Ni la democracia ni el capitalismo hicieron más ricos y desarrollados al Noroccidente. Lo hizo el imperialismo. La diferencia entre el capitalismo y la democracia radica en sus principios éticos, ideológicos y de valores sociales. Uno se define por su objetivo de distribución del poder (de la libertad y de los beneficios de las sociedades) y el otro por su contrario: por su concentración en una minoría progresivamente más pequeña y más poderosa.
Como todo sistema dominante, el capitalismo no sólo se especializó en secuestrar bienes materiales sino también simbólicos, desde la política, la ideología, la ética, la estética, la narrativa de sus medios propagadores y los medios periodísticos hasta los medios culturales a través de la industria de la cultura. Como todo sistema dominante, se reproduce como un fractal en cada individuo, en cada sociedad y en el orden global. En los tres niveles existe y ha existido siempre una relación parasitaria de una minoría sobre una mayoría. De la misma forma que dentro de una sociedad la clase trabajadora es parasitada (física e intelectualmente) por las clases dirigentes, así también ha ocurrido siempre con la mayoría de los países y los imperios parásitos.
Para encubrir o justificar una posición de dominio y explotación, el esclavista debe demonizar, desmoralizar, desacreditar y “de-nigrar” al esclavo. Esta moral también es parasitaria, ya que una vez inoculada en el organismo del oprimido se alimenta y reproduce en ese mismo organismo hasta producir esclavos en plenitud, defensores incondicionales de sus amos. Esclavos que quieren ser amos, oprimidos que sueñan con ser opresores ricos y apenas si llegan a opresores pobres.
Entre muchos dogmas, uno que continúa siendo popular reza que “los pobres son pobres porque quieren”, porque “no se esfuerzan lo suficiente”, “porque se drogan o beben alcohol”, “porque no trabajan”, como si entre las clases dirigentes, empresariales y políticas no existieran drogadictos, alcohólicos, perezosos y desocupados, y no por eso se caen de la escala de privilegios sociales y mucho menos terminan viviendo en la pobreza. Luego, ante cualquier movilización por justicia social, los herederos de los esclavistas y sus remedos de segunda sacan su látigo clasista: “vayan a trabajar, manga de vagos”. Del mismo eran acusados los indígenas que trabajaban en las minas de estaño en Bolivia y morían a los treinta años, no sólo porque todos sufrían de neumoconiosis (“pulmón negro”), sino porque cuando tenían un domingo libre, los desarraigados iban a los bares de los pueblos a emborracharse y a imaginarse el amor con una prostituta para el escándalo del cura del pueblo y de las señoras de la clase alta. Lo mismo los negros esclavos en Brasil. Lo mismo los mexicanos en Estados Unidos, los recogedores de bananas en América central y los gauchos blancos en Argentina, según Domingo Sarmiento. Los pobres esclavos o rebeldes libertos eran degenerados, holgazanes, corruptos e inmorales.
Esta relación material-simbólica no ha cambiado desde entonces. Sólo se ha transformado. El viejo mito se choca de narices contra la realidad y sobrevive siempre. Porque los pobres, los necesitados, los atados a un salario miserable y al terror de perderlo son presas fáciles de la esclavitud, física y moral y, por si fuese poco, son una necesidad del mercado: cuanto más adoctrinados, cuanta menos educación, cuanta menos independencia, los obreros y consumidores incrementan los beneficios del capital. Esto ha sido así desde los tiempos de las repúblicas bananeras hasta el metaverso virtual de las inversiones y el dinero virtual. Pero como toda ley, como toda decisión judicial, como todo dinero es simbólico sin una fuerza de coerción, este mundo virtual debe ser sostenido por la antigua brutalidad militar, está de más decir. Esto se prueba con un simple dato: erradicar la pobreza en un país como Estados Unidos es barato. Con el uno por ciento del PIB nacional (25 por ciento del presupuesto anual del Pentágono; menos del tres por ciento de lo gastado en la guerra en Afganistán) se erradicaría la pobreza completamente.
Erradicar la pobreza en todo el mundo costaría entre 70.000 y 325.000 millones de dólares al año, es decir, menos del 0,5 por ciento del PIB de los países de la OCDE.[1] Con todo, los expertos coinciden en que, para luchar contra la pobreza de forma más eficiente, mejor que un plan para los pobres es un plan universal.
Exactamente la misma lógica se aplica no sólo para mantener los salarios y las posibilidades de las pequeñas empresas eternamente deprimidas, sino para impedir o postergar la gran amenaza que pende sobre las elites parasitarias, por nombrar un solo factor que acelerará la revolución del siglo XXI: el salario universal. La Gran Revolución de este siglo está siendo postergada por la reacción fascista, último recurso del capitalismo y de los imperios, violentos, genocidas y moribundos.
