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La fuerza de un mito

Fuentes: Rebelión

Fracasado en los cuatro confines de un planeta que, sin embargo, ha acabado de copar tras la vergonzosa caída de su rival, el capitalismo continúa significando para muchos el mejor de los mundos posibles, al extremo de que, como afirmábamos en anterior artículo con Jesse Myerson (insurgente.org), en la conciencia común se enraiza una visión […]

Fracasado en los cuatro confines de un planeta que, sin embargo, ha acabado de copar tras la vergonzosa caída de su rival, el capitalismo continúa significando para muchos el mejor de los mundos posibles, al extremo de que, como afirmábamos en anterior artículo con Jesse Myerson (insurgente.org), en la conciencia común se enraiza una visión del sistema en calidad de promotor de la individualidad, hipersensible a la uniformidad, respetuoso de los derechos humanos y abanderado de un libre intercambio exento de la violencia de Estado. 

Para unos cuantos, por ejemplo, los llamados golpes blandos, inducidos, apoyados, sufragados y hasta perpetrados por los imperialismos -EE.UU. no debe cargar en solitario con el calificativo, aunque haya devenido la nueva Roma por antonomasia-; las asonadas de flamante tipo, decía, representan genuinas sublevaciones contra gobiernos «erróneamente juzgados progresistas», o providenciales valladares al «peligro amarillo», al «oso Misha». (Creo que huelga nombrarlos.)

A más de uno le importaría un comino conocer -y en buena medida por esto aludíamos a descalabro- que, según la atendida ONG Oxfam, la riqueza mundial está dividida en dos sectores: la mitad descansa en manos del uno por ciento de la población; 85 personas poseen el equivalente a los recursos económicos de los tres mil 570 millones de habitantes más pobres; en los ubérrimos Estados Unidos, mientras el uno por ciento acapara el 95 por ciento del crecimiento posterior a la crisis de 2008, como indican los salarios de los altos ejecutivos y los beneficios empresariales, se registran mil 426 «agraciados» con más de mil millones de dólares.

Por si no bastaran las sádicas estadísticas, las diez «señeras» fortunas de Europa equivalen a 217 mil millones de euros y en conjunto sobrepasan la «ayuda total» que ese continente concede al Sur; el patrimonio del uno por ciento más favorecido del orbe asciende a 110 billones de dólares, cifra 65 veces mayor que el monto de los recursos que llegan a la mitad más pobre de la humanidad; siete de cada diez seres viven en países donde la desigualdad económica se incrementó en los últimos 30 años; el uno por ciento más acaudalado ha disfrutado el aumento de su participación en la renta entre 1980 y 2012, en 24 de las 26 naciones de las que se tienen datos; en EE.UU. -siempre el Tío Sam-, el uno por ciento de los pletóricos ha acumulado el 95 por ciento del crecimiento total posterior al «crack» desde 2009, y el 90 por ciento más necesitado se reafirma tal.

En fin, concluye Renán Vega Cantor, «la desigualdad e injusticia han alcanzado tal magnitud que hasta los mismos capitalistas están asustados de su criminal obra, no porque se hayan arrepentido de lo que han hecho sino porque ven cómo se reducen las posibilidades de reproducción del sistema, por la disminución en la capacidad de compra de un importante sector de la población. Eso se ha notado en el último Foro de Davos, en donde algunos llegaron a utilizar un lenguaje que parece retomado de los críticos más radicales del capitalismo, al decir que la disparidad en los ingresos se convierte en la condición de las agitaciones sociales que van a estallar en los próximos años».

Pero el miedo a las revueltas, a las revoluciones, no logra imponerse a la lógica de una sociedad que, organizada bajo los criterios de eficiencia, competitividad y ganancia, como anota la académica cubana Míriam R. Verdes Suárez (número 15 de la revista Marx Ahora), «erige estos criterios en valores supremos que deciden sobre la validez de todos los demás criterios. Es un criterio de valor aunque aparece como si no fuera un valor. No estipula ningún valor ético, pero ejerce la función de criterio supremo de todos los valores».

