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La fraternidad, ese fantasma

Fuentes: Rebelión

Se publica a continuación, con la autorización de su autor y reproducido del archivo digital que nos envía, el artículo titulado «La fraternidad, ese fantasma. La República cubana de José Martí«, publicado el 28 de enero de 2020 en OnCuba News.


La Oda a la alegría, de Friedrich von Schiller, fue publicada por primera vez en 1786. En ella, se lee: “¡Alegría, hermosa chispa de los dioses,/hija del Elíseo!/¡Ebrios de ardor penetramos,/diosa celeste, en tu santuario!/Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado,/todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave./”

​Tres años después de su edición, estalló la revolución francesa. El tema de Schiller devino un símbolo de la fraternidad universal. Maximilian Robespierre hizo una defensa de la igualdad a través de la fraternidad tan convincente como para hacerla formar parte, en 1790, de la divisa revolucionaria. Ya en la segunda mitad del XX, al ser fundada la Unión Europea, un fragmento de la pieza de Schiller/Beethoven fue adaptada como himno de la entidad. Representaba la promesa de una nueva Europa, democrática e inclusiva, que ofrecía dejar atrás las filosofías que llevaron a las dos guerras mundiales.

​Beethoven “hizo hablar” el poema de Schiller en el cuarto movimiento de su Novena Sinfonía. El genio alemán era un admirador de la revolución francesa. Dedicó su Heroica a Napoleón Bonaparte, creyéndolo unos de sus adalides, pero cuando este se coronó emperador tachó con saña su nombre de la dedicatoria.

​Desde Cuba, otro admirador de la gesta francesa, José Martí, pensaba que en el “cielo alto” se encontraban juntos Calderón, Shakespeare, Esquilo, Goethe y Schiller. “Y a aquella altura: nadie más.” Similar admiración sintió por Beethoven, que le ahorró hacer similar gesto con Napoleón. Martí le llamó directamente “el corso vil”, al tiempo que escribía para los niños de América: “Francia fue el pueblo bravo, el pueblo que se levantó en defensa de los hombres, el pueblo que le quitó al rey el poder. Eso era hace cien años, en 1789. Fue como si se acabase un mundo, y empezara otro.”

La fraternidad revolucionaria

​Si hubo un fantasma mayor que el comunismo después de la revolución francesa, fue la fraternidad. La revolución europea de 1848 fue la revolución expresa de la República fraternal. No hubo movimiento revolucionario que no la hiciera suya. Desde entonces y hasta hoy, ha sido el “valor olvidado” de esa revolución, o ha experimentado un largo “eclipse”.

​Sin embargo, en el XIX tenía aún un significado nítido. En el periódico español La Carcajada se puede leer (1872): “´Libertad, igualdad, fraternidad´, héos ahí en brevísimas letras compendiado todo el códice de la humanidad; el sueño de oro de todos los hombres de clara inteligencia y levantado espíritu, el problema de la felicidad para los pueblos y que ha servido siempre de [miedo, terror] a todos los tiranos de la tierra.”

​Esteban Montejo, el Cimarrón de la novela testimonio de Miguel Barnet, unía la fraternidad con la alegría en un orden similar de sentido al que le había dado Schiller: “lo más lindo que hay es ver a los hombres hermanados. Eso se ve más en el campo que en la ciudad (…) Ahí todo el personal tiene que vivir unido, como en familia. Tiene que haber alegría.”[1] En el campo encontró Montejo la comida y la libertad, y allí celebró la fraternidad y la alegría. El cimarronaje fue su particular oda a la alegría, esto es, a la libertad.

​La fraternidad tenía una acepción muy anterior, la cristiana, que celebraba la descendencia común desde el Padre, pero respetaba el orden terrenal de los hijos con sus virtudes y sus desigualdades propias —“a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”—. San Pablo atribuyó la dominación a Dios y la hizo exigible en particular a los pobres y a las mujeres.

​El nuevo sentido —revolucionario— de la fraternidad significaba algo mucho más radical: la reciprocidad en la libertad. Esto es, un programa político tan concreto como convertir en igualmente libres —no en meros iguales, menos en idénticos— a los atados por lazos de dependencia y sujeción. En Cuba eso significaba en primer lugar súbditos coloniales, esclavizados, trabajadores y también, aunque mucho más invisibilizadas, mujeres.[2]

La fraternidad cubana

​Todos los lados del espectro político independentista cubano coincidieron en alguno de los usos políticos de la fraternidad.