Un estudio del Banco Mundial demostró que, en su abrumadora mayoría, los pobres que recibieron salarios gratis no lo gastaron ni en alcohol ni en tabaco. Por el contrario, luego de un tiempo el consumo de esos estimulantes disminuyó. Claro que estos datos no son bienvenidos para aquellos que se sienten con algún privilegio amenazado o no son reverenciados lo suficiente por los impuestos que pagan. Otro estudio de la Universidad de Ohio publicado en 2009 recogió la crítica más común contra los programas de redistribución: “En Nicaragua circularon otras opiniones negativas y malentendidos sobre el RPS. Una funcionaria de alto rango del Ministerio de la Familia informó que el RPS solo daba dinero en efectivo, y que los esposos esperaban el regreso de sus esposas para quedarse con el dinero y gastarlo en alcohol.”[2]
En mayo de 2014, el mismo Banco Mundial se hizo eco de esta idea y terminó rebatiéndola en un estudio que incluyó decenas de estudios de campo. El informe respondió a la pregunta central en el mismo título: “¿Los pobres desperdician dinero en alcohol y cigarrillos? No”. De hecho, aunque no de una forma significativa, el consumo de estos estimulantes disminuyó. La conclusión del estudio del Banco Mundial fue “Deberíamos dejar de preocuparnos por el mal uso que los pobres les dan a sus ingresos por transferencias. No lo gastan en alcohol y cigarrillos sino en chocolates”. [3]
Diversos estudios y experimentos estatales han demostrado una verdad que, por simple, no se considera como tal sino como una mera tautología: “la principal razón por la cual los pobres son pobres es porque no tienen dinero”. Cada vez que uno menciona este “descubrimiento” articulado por varios sociólogos e historiadores contemporáneos, tiene que reservar unos segundos hasta que las risas dejen lugar a un silencio más reflexivo. Un estudio de The Lancet en Namibia concluyó que cuando los pobres reciben un salario sin condiciones, tienden a trabajar más fuerte que si les dicen qué deben hacer para merecerlo.[4]
Como ya lo analizamos en Moscas en la telaraña, la propuesta de un Salario Universal tiene un antecedente contradictorio y paradójico. Durante la Segunda Guerra mundial, Juliet Rhys-Williams, miembra del Partido Liberal (por entonces la izquierda en Inglaterra), propuso un “impuesto negativo” por el cual todos aquellos quienes tuviesen un ingreso por debajo de una línea mínima de subsistencia deberían recibir un subsidio en relación inversa a su ingreso. Es decir, si consideramos una curva de ingresos ascendentes y la atravesamos con una recta horizontal definiendo un mínimo de subsistencia, todos aquellos que queden por debajo de la recta deberían recibir tanto como sea necesario para alcanzar el mínimo, mientras los demás deberían pagar tanto más cuanto más altos sean sus ingresos. Obviamente que los impuestos progresivos son un criterio conocido y practicado desde hace mucho tiempo, pero no la primera parte. En su libro Where Do We Go from Here Chaos or Community? (1967), Martin Luther King había entrevisto la solución: “Debemos crear pleno empleo o crear ingresos. Estoy convencido de que el enfoque más simple demostrará ser el más efectivo: la solución a la pobreza es abolirla directamente mediante una medida ahora ampliamente discutida: el ingreso garantizado”.[5]
En 1964, al mismo tiempo que Lyndon Johnson radicalizaba su guerra imperialista contra Vietnam y la CIA hacía lo mismo con África y América Latina, como suelen hacer los demócratas (la izquierda imperialista), se mostraban más humanos fronteras adentro. El programa “Guerra contra la pobreza” incluyó experimentos sociales muy similares al ingreso universal, algo que ni el gurú del neoliberalismo, el economista Milton Friedman se oponía. Más bien lo contrario, cuando propuso su “impuesto negativo”.[1]
Los resultados fueron positivos, aunque tuvieron una lectura negativa. Hubo un nueve por ciento menos de trabajo asalariado, pero entre madres jóvenes y jóvenes pobres, la tasa de graduación de la secundaria aumentó un 30 por ciento.[6] Los investigadores encontraron que aún ese nueve por ciento estaba inflado―probablemente debido al miedo de las personas a perder el beneficio, a diversos trabajos en sus propias casas y, más probablemente, porque muchos jóvenes habían optado por continuar estudiando, tal como se refleja en el porcentaje de graduación anterior.
