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Editorial de la revista "Punto Final"

La hora final del pinochetismo

Fuentes: Punto Final

La muerte del ex dictador militar Augusto Pinochet Ugarte constituye un hecho político de gran significación que anuncia, también, el funeral del pinochetismo. La desaparición física de Pinochet podría inaugurar una nueva etapa política, marcada por una rearticulación de la derecha en torno a ejes ideológicos distintos a los que significó el pinochetismo. El fallecimiento […]

La muerte del ex dictador militar Augusto Pinochet Ugarte constituye un hecho político de gran significación que anuncia, también, el funeral del pinochetismo. La desaparición física de Pinochet podría inaugurar una nueva etapa política, marcada por una rearticulación de la derecha en torno a ejes ideológicos distintos a los que significó el pinochetismo. El fallecimiento de Pinochet tiene importancia debido a la profunda huella que dejó la dictadura militar-empresarial. La figura del ex dictador, depurada de sus aristas más detestables, fue rescatada por la derecha -que volvió a evidenciar su matriz golpista- levantándolo como el estadista más importante del siglo XX en nuestro país. Esta operación publicitaria se vio favorecida porque el legado de la dictadura sigue vigente en democracia, aunque esto no lo reconozcan los actores políticos de gobierno.

La tarea de desmitificación histórica se ha visto dificultada por el paso del tiempo, que ha desdibujado los acontecimientos de los años 70 y 80. Por una parte, se mantiene el modelo económico que instauró la dictadura. Aunque comienza a dar muestras de agotamiento por su incapacidad para impulsar un crecimiento continuo, sigue siendo el rector de la política económica de los gobiernos democráticos. También se mantiene la mayor parte de la arquitectura político-institucional que construyó la dictadura. Esta asegura a la derecha una sobrerrepresentación en el Parlamento, con un sistema hábilmente urdido que garantiza la mantención indefinida de un virtual empate político entre gobierno y oposición. Lo anterior se ve favorecido por el sistema electoral binominal, la falta de inscripción electoral automática y de voluntariedad del voto y la imposibilidad de sufragar de los chilenos en el exterior. También está ausente en la Constitución el mecanismo del plebiscito y, en cambio, se exigen altos quórums para las reformas y modificación o derogación de leyes orgánicas constitucionales. Todo esto fortalece la institucionalidad heredada de la dictadura. Esta maraña de disposiciones y el rol que se atribuye a los factores militar, empresarial y religioso en el diseño de las políticas públicas, es lo que define al pinochetismo. Pinochet fue el hombre que históricamente personificó a la dictadura militar-empresarial.

Luego de 17 años de ejercicio del poder sin restricciones, fue derrotado en el plebiscito de 1988, cuyos resultados se vio obligado a aceptar, y en la elección presidencial del año siguiente en que uno de sus ex ministros, Hernán Büchi, sirvió de postillón de la derecha. Sin embargo, Pinochet -convertido en capitán general por gracia propia- continuó otros ocho años como comandante en jefe del ejército -que no lo dejó ir sin declararlo primero, a la usanza trujillista, Benemérito de la institución-. Asimismo, se convirtió en senador perpetuo para adquirir inmunidad ante las demandas judiciales que se veían venir. En resumen, Pinochet siguió gravitando en el escenario político nacional, reacondicionando sus métodos dentro de los límites que ahora le imponía el Estado de derecho y una democracia temerosa de hacer sentir el peso de la soberanía popular. Las consecuencias de la dictadura se prolongan hasta hoy y, en cierta medida, se han profundizado. Alcanzan incluso al funcionamiento de la propia Concertación de Partidos por la Democracia, como lo ha señalado el cientista político Carlos Huneeus: «Las tensiones al interior de la coalición gobernante también tienen que ver con la memoria histórica dejada por el autoritarismo. La política de Pinochet es fuente de conflictos latentes no sólo en el ámbito de los derechos humanos sino también en el de las políticas públicas y la acción de las instituciones democráticas. Ello es una expresión más de la profundidad del proceso político que tuvo Chile en esos años y de la magnitud de su influencia en el futuro del país». Pinochet no fue el responsable único y exclusivo de la dictadura. Ella fue resultante de la actuación conjunta de los militares y la derecha. Respondió tanto a elementos coyunturales propios de la realidad chilena en los años 70, en que el país vivía un proceso de profundo cambio social que amenazaba las posiciones claves de la burguesía, como a elementos estructurales del capitalismo que entonces iniciaba una globalización imperialista. Esa situación imponía profundos cambios en todo el mundo. En América Latina fue un fenómeno general. En casi todos los países se impusieron dictaduras militares inspiradas en la Doctrina de Seguridad Nacional creada por el Pentágono. Los ejércitos rivalizaron en salvajismo represivo e institucionalizaron el terrorismo. Hubo cientos de miles de asesinados y desaparecidos en las décadas de 1970 y 1980 en países como Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Chile, Bolivia, Guatemala…

