El asesinato de George Floyd ha resucitado los horrores del pasado -que parecían felizmente olvidados- y ha revivido en nuestra memoria siglos de esclavitud, explotación, mutilaciones, así como violaciones masivas de mujeres y niñas de “razas inferiores”. También ha unido a multitudes bajo el grito de ¡basta ya! ¡no puedo respirar!
El crimen de Mineápolis (uno más entre cientos de millones) ha removido nuestras conciencias y una parte importante de la sociedad exige una profunda reforma del Ejército y Policía (cuerpos, por desgracia, necesarios en este mundo de perros). Se ha hecho evidente que dichas instituciones necesitan una intensiva educación moral basada en la Declaración Universal de los DDHH, “documento utópico” que en su artículo 1 dice: “Todos los seres humanos han nacido libres e iguales en dignidad y derechos”.
La cólera de “los nadies”, principalmente de los negros, no sólo ha desencadenado múltiples manifestaciones contra el racismo -con graves altercados con las fuerzas del orden- sino también furiosos ataques contra monumentos que personifican la supremacía blanca y que están cayendo cual ídolos de piedra. En Londres se han visto obligado a proteger una estatua de Churchill, quien dejó este mensaje para la posteridad: “Odio a los indios. Son un pueblo de bestias con religiones igualmente bestiales”.
Todo lo anterior nos lleva al magnífico ensayo de Nietzsche, “Las Tres Caras de Clío” (1) en el que nos habla de La Historia Crítica que es aquella que, despreciando la oficial, la escrita de arriba abajo, desenmascara las mentiras del pasado, juzga y condena hechos que se consideraban gloriosos y pone cada cosa en su sitio, lo que provoca -como vemos estos días- la caída de héroes y “dioses”, una reinterpretación del legado de nuestros antepasados y una nueva toma de conciencia global.
Antes de Churchill -cuya estatua ha sido vejada con pintura de color sangre- y antes del asesinato de George Floyd, en Barcelona fue arrancada una efigie del Marqués de Comillas (1817-1883), personaje considerado uno de los hombres más ricos del mundo gracias al comercio de esclavos y que fue condecorado, para más inri, con la Gran Cruz de Isabel la Católica.
Las Tres Caras de Clío se plasman en la Historia Crítica, esa que condena los abusos y las injusticias del pasado (incluyendo mentiras que pueden durar miles de años) y propone la construcción de un nuevo mundo sin el lastre de la memoria oficial, la que se construye de arriba abajo sin reconocer la labor del pueblo, que sólo tenía valor como carne de cañón, como soldado o pagador de impuestos. Desmontando el pasado, “el relato de reyes y maestros tóxicos”, la Historia Crítica nos prepara para la llegada del superhombre (y la supermujer), seres libres, dueños de sí mismos y que desarrollan, con las alas desplegadas al máximo, su infinito potencial.
La Historia Monumental, que se recrea con las grandes gestas del pasado y las jubilosas conmemoraciones, p. ej. el Centenario del Descubrimiento de América por Cristóbal Colón, personaje que estos días está pagando las iras de los 70 millones de muertos que dejó la colonización de las Indias, cifra que nos da Galeano en su obra Las Venas Abiertas de América Latina.
La Historia Anticuaria es aquella que inocula el apego a las costumbres (p. ej. las procesiones de Semana Santa) y la veneración del patrimonio artístico, a fin de elevar la autoestima de la plebe y ensalzar a los “genios” (protegidos por la corte o los mecenas de turno) que se llevaron todas las medallas. Ese relato ignora a los millones de obreros y esclavos que murieron construyendo con sus manos, a golpe de látigo, esas maravillas que todavía asombran a la humanidad. Esta historia, al igual que la monumental, fomenta el turismo-histórico y el consumismo compulsivo, lo que engorda el PIB de ciertos países e incita a muchos jóvenes a abandonar prematuramente sus estudios para servir a “la marabunta” detrás de una barra que mutará, pronto o tarde, en celda con barrotes.
La Historia Crítica nos anima a combatir la propaganda de la Historia Monumental y la Historia Anticuaria que mantienen al pueblo adormecido, dirigido cual rebaño, y obligándolo a repetir el mito de Sísifo, o, como diría Hannah Arendt, el adagio de “la noria, el burro, el palo y la zanahoria”.
No quiero terminar este artículo sin dedicarle unas palabras a Leopoldo II de Bélgica (1835-1908), quien gobernó el Congo belga como si fuera un inmenso campo de concentración. Ese personaje, cuya estatua en la ciudad de Amberes (epicentro del corte y pulido de diamantes) sufrió estos días varios ataques, cometió uno de los mayores genocidios de la historia.
Su criminal explotación de millones de esclavos que trabajaban en los campos de caucho o en las minas. Su obsesión por la caza de elefantes para extraer marfil, etc. dejaron un saldo de unos diez millones de muertos, la mitad de la población del país en aquel entonces.
Si un “nadie” trataba de huir, se cortaban las manos o los pies de su familia, por lo que mutiló a miles o cientos de miles de personas. Durante su reinado fueron frecuentes y masivas las violaciones de mujeres y menores. Incluso el marqués de Vargas Llosa escribió un artículo hace pocos años en El País en el que afirmaba que los muertos y heridos del Congo belga dejaron cifras “un poco por debajo” de las registradas en la Primera Guerra Mundial.
Nota
-1- Consideraciones intempestivas (1873-1875). Segundo fragmento “De la utilidad y los inconvenientes de los estudios históricos para la vida”.
Blog del autor Nilo Homérico