La idea de eliminar la pobreza a través de programas financiados por el Estado federal alcanzó un apoyo popular y mediático superior a la idea de poner un hombre en la Luna. Claro que no todos estuvieron de acuerdo y en 1978 ocurrió el milagro que muchos esperaban. Uno de los casos de estudio, Seattle, registró un incremento del 50 por ciento de incremento en los divorcios. La libertad económica suele producir esas cosas. Las mujeres se estaban haciendo a la idea de demasiada libertad. Solo esta posibilidad cambió el curso del experimento, y éste no se corrigió cuando poco después se descubrió que el 50 por ciento se había debido a un error de cálculo estadístico.
Probablemente el experimento social más sistemático sobre ingreso universal fue realizado en 1973 en la pequeña ciudad de Dauphin, Canadá. Pocos años atrás, el historiador holandés Rutger Bregman (un defensor del capitalismo amable, por ahora) lo popularizó en su libro Utopía for realists. Desde 1974 a 1978, mil familias de Dauphin recibieron un salario equivalente a 20 mil dólares anuales de hoy sin condición. En las elecciones generales, cuatro años después, ganaron los conservadores y el proyecto fue abandonado. No hubo presupuesto ni siquiera para analizar la masa de datos recogida. Los políticos concluyeron, por su propia cuenta, que el experimento había fracasado. Los investigadores pusieron todos los datos recogidos en dos mil cajas y el proyecto fue olvidado. Treinta años después fue descubierto en un ático y rescatado de una destrucción inminente. La investigadora que descubrió este tesoro, la economista Evelyn Forget, comparó los datos recogidos por el proyecto con otras realidades y concluyó que el experimento había sido un rotundo éxito, contradiciendo todos los argumentos en contra: las familias no se dedicaron a tener más hijos (hace unas décadas no existía el miedo decimonónico de los blancos sin hijos sino de los pobres con hijos) y los hijos aumentaron su rendimiento escolar. La violencia doméstica cayó y las hospitalizaciones por otras razones se redujeron en 8,5 por ciento.[7]
Los experimentos sobre salario universal no terminaron ahí. Se multiplicaron con los mismos resultados. En el año 2009, la ciudad de Londres concluyó que había gastado, entre policías y trabajadores sociales, más de medio millón de libras en trece personas en situación de calle. Cuando se le ofreció tres mil libras a cada uno de forma incondicional, el resultado no fue solo que la ciudad pasó a gastar solo 50.000 libras en los mismos indigentes, sino que más de la mitad de ellos terminaron saliéndose de ese círculo de miseria. De forma voluntaria, invirtieron en sus propias necesidades, como higiene, casa y, en algunos casos, clases de jardinería. Experimentos similares fueron realizados en Namibia, Ruanda, Kenia y Uganda, donde hombres y mujeres en condiciones de extrema pobreza recibieron dinero en efectivo, la mayoría de las veces de forma incondicional, con resultados positivos: muchos lo invirtieron en pequeños negocios, como comprarse una moto para dar un servicio de taxi, lo cual, a su vez, facilitó la comunicación y el transporte a otros habitantes de las aldeas, lo cual multiplicó el ingreso no sólo del beneficiado directo sino de sus vecinos también.
Como lo demuestran los investigadores de la University of Manchester, en otros casos la sola reducción de la malnutrición en los niños se tradujo en un incremento en la estatura física y en el coeficiente intelectual; aumentó el rendimiento escolar, y redujo la pobreza y el crimen en decenas porcentuales.[8] Naturalmente, también redujo el trabajo infantil y la esclavitud moderna que siempre benefició a los más ricos de esas sociedades y del mundo, como es el caso, por ejemplo, de la actual esclavitud masiva practicada en las minas de cobalto en el Congo. Experiencias similares fueron reproducidas en decenas de otros países, desde América Latina hasta Asia, con la misma resistencia y desacreditación de las políticas y relatos de las clases altas y de los países imperiales, hoy en decadencia.[2]
¿Cuál es secreto? La respuesta me resuena en la memoria de mi propia experiencia en Mozambique en 1996. Los pobres no recibieron un plan de vida por parte de cooperantes, nacionales o extranjeros (blancos), quienes suelen hacer un trabajo similar al de los misioneros enseñándoles cómo dejar de ser pobres, sino que recibieron recursos económicos (dinero) que ellos mismos pudieron administrar según lo que ellos consideraban necesidades propias. Nadie (si no ha cruzado las fronteras del delirio o de la disfuncionalidad social debido a años de deshumanización) sabe más de sus propias necesidades (inmediatas y, luego, a largo plazo) que quienes las sufren. En otras palabras, el problema de los pobres no es cultural; es económico y, en su raíz, es político. Esta realidad material luego se transforma en una cultura que los detractores de las clases más bajas toman como causa de la pobreza y la corrupción.