​Antonio Maceo decía ser “parte, y no despreciable, de esta República democrática, que ha sentado como base principal, la libertad, la igualdad y la fraternidad y que no reconoce jerarquías”. Diego Vicente Tejera escribió: “De aquellas informes ruinas hay que sacar a luz una Cuba nueva, en que haya todo aquello de que careció y por cuya posesión suspiró la antigua Cuba, principalmente mucha libertad y mucha justicia, mucha justicia, para que completemos nuestro lema republicano, puesto que justicia es igualdad, e igualdad es fraternidad.” “Anita” Betancourt y Agramonte reclamaba: “Cuando llegue el momento de libertar a la mujer, el cubano que ha echado abajo la esclavitud de la cuna y la esclavitud del color, consagrará también su alma generosa a la conquista de los derechos de la que es hoy en la guerra su hermana de caridad abnegada, y que mañana será, como fue ayer, su compañera ejemplar.”

​Las citas son un compendio de lo que hoy se califican de demandas de clase, raza y género, unidas por el programa de la fraternidad republicana. Ese republicanismo no se reducía a la dicotomía monarquía vs república. La República significaba un programa político a la vez que moral, una manera de organizar la sociedad. Era la forma política, social y cultural de la independencia.

“Entre hermanos se vive mejor”

​En ese “espíritu de época” es raro encontrar una referencia a la fraternidad política —el complemento necesario de la libertad y la igualdad— que no despertase, como decía La Carcajada, el terror de los déspotas.

​Un testimonio de la guerra de “Cuba contra España” narra: «Los negros que no se presentaron ni siguieron á los insurrectos, se desparramaron, entregándose á sus instintos de vagancia, merodeándolo todo y talando lo que bien les parecía. Para coronar la obra, hubo en algunas fincas de la jurisdicción de Puerto-Príncipe convites, en que los negros se sentaron á la mesa con los que habían sido sus amos; en que los sirvieron las señoras, que, hasta entonces, aun mirarles habían desdeñado; en que se dieron el afectuoso nombre de hermanos; en que se estrecharon aquellas manos que se rechazaban, y cuya fiesta terminó con un baile, en que las señoras bailaron con sus esclavos.”

​La escena tiene contenido distinto a la de la película La última cena, de Tomás Gutiérrez Alea. En esta la libertad era una concesión; en el testimonio, es una conquista. En la película, sus cabezas arrancadas terminan colgadas sobre picas. En el testimonio, terminan en fiesta, para terror de los esclavistas. La libertad supone la ausencia de dominación, no la benevolencia del amo.

​La fraternidad es una exigencia democrática hacia los ciudadanos: es lo que sostiene las reglas de la convivencia en común, si esta es libre. La música popular cubana recoge esa acepción de la fraternidad como “patriotismo colectivo”: “Ese mártir hermano”, dice la “Clave a Martí”, de José Tereso Valdés y Emilio Vallillo. Sin embargo, no es solo un ideal político.

​La fraternidad es también una necesidad práctica por lo que supone de cohesión social, posibilidad de acción colectiva, plataforma de cooperación y de enfrentamiento de problemas comunes. O sea, es también un valor deseable. La fraternidad resulta, acaso, el mejor camino para la convivencia personal y social. Escúchese a Celia Cruz cantando “Burundanga”—cuyo título Cristóbal Díaz Ayala registra como “Bembé”, de Oscar Muñoz Bouffartique—: “Songo le dió a Borondongo/Borondongo le dió a Bernabé/Bernabé le pegó a Muchilanga/le echó Burundanga/le hinchan los pies//(…) Mapamdelé, practica el amor/ay defiende al humano/Porque ese es tu hermano/se vive mejor.»[3]

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José Martí por José Delarra (dibujo en cartulina)

Es difícil imaginar un programa más radical que el de José Martí para Cuba: “(Haremos) política de cimiento y de abrazo, por donde el ignorante temible se eleve a la justicia por la cultura, y el culto soberbio acate arrepentido la fraternidad del hombre, y de un cabo a otro de la isla, sables y libros juntos, juntos los de la sierra y los del puerto, se oiga, por sobre los recelos desarraigados para siempre, la palabra creadora, la palabra “¡hermanos!”