En Chile -y ésa fue la diferencia- la dictadura llegó más lejos: impuso un modelo socio-económico ajustado a los intereses del imperialismo monopolista y del gran empresariado local, convertidos en patronos y garantes del accionar militar. La obra fue tan perfecta que se convirtió en modelo internacional. Chile antecedió a la Inglaterra de Margaret Tatcher y a Estados Unidos de Ronald Reagan en la aplicación del neoliberalismo a ultranza. Pinochet y su camarilla de generales y almirantes se entregaron a la oligarquía y a las transnacionales que operaron a través de economistas formados en Chicago. Los resultados de esta alianza fueron espléndidos para los sectores dominantes y las empresas extranjeras. Pero muy crueles con el pueblo que debió soportar altas tasas de cesantía, superexplotación y supresión de todos sus derechos. Una represión brutal y masiva fue el instrumento coadyuvante en la aplicación del modelo económico neoliberal. Militar mediocre, de pobre inteligencia, Pinochet poseía en cambio talentos de oportunismo y astucia que disimulaba bajo una capa de hipocresía. Así ascendió en el ejército, y el 22 de agosto de 1973 fue designado comandante en jefe por el presidente Salvador Allende, por recomendación del general Carlos Prats González. Pinochet había logrado engañar a todos, incluso a su jefe directo que lo consideraba un oficial políticamente cercano a la Unidad Popular y leal a la Constitución. Aunque vacilante y temeroso de sumarse a la conspiración golpista, una vez en el poder -en virtud de comandar el cuerpo más poderoso de las FF.AA.-, Pinochet mostró una voluntad de hierro y una decisión que le permitía barrer con todo escrúpulo. Aunque repetía que lo más importante era la lealtad, él fue un traidor contumaz. No sólo traicionó al presidente de la República, a quien debía lealtad y obediencia constitucional.