¿Por qué tantos no atinan a descubrir el fariseísmo? Bueno, en el caso de los Estados de más alto desarrollo, concordemos con el argentino Daniel Campione, la formación económico-social extrae su legitimidad -mejor: su legitimación- de un amplio acceso al consumo material y simbólico de una parte sustantiva de sus poblaciones, mientras la política se degrada hacia la administración, con debates circunscritos a un espectáculo cada vez menos interesante, «en los que casi siempre es la derecha (o su ideario, sostenido por una izquierda ‘transformista’) la que propone los problemas y las soluciones, y la izquierda apenas se esfuerza en atenuar o matizar un programa dictado por la gran empresa y otros poderes corporativos».

La situación se complementa con la incorporación al sentido común de la idea de que no hay alternativa a la sociedad capitalista «realmente existente», que la democracia parlamentaria resulta la mejor forma de hacer «gobernable» ese orden. O sea, se supone que, con el derrumbe del bloque soviético, ha quedado definitivamente clausurado un camino diferente, y el debate sobre la posibilidad de una democracia de nuevo sesgo se ha tornado por completo anacrónico, «junto con cualquier exploración acerca de una organización social no capitalista».

Conforme a nuestro articulista, las manifestaciones de protesta, signos de que el horizonte de apariencia apacible presenta serias fisuras, como las desatadas contra los contratos laborales flexibles en Francia o las leyes contrarias a los inmigrantes en Estados Unidos, constituyen meras respuestas al empeoramiento de las condiciones para los trabajadores, a menudo más teñidas por la nostalgia de los mejores años del «Estado de bienestar» inaugurado en la segunda posguerra, y por la aspiración a una polémica más abierta y desprejuiciada, que por una perspectiva que apunte al futuro con espíritu de cuestionamiento radical de la desigualdad e injusticia consustanciales al orden reinante. Y, entretanto, el sistema político continúa cosechando el acatamiento dócil, cuando no entusiasta, de sus líneas principales.

Más sabe el diablo por viejo…

¿Enajenación? ¿Fetichismo? Seguramente. Pero también lo que ya nos advertía Vladímir Ilich en su ¿Qué hacer? Sabichosa, por vetusta, la propaganda de la burguesía. Y no solo la propaganda. No en balde, en la digital Rebelión, Julia Evelyn Martínez nos recuerda que, en la teoría marxista (proverbial aporte, el de Antonio Gramsci), el término hegemonía del capital designa el consenso mediante el cual los poseedores logran regir política, intelectual y moralmente.

«Este discurso de la clase capitalista funciona como una especie de ‘espina dorsal’ a la que puede adherirse sin problemas ni conflictos el resto de la sociedad, incluyendo la clase trabajadora y demás grupos oprimidos por el capital. Se plantea un discurso hegemónico sobre el desarrollo nacional, sobre la democracia, sobre la unidad nacional, sobre la lucha contra la pobreza y la desigualdad, las alianzas público-privadas, las oportunidades, etc. en el cual hay lugar para todos y todas, aun para las personas o grupos que tienen una postura crítica frente al capitalismo.»

De ahí que tantos agitadores de academia, atildados y bien alimentados ellos, inciten a repudiar a los ciudadanos que se atreven a anular sus votos en las elecciones, y a calificarlos de insensatos, estúpidos, egoístas o resentidos, «ya que desde el sentido común imperante, sólo a este tipo de bichos raros se les puede ocurrir la peregrina idea de manifestarse por utopías en lugar de seguir las instrucciones de elegir entre opciones ‘posibles y realistas'». Sí, realismo y pragmatismo quizás sean las principales divisas de un mal en metástasis, merced al esfuerzo mancomunado de sociedad civil y Estado.

Lapidariamente descrita por Martínez, la primera está configurada por una compleja urdimbre de entidades privadas que mediatizan los antagonismos y la lucha de clases en el plano económico, y los transforman en acuerdos y consensos entre clases dominadas y clases dominantes. «Esta red de organizaciones e instituciones abarca los partidos políticos de masas, periódicos y demás medios de comunicación, sindicatos, iglesias, ONG, instituciones educativas, las asociaciones intermedias (cámaras empresariales) y asociaciones populares (asociaciones de desarrollo comunitario, redes ciudadanas, etc.), entre muchas otras.