Martí: la República fraternal

​Martí, republicano confeso, defendió los múltiples sentidos de la fraternidad.

​Lo hizo como fraternidad racial entre blancos y negros. Las consecuencias de la idea fueron complejas en su devenir —han sido estudiadas por Rebecca Scott, Esteban Morales, Alejandro de la Fuente y Ada Ferrer, entre otros—, pero la concepción de la igualdad de las razas de la que parte fue defendida por antirracistas revolucionarios cubanos, como Rafael Serra, quien llegó a decir: “Somos de la Escuela de Martí.”

​Martí defendió la fraternidad para la convivencia entre nacionales —“se dice cubano y una dulzura como de suave hermandad se esparce por nuestras entrañas” —. Lo hizo para la convivencia entre naciones, exigiéndole a la (primera) República española deberes de reciprocidad (fraternidad) ante la Revolución y la República cubanas. Lo hizo hacia los pueblos de América: “Ni puede calcularse, por más que se le entrevea, el benéfico influjo de esta reunión de pueblos fraternales, sin preparación y sin intrigas, sobre aquellos que por arrogancia o avaricia hayan pecado, o estuvieran en el riesgo de pecar, contra la fraternidad de los pueblos de América.”

​La defendió hacia los exesclavizados y los trabajadores de Cuba, cuando discursos suyos expresaban “todas las rebeldías indómitas de los que no quieren ser esclavos”. Lo hizo cuando describió al alma de Cuba como representado por una mujer anciana y trabajadora —llamada Carolina— que enviaba ayuda a los presos políticos y a los cubanos sin ingreso o sin empleo.

​Hace casi dos décadas, un estudioso de José Martí de la erudición y la profundidad de Pedro Pablo Rodríguez decía: “Hay que reconocer, sin embargo, que durante los últimos treinta años algunos estudiosos han examinado el término martiano de república justamente como un concepto al que ha de conferirse una importancia singular para la comprensión de la totalidad de su pensamiento”.

​Colocar la República como piedra angular de su pensamiento es no solo un trabajo intelectual aún por hacer. Es una gruesa necesidad para la imaginación política de los cubanos de hoy, vivan donde vivan.

​Lo que hizo que calara del modo en que lo ha hecho el ideario de Martí en Cuba es su comprensión de la libertad (“al que merme un derecho, córtesele la mano”); su defensa de poseer y distribuir propiedad a través del trabajo honrado; su idea sobre la representación política como un mandato entregado por el pueblo y siempre dependiente de él (“El Delegado”, “El convencional No. 2”. ); y su idea de ser un esclavo del Derecho y de la ley.

​Ese conjunto combate la desigualdad social que impide el ejercicio pleno de la ciudadanía, como también se opone a que una minoría —por retener poder político o económico— pueda definir en exclusiva los términos de lo que llama luego —cínicamente— el “bien común”. Martí fue un enemigo, según Serra, del hábito español —que significaba el principio de autoridad de la monarquía— e identificó en el capitalismo monopolista y en el socialismo burocrático auténticas tiranías autocráticas.

​Es difícil imaginar un programa más radical que el suyo para Cuba: “(Haremos) política de cimiento y de abrazo, por donde el ignorante temible se eleve a la justicia por la cultura, y el culto soberbio acate arrepentido la fraternidad del hombre, y de un cabo a otro de la isla, sables y libros juntos, juntos los de la sierra y los del puerto, se oiga, por sobre los recelos desarraigados para siempre, la palabra creadora, la palabra “¡hermanos!”

Notas

[1] Debo esta asociación sobre Esteban Montejo a Antoni Doménech.

​[2] Hace ya tiempo se ha hecho común la crítica feminista al término “fraternidad”, por construir genealogías excluyentes de lealtad masculina —es conocida, por ejemplo, la crítica de Carole Pateman—, pero si la fraternidad era un programa de “plena y universal civilización de la vida social, económica, familiar y política, tenía que traer consigo —ha escrito Antoni Doménech— la cumplida emancipación de las mujeres”.

​[3] La transcripción es mía, de la grabación original con La Sonora Matancera. El gran Cristóbal Díaz Ayala ofrece una transcripción con diferencias en el texto respecto a la que aquí propongo.​​