En las grabaciones de las comunicaciones radiales del golpe de Estado, es notable la odiosidad que muestra Pinochet -en el lenguaje procaz que le caracterizaba- hacia el presidente Allende, su familia y sus ministros a los que adulaba pocas horas antes. La traición de que hizo víctima a su antecesor, el general Carlos Prats al que obligó a exiliarse y luego hizo asesinar en Buenos Aires, rompió todos los moldes éticos y morales y es una tragedia que marcará para siempre la historia del ejército chileno. Más tarde, ya en democracia, traicionó uno tras otro a todos los ejecutores de sus órdenes, entre ellos al general Manuel Contreras, jefe de la Dina que funcionó como una organización criminal bajo dependencia directa de Pinochet. No fue tampoco austero, aunque presumía serlo. Las cuentas descubiertas en el Banco Riggs muestran ese rasgo de su personalidad -la sed de riqueza- que lo acompañaba desde sus tiempos de joven oficial y que se fue desarrollando a medida que acumulaba poder. En forma hasta ahora inexplicable apareció como dueño de decenas de millones de dólares, una fortuna imposible de reunir sin tráfico de influencias, contrabando de armas y comercio de drogas, cuyo consumo se masificó en dictadura. Fallecido el ex dictador, previsiblemente habrá un rebrote transitorio del pinochetismo, estimulado por los medios de comunicación en manos de la derecha. En estos días lo han mostrado como un prócer que cambió a Chile para bien de todos -«fundador del Chile moderno» lo ha llamado un parlamentario de la UDI-. Amparados en el impacto mediático y en las ceremonias funerarias que le ha prodigado el ejército, la derecha podrá decir lo que ha callado durante la transición. Debe mostrarse a la altura del fantasmal héroe que emerge desde su tumba. Calcula que eso le acarreará apoyo de sectores poco politizados, aparte de recuperar a los grupos más fanatizados que forman una reserva que le puede ser necesaria. La reconciliación al interior de la derecha será también uno de los objetivos buscados, aunque está por verse si se consigue. Por lo mismo, la tarea de esclarecimiento histórico reviste la mayor importancia. Hay que reducir a Pinochet a sus verdaderas dimensiones y analizar al pinochetismo como expresión de un proceso más amplio de alianza entre la derecha y los militares. Esa alianza permitió los crímenes, las masacres, los allanamientos masivos, la tortura, la polarización de la sociedad, el saqueo de las riquezas nacionales, de la infraestructura y de las empresas del Estado, y el enriquecimiento del dictador y de su círculo de parientes y secuaces. Pinochet ha muerto sin haber sido condenado por ninguno de sus crímenes y latrocinios. Pero eso no significa que no fuese culpable. Lo ocurrido en esta materia es un escándalo para los gobiernos de la Concertación y para los tribunales. Los gobiernos de Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Ricardo Lagos Escobar se jugaron para librar a Pinochet de su detención en Londres. Cancilleres socialistas de ambos gobiernos extremaron argucias y maniobras para rescatar al ex dictador y garantizar al mundo que sería procesado en Chile. Por su parte, el Poder Judicial -que durante la dictadura mostró un conformismo y pasividad que dañó a fondo su imagen-, se las arregló para alargar indefinidamente los procesos que se iniciaron en 1998. No puede descartarse que haya habido sugerencias o presiones orientadas a dilatar los juicios, confiando -como ocurrió- que la muerte de Pinochet vendría a dejarlos sin sentencias. Que el proceso de la Caravana de la Muerte no se haya cerrado en más de diez años -ni siquiera el sumario- es algo muy sugestivo que no debe pasar inadvertido. La estrategia de la defensa de Pinochet basada en dilatar los procesos, resultó exitosa.

El ex dictador bajó a la tumba sin que una sola condena se inscribiera en su prontuario. Con todo, deberán hacerse esfuerzos para que los procesos en que estaba imputado sigan adelante. Virtualmente en todos hay participación de ex uniformados que fueron autores materiales o coautores intelectuales de los crímenes. Lo mismo vale para los procesados por las cuentas secretas del Banco Riggs, en que están involucrados la familia del ex dictador y algunos de sus colaboradores más cercanos. Pinochet no tuvo un funeral de Estado, como pretendían la derecha y el ejército. La presidenta Michelle Bachelet cumplió su palabra de no declarar duelo oficial en un gesto que merece reconocimiento. Contrastó con el gobierno de Frei Ruiz-Tagle que decretó duelo oficial por la muerte del almirante golpista José Toribio Merino, el segundo hombre de la Junta Militar. La presidenta Michelle Bachelet, en cambio, escuchó la voz del pueblo. Los canales de televisión y los diarios mostraron a un pinochetismo todavía vivo. Pero esto es una operación artificial de naturaleza mediática. Aunque reducido a pequeños grupos, sin embargo, el fanatismo, la locura y agresividad que inspiran los actos del pinochetismo pueden contagiar a sectores más amplios. La Concertación no debería dudar en que no hay entendimiento posible con aquella derecha que permanezca apegada al pinochetismo. La constante no ha variado: cuando se pacta con la derecha, es ésta la que finalmente gana. Por otra parte, las manifestaciones populares que en todo el país celebraron la muerte de Pinochet indican que se mantiene la condena ciudadana de sus crímenes. De algún modo esas manifestaciones -con importante participación de jóvenes- fueron un festejo por el fin de un símbolo que se empeña en seguir viviendo a través de estructuras de poder que generó la dictadura. De la muerte definitiva del pinochetismo sólo se podrá ha-blar cuando el pueblo lleve al triunfo su alternativa democrática.