«La función de ‘normalizar’ los acuerdos y consensos entre clases sociales y ponerlos en función de los intereses del Capital corre a cuenta de los intelectuales orgánicos (periodistas, filósofos, economistas, columnistas, juristas, politólogos, artistas, etc.), que articulan y dan coherencia a los contenidos generales y particulares del discurso hegemónico».

El Estado ejecuta una doble función en la construcción y reproducción de la hegemonía del Capital. Por una parte, por conducto del sistema educativo, se encarga de persuadir, sin obviar el comodín de la represión de las acciones desestabilizadoras del consenso. En esta táctica bifronte, insistamos, la clase enseñoreada consigue hacer pasar sus intereses particulares por un (el) interés universal. Al propio tiempo, que aquellos se apuntalen periódicamente en comicios que cuentan con la participación masiva de los esquilmados. «Las elecciones periódicas permiten que oprimidos y oprimidas del sistema mantengan la ilusión de que sus problemas se resolverán dentro del capitalismo y que su voto les hace libres e iguales frente a quienes les explotan».

Así de «simple»

Así de perversa, una estrategia que, en honor a la verdad, ha devenido exitosa, pues obra el «milagro» de que unos cuantos sean capaces de jurar con la mano sobre algún libro sagrado que la democracia, toda la democracia, la democracia exclusiva y excluyente, es igual a pluripartidismo, régimen electoral, libertades políticas, libertad de prensa, libertad de expresión. A un lado quedarían los derechos al trabajo, a la salud, a la educación, a la cultura; los sociales y económicos…

El énfasis radicaría (radica) en los fueros individuales, sin parar mientes en que, como estima el sociólogo cubano Aurelio Alonso, «la libertad se alcanza, puede alcanzarse, solamente en términos relativos. Tú vives en sociedad, tú no puedes tener todas las libertades, porque tus libertades afectarían a las de los demás. Este elemento restrictivo indispensable de la libertad ha tenido muchos enunciados en la historia. Recordemos a Juárez, cuando afirmaba que el respeto al derecho ajeno -la libertad del otro- es la paz.» O sea, «que las libertades individuales van a estar siempre constreñidas por las libertades ajenas, y la sociedad más libre no va a ser la que, en grado absoluto, más libertades individuales admita, porque en grado relativo tendría que ser entonces también en la cual más libertades reprima. Ese constituye, precisamente, el dilema interno del liberalismo».

Mas exima Dios al establishment, a sus tanques pensantes, a sus heraldos, de permitirse estas sinceridades. De lo que se trata es de proveerse del papel de seda con que solapar el filo de la navaja, de agenciarse la expansión y tácita aprobación, aceptación borreguil, de una ideología, la neoliberal, portadora de dogmas que, de acuerdo con el francés Rémy Herrera, en el nivel nacional implicarían desarrollar una estrategia antiestatal agresiva, deformando la estructura de la propiedad del capital en beneficio del sector privado y reduciendo el gasto público para fines sociales; imponer un rigor salarial como prioridad clave en la lucha contra la inflación (a favor de compartir el capital de valor agregado). Y en escala mundial, de perpetuar la supremacía del dólar estadounidense en el sistema monetario internacional (cambios flexibles y, como contrapeso europeo, moneda única que someta a su lógica toda la política); así como promover el libre comercio, en andas del desmantelamiento del proteccionismo y la liberación de las transferencias de capital.

Y claro que en este rejuego el Sur deviene el más perjudicado. No en balde es en América Latina y otros sitios de ese espacio geográfico donde la democracia representativa -consiguientemente, la hegemonía del capital- sufre una crisis más profunda y explícita. De lo cual dan fe las triunfantes rebeliones populares contra gobiernos que, asentados en el voto de las masas, han atentado contra el nivel de vida y la participación efectiva de las grandes mayorías en los asuntos públicos. No en vano en ese recodo del orbe se está abogando con inusitado vigor por el rescate de la tradición de pensamiento y acción que aúna por completo socialismo y democracia.

