Todos muros.Ni una puerta. ¿Dónde esconderé mis miedos? Orosmán Mayol A mediados de la década del ochenta, a la salida de la más cruenta dictadura que vivió el Uruguay en toda su historia, la lucha por el cambio social emigra hacia ámbitos menos estructurados, crea nuevas formas de militancia, reorganiza esfuerzos con su simple tracción […]
Todos muros.
Ni una puerta.
¿Dónde esconderé
mis miedos?Orosmán Mayol
A mediados de la década del ochenta, a la salida de la más cruenta dictadura que vivió el Uruguay en toda su historia, la lucha por el cambio social emigra hacia ámbitos menos estructurados, crea nuevas formas de militancia, reorganiza esfuerzos con su simple tracción a sangre. Desde una experiencia nueva, el concepto de Revolución varía sus criterios. Sin perder firmeza y convicción, la esperanza trasiega su escenario, se vuelve elíptica, insubordinada y sutil. Ya no se cataloga como negativas o reformistas a aquellas medidas que no se supediten estratégicamente a la toma del poder, siempre y cuando modifiquen -de alguna manera- la composición de la sociedad y se conviertan, a su vez, en el motor de nuevas modificaciones.
Por supuesto que esta mirada diferente va provocando cambios que alcanzan, por elevación, a la literatura. Si bien a la caída de la tiranía hay una avidez por reencontrarse con escritores largo tiempo prohibidos, pertenecientes en su mayoría a la generación del cuarenta y cinco, el fenómeno no dura demasiado. Es en ese momento cuando irrumpe un heterogéneo y desconectado grupo de escritores, cronológicamente tardíos en cuanto a su aparición pública. Hay tonos absolutamente personales, sonoridades variadas, estilos muy distintos, pero mucho en común, fundamentalmente por el sello a fuego que la dictadura les dejó, todo lo cual se ve reflejado -explícita o implícitamente- en las respectivas obras de cada uno de ellos. Y hay además una pérdida -no se sabe bien de qué, aún cuando se intuya- como hilo conductor de esa literatura que irrumpe queriendo dejar atrás toda forma de ingenuidad. Se trata de un conjunto de voces que afanosamente intenta recuperar el tiempo perdido (la militancia social, política y gremial, en muchos casos desde la clandestinidad, fue la tarea primordial que sostuvieron muchos de estos creadores durante los años más duros). Entre los principales representantes de esta generación «tardía» (y en buena medida, involuntaria) se podría citar los nombres de Tomás de Mattos, Lauro Marauda, Mario Delgado Aparaín, Carlos Liscano, Ruben D´Alba, Andrea Blanqué, Roberto Genta Dorado, Rafael Courtousie, Helena Corbellini, Roy Berocay, Leo Masliah, Suleika Ibáñez, Jorge Chagas, Héctor Rosales, Gabriel Peveroni, Roberto Apratto, Jorge Meretta, Hebert Benítez Pezzolano, Jorge Majfud, Zully Ribeiro, Melba Guariglia, Miguel Motta y Claudia Amengual, entre otros.
Las diferencias más notorias que esta nueva literatura uruguaya mantiene con la anterior a la dictadura, se dan fundamentalmente a nivel de la narrativa. Si bien -aún despojado de la visión dura y pura de décadas atrás- sigue habiendo realismo, se agregan con mucha fuerza, dentro de esa arquitectura revisionista, elementos extraños y fantásticos, poco frecuentes en los años sesenta y setenta, donde predominaba en forma casi exclusiva un hiperrealismo urbano (con excepción del entonces muy combatido Felisberto Hernández). Pero si bien hay una visible distancia que las separa, también estas dos generaciones tienen puntos de contacto entre sí; en los nuevos sigue presente -por ejemplo- el conflicto del Hombre con su exterioridad, la impregnación de la ciudad en el ser humano, el sexo convertido en la única puerta de escape. (Como habitualmente sucede cuando una generación llega para ocupar el lugar de otra, siempre convive, en ese intento de parricidio, un reconocimiento tácito al «padre»).
En cuanto a la poesía -y a diferencia de la nueva narrativa, que para navegar hasta la orilla eleva voces y apuestas con respecto a sus antecesores- ésta emerge a la salida de la dictadura enfocando su proa hacia el silencio, sin mirar hacia atrás con tanta atención. Como descifrando una combinación secreta que la poesía comprometida de los sesenta extravió debajo de las palabras, los espacios en blanco parecen articularse a lo interno de la estructura poética. Desde ese equilibrio entre lo manifiesto y lo implícito, se reivindica el entendido de que en la literatura en general, y en la poesía en particular, la recta suele ser el camino más largo entre dos puntos. Emparentada a los graffitis vertiginosamente instalados sobre los muros de la dictadura, tal vez de allí descienda, de alguna manera, esa poesía breve, llena de viento, que parece provenir del diálogo con una ciudad solitaria y amenazante.
La intención de construir lo nuevo con los ladrillos de lo que se ha demolido, llegando paralelamente desde la vereda narrativa y desde la poética, completa el círculo de una generación que pese a todos los obstáculos llegó a la cita. Un poco tarde pero a tiempo. Con la mirada intacta.