«Defiendo la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el terrorismo». Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento […]
«Defiendo la construcción del Estado como uno de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el terrorismo». Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento neoliberal, que se caracteriza por una apología fanática de la libre empresa y del achicamiento del Estado.
Pero curiosamente es lo que nos dice Francis Fukuyama en su más reciente libro State-Building: Governance and World Order in the 21st. Century, publicado en el año 2004 y llevado al español como «Construcción del Estado: gobierno y orden mundial en el siglo XXI».
Fukuyama se hizo famoso la década pasada cuando en 1992 (año del centenario del inicio de la conquista de América, casualmente) pronunció el grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último hombre: «la historia ha terminado». Pero en realidad lo dicho por este pseudo-intelectual ni es pensamiento profundo, ni encierra ninguna verdad. La historia no había terminado.
A inicios de la década pasada, caído el muro de Berlín y derrumbado el campo socialista de Europa del Este, el capitalismo se sintió exultante, triunfal. Todo parecía indicar que la economía planificada no llevaba a ningún lado, y que el mercado se imponía como modelo único e inevitable. Coadyuvaba a esta visión la idea de democracias parlamentarias como más «civilizadas» y dando más respuestas a los problemas sociales que las «dictaduras» del proletariado de partido único.
Fue tan grande el golpe -y en buena medida, el golpe mediático que el capital supo implementar al respecto- que el discurso dominante inundó toda la discusión. La izquierda misma quedó perpleja, sin argumentos. Parecía cierto que la historia nos dejaba sin respuesta. Pero la historia no había terminado.
El término «globalización» se adueñó de los espacios mediáticos y del ámbito académico, pasando a ser sinónimo de progreso, de proceso irreversible, de triunfo del capital sobre el anticuado comunismo que moría. Y de verdad que nos lo hicieron creer. La siempre mal definida globalización pasó a ser el nuevo dios; según se nos dijo -y Fukuyama fue uno de sus principales difusores- la misma traería desarrollo y prosperidad para todo el planeta. La historia había terminado (mejor dicho: el socialismo había terminado), y el término que lo expresaba con elegancia -por no decir con refinado sadismo- era globalización. No se podía estar contra ella.
Por ese entonces el optimismo triunfalista del neoliberalismo en boga campeaba sobre el mundo. Después de las fracasadas experiencias socialistas (bueno, habría que discutir más eso del «fracaso». ¿Cuba fracasó?), o mejor dicho: después de la presentación mediática que hacía el capitalismo victorioso de los acontecimientos que marcan estos años, no quedaba mayor espacio para las alternativas. Con fuerza de moda, las políticas neoliberales barrieron el planeta.
Y según nos aseguraban sus mentores, por fuerza traerían la paz y la felicidad.
Pero hoy, una década y media después de este grito de guerra, la realidad nos muestra algo bastante distinto a paz y felicidad planetarias. El capitalismo creció, sin dudas, pero a condición de seguir generando más pobreza. La riqueza se reparte cada vez en forma más desigual, con lo que puede decirse que si algo creció, es la injusticia. Y las guerras no sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la economía global; de hecho, en la dinámica de la principal potencia a escala global, los Estados Unidos, es su verdadero motor, ocupando alrededor de un cuarto de todo su potencial y definiendo su estrategia política tanto interna como internacional. Por lo que se ve, la historia no había terminado.
Después de unos primeros años de impactante conmoción, tanto el campo popular como el análisis objetivo de los hechos fue saliendo del estado de shock, haciéndose evidente que este momento de euforia de los grandes capitales era un triunfo, enorme sin dudas, pero no más que eso: un triunfo puntual (una batalla) en una larga historia que sigue su curso. ¿Por qué iba a terminar la historia?
«Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo», enseño hace dos mil quinientos años el sabio chino Sun Tzu en el Arte de la Guerra. Parece que este oriental entendió mejor el sentido de la historia que este moderno oriental americanizado, Fukuyama. La historia no termina.
Después de observar los desastres que ocasionó el retiro del Estado en la dinámica económico-social de tantos países siguiendo las recetas (impuestas, por supuesto) de los organismos financieros internacionales en esta ola neoliberal absoluta, también hay gente pensante que reacciona. Este desastre -con éxodos imparables de inmigrantes desde el Sur hacia el Norte, con niveles de violencia creciente, con brotes desesperados de terrorismo- torna al mundo cada vez más problemático, más invivible. Y ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.
En realidad, en su nuevo libro no se desdice radicalmente de lo dicho años atrás, pero lo matiza. Lo cual, en otros términos, no es sino expresión de una inconsistencia intelectual enorme. Un grito de guerra no es teoría. Y lo que 15 años atrás se nos presentó como formulación seria y sesuda -que la historia había terminado- no pasa del nivel de pasquín barato de pueblito de provincia. No hay en juego ningún concepto riguroso: sólo hay fanfarronería ideológica. Si hoy Fukuyama debe apelar a esta revalorización del papel del Estado, ello es lisa y llanamente porque la historia le demostró la inconsistencia del show propagandístico que nos lanzó años atrás. Además, pone el acento en el Estado y no en las relaciones estructurales que el mismo expresa. El problema no está en el Estado, si debe ser fuerte o débil: el problema siguen siendo las luchas de clases, la estructura real de la sociedad.
La historia sigue su curso. En todo caso, no sabemos bien cuál es ese curso. Pero sigue, inexorable. La historia no es otra cosa que movimiento, cambios, revoluciones, violencia para cambiar lo que se resiste a morir («la violencia es la partera de la historia»), avances y retrocesos, un meneo perpetuo. Pero de quietud, de fase final: nada.
Como atinadamente dijo Jorge Gómez Barata: «Lo que demonizó a Carlos Marx e hizo de él un adversario formidable, no fue haber predicado la revolución, sino haber demostrado su inevitabilidad, aunque tal vez ocurra de manera diferente a como lo soñó.»