Una explayada democracia que impida lo que sucedió en la Unión Soviética, donde, tal asevera Ramón Franquesa, profesor de Economía en la Universitat de Barcelona, entrevistado para Rebelión por Ángel Ferrero, «La gente había delegado la política a los dirigentes. La idea general era que otro tomase las decisiones, porque tomar decisiones, después del estalinismo, era un asunto arriesgado. La URSS era una sociedad que teóricamente estaba en manos de los ciudadanos, pero éstos en realidad no participaban políticamente ni tenían cultura política. El efecto desmoralizador que supuso ver cómo estos dirigentes, que hasta hace cuatro días hablaban de socialismo, se convertían en los primeros ladrones, fue enorme. El péndulo pasó rápidamente de un lado al otro. El rico quería demostrar que era rico, entre otros motivos, para atemorizar a la gente que tenía a su alrededor. Yo no he visto en Occidente tanta ostentación como la que había en la Rusia de entonces: en coches, en vestidos, en escoltas (como el país había quedado en manos de mafiosos y la ley no se aplicaba, muchas cosas se solucionaban simplemente a tiros). Uno de estos ‘nuevos rusos’ podía llevar una escolta de 20 personas armadas, con las armas visibles. Veteranos de Afganistán, mafiosos… Empujando a la gente por la calle en Moscú mismo. La sensación de impotencia ciudadana, en un país donde hasta entonces los policías ni siquiera llevaban pistola cuando patrullaban (casi nunca pasaba nada), aumentó considerablemente».

Frei Betto aprecia la situación harto nítidamente: «Todo lo que el socialismo pretendía y que, en cierta medida, había alcanzado -reducción de la desigualdad social, garantía de pleno empleo, salud y educación gratuitas y de calidad, control de la inflación, etc.- desapareció para dar lugar a todas las características deshumanizadoras del neoliberalismo capitalista: la persona mirada no como ciudadana sino como consumista; el ideal de la vida reducido al hedonismo; la explotación de la fuerza de trabajo y la apropiación privada de más-valía, la especulación financiera; la degradación de la condición humana a través de la prostitución, de la industria pornográfica, de la criminalidad y del consumo de alcohol y drogas».

Coincidamos con el teólogo de la liberación en que se cometió el error de suponer naturalmente socialistas a todas las personas nacidas en una sociedad así autoproclamada, olvidando la afirmación de Marx de que, si bien la conciencia refleja las condiciones materiales de existencia, influye y modifica esas condiciones, porque existe una interacción dialéctica entre sujeto y realidad en la que este se inserta. Entonces, el papel número uno del educador -extensivo al revolucionario- «no es formar mano de obra especializada o cualificada para el mercado de trabajo. Es formar seres humanos felices, dignos, dotados de conciencia crítica, participantes activos en el desafío permanente de mejorar la sociedad y el mundo».

Conciencia crítica como vía expedita de arrancar una enraizada y emponzoñada visión de un sistema intrínsecamente conservador, reaccionario. Ahora, en el empeño de clarificar, se precisa trascender la socorrida demostración del carácter explotador, injusto, de las relaciones capitalistas de mercado y del carácter clasista de la cacareada democracia burguesa. Urge un enfoque de la libertad garantizada por un proyecto refundado, mejorado, que ratifique lo que los más inspirados han propugnado. Con la imprescindible Rosa Luxemburgo -entresacamos sus palabras de un texto de Aurelio Alonso-, convengamos en que «la democracia socialista empieza con la destrucción de la hegemonía (burguesa) y la construcción del socialismo (…) Pero esta dictadura (del proletariado) (…) debe ser la expresión leal y progresiva de la participación de las masas, ella debe sufrir constantemente su influencia directa, estar bajo el control de la opinión pública en su conjunto, manifestar la educación política consciente de las masas populares».

En resumen, contrahegemonía. Una contrahegemonía que también convoque -quizás ponga énfasis en ellos- a quienes padecen la neblinosa visión del sistema único como promotor de la individualidad, hipersensible a la uniformidad, respetuoso de los derechos humanos y abanderado de un libre intercambio exento de la violencia de Estado. Porque solo imitando a los de Fuenteovejuna -«todos a una»- se puede acabar con mitos tan poderosos como la clase que los levantó.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.