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La huella de los rusos en Cuba

Fuentes: Cubarte

Si me hubieran preguntado hace algún tiempo acerca de la huella dejada por los rusos en Cuba durante los años de intensa relación con la Unión Soviética, hubiera dicho que me parecía escasa. Comprendo ahora que mi criterio se fundaba en una noción estrecha, limitada a la creación artístico literaria y a las vivencias de […]

Si me hubieran preguntado hace algún tiempo acerca de la huella dejada por los rusos en Cuba durante los años de intensa relación con la Unión Soviética, hubiera dicho que me parecía escasa. Comprendo ahora que mi criterio se fundaba en una noción estrecha, limitada a la creación artístico literaria y a las vivencias de la generación de la que formo parte. Crecimos viendo muñequitos de Disney, filmes procedentes de Estados Unidos y Europa occidental. En mi caso personal, leí con entusiasmo la narrativa rusa del XIX, desde Pushkin y Lermontov, hasta Gogol, Dostoyevsky y Tolstoi. Mi interés por lo que ocurría en el país de los bolcheviques me llevó luego a acercarme a los clásicos de la cinematografía y a aquellos otros filmes que reflejaban aires renovadores, El deshielo y Cuando vuelan las cigüeñas entre otros.

Una crónica algo nostálgica de Joss me reveló otro costado de la verdad. Los muñequitos de su infancia fueron soviéticos, como también muchos de los objetos que poblaron su cotidianeidad. Pero, sobre todo, me hizo pensar en la huella intangible dejada en millares de jóvenes que estudiaron en la URSS y en los hijos nacidos de los matrimonios que allí se entrelazaron. Unos y otros constituyen hoy elementos integrantes de ese complejísimo tejido que llamamos memoria cultural.

Olvidan con frecuencia los anatomistas de la praxis literaria que la escritura se va haciendo en un doloroso combate entre el oficio y el acto liberador catártico. Cuando cristaliza, borrados los costurones y sin mengua de la autenticidad, aunque este último término subsista hoy arrumbado en un almacén de artículos desechables, la obra trasciende a través de la potencialidad inmanente de sus múltiples significados. Así ocurre con Ánima fauta (Letras Cubanas 2007) de Ana Lidia Vega Serova, autora bien instalada en nuestro medio cultural, ahora en plena e intensa madurez.

Ana Lidia Vega Serova creció en la difícil intersección entre dos culturas, dos mundos, dos lenguas, dos tradiciones literarias. No por ello, a pesar de las referencias personales que pueda contener, estamos ante un texto de carácter autobiográfico. Construido de manera lineal, se estructura sobre dos conflictos principales, el problema de la identidad – individual, nacional y cultural- y el de la dramática pérdida de sentido existencial asociada al derrumbe de la sociedad socialista soviética. El uso de la primera persona, sujeto narrativo y protagonista, acentúa la ambigüedad genérica entre testimonio y ficción.

Hija de rusa y de mulato cubano, la protagonista, la narradora despierta a la palabra, a las primeras sensaciones y a la iniciación a la amistad en la isla. Transplantada a la entonces Leningrado, en la oscura periferia de la hermosa ciudad padece el desarraigo, la violencia familiar acentuada por la pobreza y los relentes de racismo. Las marcas profundas de ese impacto la acompañarán a lo largo de un penoso peregrinar a través de limitadísimos entornos provincianos. Las vivencias personales se enhebran con vivencias literarias no menos profundas. Las fronteras entre vida y literatura se desdibujan en el soñar la vida y vivir la literatura, todo ello tan esencialmente enraizado en la tradición rusa. Algunos personajes provincianos conservan, en su inevitable derrota, el perfume de Chejov. Es el terreno movedizo de la nostalgia y la ironía. La madre había evocado al mulato Pushkin al conocer a su futuro compañero, el cubano de piel oscura.

La noción de desamparo es el hilo conductor que sustenta el crecimiento de la novela y la progresiva expansión del espacio social y geográfico. Se expresa de múltiples maneras. Incluye la soledad, la incomunicación, la búsqueda de asideros en la promiscuidad, el tejido de redes solidarias al modo de los hippies de otrora, el refugio en la mística, las formas extremas de enajenación que bordean y se sumergen en la locura. El desfile de numerosísimos personajes conforma una galería de rostros y orígenes diversos, algunos de breve trayectoria circunstancial, otros van y vienen, permanecen en el mismo sitio o recorren como peregrinos el inmenso territorio de la URSS. Todo tiene un rasgo común, clave del desamparo. Han perdido la brújula, la razón de ser, el sentido de la vida.

La memoria juega extrañas pasadas. Las páginas de Ana Lidia Vera Serova me trajeron el recuerdo borroso de una lectura hecha hace más de medio siglo. Se había producido entonces un escándalo universal con motivo del otorgamiento del Nobel a Boris Pasternak, quien no pudo acudir a Estocolmo a recibir el premio. En ese contexto, la publicación de El doctor Jivago constituyó un éxito de mercado. Conservo de la novela una vaga impresión sobreviviente de una lectura apresurada, movida sobre todo por la curiosidad. Es el testimonio del desconcierto de quienes entre dos aguas, inmersos en un fenómeno que los sobrepasaba, recorrían sin rumbo, en tren, el inmenso territorio de Rusia. Esa imagen perdura asociada a otra, desgajada de los recuerdos de mi madre. En los tiempos que sucedieron a la Revolución de Octubre, contaba ella, cuando los blancos, los rojos y los verdes se enfrentaban en la guerra civil, su numerosa familia andaba en ferrocarriles de destino impreciso de Jarkov a Minsk y de Minsk a Kovno.

Permeada del contexto específico de una temporalidad implícita situada en los años que precedieron al derrumbe de la Unión Soviética, la obra de Ana Lidia Vega Serova prescinde de alusiones políticas o históricas. Se coloca en la perspectiva de una zona de la sociedad que se va hundiendo lentamente, atrapada en las aguas de un pantano sin escapatoria. Casi al borde del desenlace, aparece la visión aleccionadora del mercado de Arbat. Es la contraparte de los relatos que circularon en aquel entonces por el mundo entero presentados por un superficial turismo periodístico. Eran las postales coloridas del supuesto renacer de vanguardias reprimidas, del estreno de mercaderías de nuevo tipo. Para la escritora cubana resulta, en cambio, el último círculo del infierno, con los espacios degradados, con las escaleras interminables, vericuetos sombríos de instalaciones abandonadas como si Raskolnikov estuviera a punto de asomar al doblar de una esquina. Es la expresión concreta y tangible de una humanidad despojada de presente porque ha perdido la capacidad de imaginar el porvenir. Semejante a un cuadro del Bosco, Anima fatua muestra una coreografía de danza macabra. Al prescindir del referente histórico inmediato, los personajes con los ojos vendados al hoy y al mañana trascienden lo circunstancial para proyectarse hacia una amplia zona de la humanidad contemporánea.