedad que dentro del campo de las izquierdas políticas (que no es lo mismo que las protestas de la gente: las movilizaciones espontáneas, las reacciones ante injusticias, la pasión por no dejarse doblegar), los miembros que la componen viven muchas veces peleando entre sí, discutiendo y fragmentándose como no lo vemos en los partidos políticos de la derecha. Grupos pequeños, de cincuenta militantes, con frecuencia se separan. Las asambleas políticas, los intercambios teóricos, los debates a veces pueden ser patéticos, con discusiones interminables -y bizantinas- que no llevan a ningún lado, donde lo que está en juego es, en definitiva, ver «quién es más revolucionario».
Si queremos entender este fenómeno, quizá no debiéramos partir por denigrarlo: la lucha por el poder es humana, quizá lo más intrínsecamente humano que podamos encontrar. En el ámbito de lo que podríamos decir «la derecha» -amplio por cierto: todas aquellas fuerzas que tienden a conservar el statu quo, desde empresas privadas a partidos políticos, desde Estados a iglesias- también asistimos a una lucha interminable por el poder, por vencer al otro, al enemigo (al enemigo natural de clase, o al competidor dentro de su misma clase). Lo llamativo es que ante las amenazas peligrosas (la izquierda, la protesta, lo que le mueve los cimientos, la «chusma» enardecida) se une, cierra filas. Cosa que no pasa en el campo de la izquierda.
También la lucha por el poder se da en ese ámbito. Lo preocupante es la fragmentación interminable que pareciera ser su cáncer; en vez de unirse, vive dividiéndose. La consigna pareciera consistir en «quién lo dice mejor», «quién es más de izquierda». En otros términos -y hablando del poder-: «¿quién la tiene más larga?» (asumiendo que el poder, al menos hoy, está construido en términos masculinos).
Entendiendo que esto es humano, o «humano» tal como ha sido hasta ahora en la historia de las sociedades basadas en la división de clases y patriarcales donde alguno «triunfa» y muchos «pierden», entendiendo que, hoy por hoy, todos venimos de la misma matriz, también en los que pretenden un cambio están presentes estas estructuras. También en la izquierda estamos llenos de taras, de estupideces, de «vicios». ¿Por qué no iba a ser así? ¿No somos también machistas o racistas en la izquierda muchas veces? Cuando se discute por la «pureza teórica», ¿realmente se discute por eso, o hay más en juego? ¿No hay figuraciones y pavoneos también ahí?
¿Hay vacuna contra ello? ¿Por qué vivimos peleándonos por una coma en la declaración, por una palabra o porque la marcha en vez de ir frente a la embajada de Estados Unidos va para el parque central? Más allá de ser ridículo (ni más ni menos que aquel que se pavonea con un automóvil de lujo o con un Rolex de oro), la cuestión es que todo ello nos paraliza como propuesta de cambio real. Pelearse por una palabra es un puro ejercicio intelectual, académico, no muy distinto de las discusiones de los teólogos medievales que debatían sobre el sexo de los ángeles. «Izquierdismo» lo llamó Lenin; «enfermedad infantil del comunismo». Quizá no es una enfermedad en sentido estricto; es una condición humana, o una condición de lo que hoy es el ser humano (ridículo espécimen guiado por el fantasma de «quién la tiene más larga»). Es más fácil dividir que sumar, más cómodo criticar que construir. Infinidad de ejemplos ratifican que la izquierda -no siempre, claro, pero sí en muchas ocasiones- cuando tiene que sumar, se fragmenta, cuando tiene que estar con las masas, se queda discutiendo sobre un concepto.
Tragicómica condición de nosotros, los intelectuales: pensar en forma crítica es buenísimo, es un paso adelante en el progreso humano. Pero a veces puede dar lugar a payasadas inconducentes: el sexo de los ángeles o la coma en la declaración. Tal vez si de vacuna contra todo ello se trata, podríamos decir que. no hay vacuna específica (quizá no es una «patología» como decía Lenin). Lo que debemos abrir es una crítica sobre el poder, y buscarle los antídotos a eso. ¿Por qué fascina «el tamaño»? Algunos se pavonean con el Rolex de oro, otros se escinden porque la marcha «traicionó» la causa y no fue por la embajada sino hacia una plaza, y eso merece un «repudio revolucionario». Y lo dicen con toda seriedad, convencidos que están en posiciones revolucionarias. Lo cierto es que resulta muy difícil saber cuándo se pasa de lo revolucionario. a lo descabellado.
En definitiva, la producción intelectual es así: no tiene garantías. De miles de libros que se publican cada día alguno trascenderá, y la inmensa mayoría está condenada a ser regalada por compromiso entre los amigos. Pero ese es el desafío: de entre tantos intrascendentes, alguno vale. De entre tantas y tantas discusiones bizantinas e intrascendentes, alguna dará luz. Eso es la verdadera democracia genuina. La izquierda muchas veces se agota en estas discusiones, y eso no es malo. La cuestión es no perder de vista que muchas veces es el puro espejismo del poder el que nos guía -manifestado aquí no con el Rolex sino en la posición «más principista», «más revolucionaria»-. Pero en definitiva, motorizados por la recurrente cuestión del «tamaño».
Si nos tomamos en serio eso de construir una nueva sociedad, debemos partir por abrir una crítica implacable de nuestra condición y apuntar a poder reírnos del «tamaño»: no importa si es un Rolex de oro, o si soy más revolucionario que los otros. No importa el «tamaño». Es decir: todos somos iguales, de verdad. Trabajar por ese ideal es el desafío. ¿Qué otra cosa, sino, es el socialismo?