Lo mismo hemos insistido por años sobre las posibilidades de desarrollo de cualquier país: primero debe dejar de ser colonia y luego debe ser independiente: a más independencia más desarrollo. Algo que se prueba a lo largo de la historia global, incluso sólo considerando la diferencia de desarrollo de los países latinoamericanos desde el siglo XIX: cuanto más ricos, más deseados por los imperios y, por ende, menos desarrollados.
La misma lógica aplica a algo que hemos analizado en estudios anteriores (y en esto tampoco hemos descubierto la rueda): el capitalismo nace como consecuencia del descubrimiento europeo de América por parte de españoles y portugueses. Nace con el masivo saqueo de capitales (oro, plata, cobre, hierro, guano, carne, trigo y todo tipo de materias primas necesarias) que hicieron posible la existencia de las nuevas clases sociales en Europa ―comerciantes primero en los Países Bajos y proletarias después en Inglaterra. Fue este mismo saqueo, que no sin ironía fue realizado e impuesto por los ideólogos del “libre mercado” que hizo posible otro nacimiento: la Revolución Industrial inglesa, un siglo después de destruir las naciones más prósperas de su tiempo (India, Bangladesh, más tarde China y gran parte de Medio Oriente) a fuerza de cañón, droga y cipayaje. La Revolución industrial europea nace generaciones después de abortar el nacimiento de las revoluciones industriales en Asia.
El descubrimiento de América y el saqueo de recursos de ultramar fue el disparador y el sustento necesario del desarrollo europeo se continuó con el destrozo, saqueo y parasitación de otros continentes, parasitación que continúa hoy en día, aunque de una forma menor por parte de los moribundos pero siempre violentos imperios occidentales.
Lo mismo podemos decir de la libertad de expresión: permítanles seguridad económica a los ciudadanos del mundo y verán cuántas verdades salen a la luz y desplazan los mitos de las clases y de los países dominantes. Naturalmente que estas verdades no son un producto automático de un sistema, porque siempre se necesitarán espíritus realmente libres (libres de pensar, libres de codicia), pero sin duda que la diferencia con lo que sufrimos actualmente sería astronómica.
Gran parte de la crítica y los miedos sobre el salario universal se basan en el miedo a que la gente deje de trabajar en masa. Este miedo procede de una corrupción propia del capitalismo: nadie se mueve si no es por dinero. El Salario universal es una propuesta tan modesta que ni siquiera propone la abolición del dinero ni de la pasión capitalista por hacer más dinero. Esto debería venir en una etapa superior de la humanidad, si es que somos capaces de algo mejor que esto. Diferente a los planes sociales que los beneficiarios pierden si mejoran sus condiciones de vida, el salario universal tiene la virtud de estimular el trabajo y la creatividad.
Jorge Majfud, mayo 2025. Del libro La mejor democracia que el dinero puede comprar: Reflexiones sobre la Anti-Ilustración y la agonía de las democracias liberales.
Notas:
[1] Ver Moscas en la telaraña. Historia de la comercialización de la existencia―y sus medios (Majfud, Humanus, 2023), p. 606.
[2] Este extenso estudio fue dirigido por mi amigo de Mozambique Joseph Hanlon, y se publicó con el título Just Give Money to the Poor: The Development Revolution from the Global South. United Kingdom, Kumarian Press, 2010. Conocí y viajé por Mozambique con Hanlon en 1996. Compartí con él y su esposa Therese noches de conversación en distintas islas sin electricidad, en antiguas casas portuguesas rodeadas de campos de marihuana
[1] “New Estimates of the Cost of Ending Poverty.” UNU WIDER, 23 Oct. 2023, www.wider.unu.edu
[2] Report, Research. Moore, Charity Nicaragua’s Red de Protección Social: An Exemplary but Short-Lived Conditional Cash Transfer Programme. P. 35.
[3] David Evans y Anna Popova. “Do the Poor Waste Transfers on Booze and Cigarettes? No.” World Bank, 2014.
[4] Cash transfers for children: investing into the future. The Lancet, Volume 373, Issue 9682, 2172
[5] King, Martin Luther. Where Do We Go from Here: Chaos Or Community? United States, Beacon Press, 2010.
[6] Matthews, Dylan. “A Guaranteed Income for Every American Would Eliminate Poverty―and It Wouldn’t Destroy the Economy.” Vox, 23 July 2014, www.vox.com
[7] Bregman, Rutger. Utopia for Realists: How We Can Build the Ideal World. United Kingdom, Little, Brown, 2017, p. 36-37.
[8] Hanlon, Joseph, et al. Just Give Money to the Poor: The Development Revolution from the Global South. United Kingdom, Kumarian Press, 2010.
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